La mujer se había levantado mientras gritaba y, literalmente, empezó a empujarles sirviéndose de su inmenso corpachón. Robert se reía, pero Johan parecía cavilar.
Cuando Solveig volvió resoplando después de haber despachado a Martin y a Patrik antes de cerrar la puerta con todas sus fuerzas, Johan se encaminó de nuevo al dormitorio sin pronunciar palabra. Se cubrió la cabeza con el edredón y fingió dormir. En realidad, necesitaba reflexionar.
A
nna estaba sentada en la proa del lujoso velero, con los brazos alrededor de las piernas flexionadas, y se sentía muy desgraciada. Sin hacer preguntas, Gustav había aceptado partir de inmediato y ahora navegaba sin importunarla. Con un aura de magnanimidad, había aceptado sus disculpas y le había prometido llevarla a ella y a los niños a Strömstad, desde donde podrían tomar el tren para volver a casa.
Toda su existencia terminaba siempre siendo un completo caos. La injusticia implícita en las palabras de Erica la movía a llorar de rabia, pero era una rabia mezclada con el dolor de que siempre tuviesen que terminar enfrentadas. Todo resultaba siempre tan complicado con Erica… No podía conformarse con ser la hermana mayor, con apoyarla y animarla. Al contrario y por iniciativa propia, había adoptado el papel de madre sin reparar en que con ello no conseguía más que intensificar el vacío que ambas deberían haber sentido tras la muerte de su madre.
Al contrario que Erica, Anna nunca le había reprochado a Elsy la indiferencia con que siempre trató a sus hijas. Ella lo había tomado, o al menos así lo creía, como una dura realidad de la vida, pero al morir sus padres de forma tan repentina comprendió que, en el fondo, siempre había abrigado la esperanza de que Elsy se ablandase con los años y aceptase su papel. De haberlo hecho, además, le habría proporcionado a Erica la posibilidad de comportarse simplemente como una hermana, pero la muerte de su madre las había conducido a encasillarse más aún en unos papeles de los que ninguna de las dos sabía muy bien cómo salir. A los períodos de una paz tácitamente pactada sucedían otros de guerra de posiciones y cada vez que eso ocurría, era como si le arrancaran del cuerpo una parte del alma.
Al mismo tiempo, su hermana y los niños eran lo único que tenía. Por más que no hubiese querido confesárselo a Erica, también ella juzgaba a Gustav como lo que en realidad era: un niño grande, superficial y consentido. Pese a todo, no lograba resistir la tentación: para su confianza en sí misma, era un consuelo pasearse por ahí con un hombre como él. A su lado, todos la veían. La gente murmuraba y se preguntaba quién sería, y las mujeres miraban con envidia la ropa tan bonita y de marcas tan caras con que Gustav la obsequiaba sin cesar. Incluso en el mar, los ocupantes de los barcos cercanos se dedicaban a mirar, señalando el imponente velero, y la veían sentada en la proa como un bello adorno.
Sin embargo, se avergonzaba cuando, en momentos de lucidez, comprendía que eran los niños los que sufrían a causa de su necesidad de sentirse aceptada. Ya lo habían pasado bastante mal los años que vivieron con su padre y, por más voluntad que pusiese, Anna no podía afirmar que Gustav fuese un buen sustituto. Era frío, torpe e impaciente con los niños, y a ella le costaba dejarlo solo con ellos.
Era tal la envidia que sentía de su hermana que a veces la ponía enferma. Mientras ella se veía en pleno juicio con Lucas por la custodia, tenía dificultades para cuadrar las cuentas y, en honor a la verdad, se hallaba inmersa en una relación vacía, Erica levitaba como una virgen encinta. El hombre al que su hermana había elegido como padre de sus hijos pertenecía al tipo que ella misma necesitaba para ser feliz, pero al que siempre desechaba como movida por un deseo de autodestrucción. El que Erica gozase ahora de una situación económica desahogada y, por si fuera poco, de cierto estatus de celebridad, despertaba en ella las malignas voces de la envidia entre hermanas. Anna no quería ser tan ruin, pero le resultaba difícil combatir la sensación de amargura cuando su propia vida sólo podía pintarse en una escala de grises.
Los gritos nerviosos de los niños, seguidos de los aullidos de frustración de Gustav, la arrancaron de sus pensamientos autocompasivos y la obligaron a volver a la realidad. Se abrigó bien con el chubasquero y se dirigió con cautela hacia la popa del barco. Después de calmar a los niños, se obligó a exhibirle a Gustav su mejor sonrisa. Aunque la mano que le había tocado en suerte no era muy buena, tenía que jugar sus cartas lo mejor posible.
C
omo en tantas ocasiones, en especial últimamente, se dedicaba a deambular sin rumbo por las habitaciones de aquella gran casa. Gabriel estaba fuera, en otro de sus viajes de negocios, y ella volvía a estar sola. El encuentro con Solveig le había dejado un desagradable regusto en la boca y, como era habitual, la abatió lo irremediable de la situación: jamás lograría liberarse. El mundo sucio y distorsionado de Solveig se le quedaría adherido como un mal olor.
