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Authors: Juan Villoro

Tags: #narrativa mexicana,cuento

Los culpables (13 page)

Por un momento pensé que también yo era capaz de «flotar en las profundidades».

Pero una noche, mientras dormitaba ante las noticias de la televisión, sonó el teléfono:

—Estoy aquí —oír esa voz trémula, apagada, apenas audible, significaba entender, con estremecedora sencillez, «estoy vivo».

—¿Dónde es «aquí»? —le pregunté.

—En el Parque de la Bola.

Me puse los zapatos y crucé la calle. Samuel Katzenberg estaba junto a la esfera de cemento. Se veía más delgado. A pesar de la oscuridad, sus ojos reflejaban angustia. Abracé su camisa de cuadros. Él no esperaba el gesto. Se sobresaltó. Luego, como si apenas ahora aprendiera a hacerlo, puso sus manos en mi espalda. Lloró, con un hondo gemido. Un hombre que paseaba un afgano se alejó al vernos.

Katzenberg olía a cuero rancio. Entre sollozos, me dijo que lo habían liberado en las afueras de la ciudad, junto a una fábrica de cemento. Ahí paró un taxi. No recordaba mi dirección, pero sí el absurdo nombre de la glorieta que estaba enfrente:

—«Parque de la Bola» —recitó.

Guardó silencio. Luego vio la esfera de cemento, se acercó a ella, la palpó con manos torpes, reconoció el débil contorno de los continentes:

—La bola es el mundo —dijo con emoción.

Fuimos al departamento. Después de darse un baño me contó que había estado encapuchado, en un cubil diminuto. Sólo le daban de comer cereal. En una ocasión se lo mezclaron con hongos alucinantes. Le quitaban la capucha una vez al día para que contemplara un altar donde se mezclaban imágenes cristianas, prehispánicas, posmodernas: una Virgen de Guadalupe, un cuchillo de obsidiana, unos lentes oscuros. En las tardes, durante horas sin fin, le ponían «The End», de los Doors. A sus espaldas, alguien imitaba la voz dolida y llena de Seconales de Jim Morrison. La tortura había sido terrible, pero le había ayudado a entender el apocalipsis mexicano.

Los ojos de Katzenberg se desviaban a los lados, como si buscara a una tercera persona en el cuarto. Yo no tenía que buscarla. Era obvio quién lo había secuestrado.

12. Friendly fire

—¡Qué milagrín! —Gonzalo Erdiozábal me recibió en pantuflas.

Entré a su departamento sin decir palabra y tardé en decirle algo. Demasiadas cosas se revolvían en mi interior, la zona que con tanto cuidado evito al escribir guiones. Cuando finalmente hablé, no fui capaz de reflejar la complejidad de mis emociones.

Gonzalo se sentó en un sofá recubierto de pequeñas alfombras. La decoración expresaba el frenesí textil del inquilino. Había estambres huicholes en colores que reproducían la electricidad mental del peyote, tapetes afganos, cuadros de una ex novia que alcanzó sus quince minutos de fama enhebrando crines de caballo en papel amate.

—¿Un tecito? —ofreció Gonzalo.

No le di oportunidad de que se hiciera el médico naturista. Desvié la vista al cartel de Morrison. El secuestro tenía su sello de fábrica. ¿Cómo pudo ser tan burdo? Arrodilló a su víctima ante un altar sincrético que tal vez —y la idea me espamó— aparecería en «mi» guión.

Con frases sinceras y torpes hablé de su afán de manipulación. No éramos sus amigos: éramos sus fichas. ¡Podíamos ir a la cárcel por su culpa! ¡Los judiciales me estaban vigilando! Si yo le importaba un carajo, por lo menos podía pensar en Tania. Un regusto amargo me subió a la boca. No quise ver a Gonzalo. Me concentré en los arabescos de la alfombra principal.

—Perdón —volvió a decir esa palabra que sólo servía para inculparlo—. No te pido que me entiendas. Pero toda historia tiene su reverso. Déjame hablar.

Lo dejé hablar, no porque quisiera sino porque los labios me temblaban demasiado para oponerme.

Me recordó que en la visita anterior de Samuel Katzenberg él había inventado rímales mexicanos a petición mía. Fui yo quien lo involucró con el periodista. Martín Palencia tuvo razón cuando acarició el pelo rubio de la muñeca: yo había conectado