Se detuvo de pronto ante la escalera que conducía a la planta superior del ala izquierda: las dependencias de Ephraim. Laine no había estado allí desde su muerte. Claro que tampoco subía apenas antes de que falleciera. Aquellos siempre habían sido los dominios de Jacob o, de forma excepcional, de Gabriel. Ephraim aguardaba sentado allá arriba como un señor feudal y sólo concedía audiencia a los hombres. En su mundo, las mujeres eran sombras cuya única misión consistía en complacer y atender la intendencia.
Subió los peldaños con pie vacilante, se detuvo ante la puerta y, al cabo de unos minutos, la empujó resuelta. Estaba tal y como ella la recordaba. Aún flotaba en el aire de las habitaciones ese aroma tan peculiar a masculinidad. Así que era allí donde su hijo había pasado tantas horas de su niñez. ¡Qué envidia sentía entonces! En comparación con Ephraim, ella y Gabriel habían salido perdiendo. En efecto, para Jacob, ellos eran simples y tristes mortales, en tanto que Ephraim gozaba prácticamente del estatus de una divinidad. Cuando murió tan de repente, la primera reacción de Jacob fue de perplejidad; no podía creer que Ephraim pudiese desaparecer así, sin más: un día estaba allí y al día siguiente no. El abuelo había sido como una fortaleza inexpugnable, como un hecho inamovible.
Se avergonzaba de ello, pero cuando supo que Ephraim estaba muerto, la primera sensación que experimentó fue de alivio. Y también una suerte de alegría triunfal al comprobar que ni siquiera él podía escapar a las leyes de la naturaleza. En algunas ocasiones, ella misma había puesto en duda que así fuese; parecía tan seguro de poder manipular al mismo Dios, de poder ejercer su influencia sobre Él…
Su sillón seguía junto a la ventana con vistas al bosque que se extendía al otro lado. Al igual que Jacob, tampoco ella pudo vencer la tentación de acomodarse unos minutos en su asiento. Por un instante, cuando se sentó, creyó sentir su espíritu en la habitación y, pensativa, fue siguiendo con los dedos las rayas del tapizado.
Las historias sobre el don de curar que poseían Gabriel y Johannes habían ejercido su influencia en Jacob. A ella no le gustaba. A veces, el pequeño bajaba con una expresión como de trance en el rostro que la llenaba de terror. Entonces lo abrazaba fuerte contra su pecho hasta que sentía que empezaba a relajarse. Cuando lo soltaba, todo había vuelto a la normalidad, hasta la próxima vez.
En cualquier caso, el viejo llevaba ya mucho tiempo muerto y enterrado. Por suerte.
—¿
D
e verdad crees que tu teoría tiene consistencia? ¿Que Johannes no está muerto?
—No lo sé, Martin, pero en estos momentos estoy dispuesto a echar mano de cualquier fleco al que pueda agarrarme. Admite conmigo que es muy extraño que la policía nunca llegase a ver a Johannes en el lugar del suicidio.
—Sí, desde luego, pero eso no significa que tanto el médico como el dueño de la funeraria estuvieran implicados —observó Martin.
—No es tan rebuscado como pueda parecer. No olvides que Ephraim era un hombre muy pudiente y mayores servicios ha comprado el dinero. Tampoco me sorprendería que fuesen amigos entre sí. Todos eran hombres importantes en la comunidad y seguramente participaban en las asociaciones, en los Lions, en agrupaciones sociales…; vamos, en todo lo habido y por haber.
—Ya, pero ayudar a huir a un sospechoso de asesinato…
—No era sospechoso de asesinato, sino de secuestro. Si no lo he entendido mal, Ephraim Hult era, además, un hombre con un poder de convicción insólito. Quién sabe si no los persuadió de que Johannes era inocente y que, pese a ello, la policía pretendía cargarle el muerto y por tanto aquella era la única forma de salvarlo…
—Pero, aun así, ¿cómo iba a dejar Johannes a su familia de ese modo, de la noche a la mañana? ¿Y con dos hijos pequeños?
—No olvides cómo describe todo el mundo a Johannes: un jugador, un hombre que siempre seguía la ley del mínimo esfuerzo y que se tomaba las reglas y los compromisos a la ligera. Si hay alguien capaz de salvar su pellejo a costa de su familia, es un tipo como Johannes. Le cuadra perfectamente.
Martin seguía mostrándose escéptico.
—Pero, en ese caso, ¿dónde ha estado metido todos estos años?
Patrik miró precavido a ambos lados antes de girar a la izquierda, en dirección a la comisaría de Tanumshede.
—Quizá ha ido al extranjero. Y con un montón de dinero de su padre —miró de reojo a Martin—. No pareces muy convencido de que mi teoría sea nada brillante.
Martin rió de buena gana.
—No, podrías jurarlo. A mí me da la sensación de que has perdido el norte por completo, pero también es cierto que este caso no se ha caracterizado hasta ahora por ser muy normal que digamos, de modo que, ¿por qué no?
Patrik adoptó una actitud grave.
—La imagen de Jenny Möller es lo único que tengo en mente. Prisionera en algún lugar, por alguien que se dedica a torturarla de la forma más inhumana que se pueda imaginar. Es por ella por lo que intento indagar derroteros distintos de los normales y corrientes. No podemos permitirnos el lujo de ser tan cuadriculados como solemos. No hay tiempo para actuar así. Tenemos que sopesar incluso lo que pueda parecer inviable. Es posible, quizá incluso verosímil, que no sea más que una idea extravagante que se me ha ocurrido, pero aún no tengo ningún dato que me demuestre que no estoy en lo cierto, así que le debo a la joven Möller el esfuerzo de investigarlo, aunque me declaren idiota.
Martin comprendió el modo de razonar de Patrik e incluso se inclinaba a pensar que tenía razón.
—Pero ¿cómo te las vas a arreglar para conseguir la autorización de que abran la tumba sobre una base tan poco sólida y, además, tan rápido?
Patrik respondió con una expresión amarga en el rostro:
—Con tozudez, Martin, con tozudez.
El teléfono móvil de Patrik vino a interrumpirlos. Atendió la llamada, pero respondía sólo con monosílabos mientras Martin lo miraba ansioso, intentando adivinar el tema de la conversación, que Patrik dio por terminada enseguida.
—¿Quién era?
—Era Annika. Han llamado del laboratorio con los resultados de las pruebas de ADN de Mårten Frisk.
—¿Y? —Martin contenía la respiración. Deseaba con toda su alma que tanto Patrik como él hubiesen errado en su hipótesis y que la persona a la que tenían en el calabozo fuese el asesino de Tanja.
—La prueba no coincidía. Los restos de esperma que hallamos en Tanja no proceden de Mårten Frisk.
Martin no se había dado cuenta de que estaba conteniendo la respiración hasta que no se oyó a sí mismo soltar el aire poco a poco.
—¡Mierda! Aunque tampoco es ninguna sorpresa, ¿no?
—No, pero la esperanza es lo último que se pierde.
Los dos permanecieron un rato sentados en lúgubre silencio. Al cabo de unos minutos, Patrik dejó escapar un suspiro, como para hacer acopio de fuerzas ante una tarea que seguía presentándose como la escalada del Everest.
—En fin, no nos queda más que conseguir en tiempo récord la autorización para abrir la tumba.
Patrik sacó el móvil y se puso manos a la obra. Nunca antes, en toda su carrera profesional, había necesitado ser tan convincente, porque ni siquiera él estaba seguro.
E
l estado de ánimo de Erica iba decayendo a toda velocidad. La ociosidad la hacía deambular de un lado a otro de la casa, ordenando aquí, recogiendo allá. La discusión mantenida con Anna le martilleaba vagamente la cabeza, con el mismo efecto de una resaca, agravando su estado. Por si fuera poco, no podía evitar compadecerse ligeramente de sí misma. Claro que, en cierto modo, le pareció una buena idea que Patrik volviese a trabajar, pero no contaba con que el trabajo lo absorbería tanto. Incluso cuando estaba en casa, su cerebro parecía en todo momento ocupado con el caso y, pese a que ella comprendía la responsabilidad del asunto y, por tanto, también comprendía a su marido, una débil voz miserable se elevaba en su interior, reclamando el deseo egoísta de que él centrase algo más de atención en su persona.
Así razonaba cuando decidió llamar a Dan. Quizá estuviese en casa y tuviese tiempo de pasarse a verla y tomarse un café con ella. Contestó al teléfono la mayor de sus hijas, que le explicó que Dan había salido a dar un paseo en barco con Maria. Lógico, todo el mundo se dedicaba a sus cosas mientras que ella se veía allí, sola con su barriga y sin nada que hacer.
De modo que, cuando sonó el teléfono, se lanzó sobre el aparato con tal entusiasmo que estuvo a punto de hacerlo caer de la mesa.
—Erica Falck —dijo con precisión.
—Sí, hola. Quería hablar con Patrik Hedström.
—Está en el trabajo. ¿Puedo hacer algo por ti o prefieres que te dé su número de móvil?
El hombre vaciló unos segundos.
—Pues, verás, fue su madre, Kristina, quien me dio su teléfono. Nuestras familias se conocen desde hace mucho tiempo y la última vez que hablé con ella me preguntó que por qué no me ponía en contacto con él cuando pasara por aquí y, ahora, como acabo de llegar a Fjällbacka con mi mujer…
A Erica se le ocurrió una idea excelente, pues vio de repente cómo se le presentaba la solución a sus problemas de desidia.
—¿Por qué no os pasáis por casa? Patrik llegará sobre las cinco. Le daremos una sorpresa. Además, entretanto, nos vamos conociendo nosotros. ¿Dices que erais amigos de la infancia?
—Vaya, eso sería estupendo. Sí, de niños pasamos juntos mucho tiempo. Luego, de mayores, apenas nos hemos visto, como suele ocurrir. Es que el tiempo vuela —explicó con una risita ahogada.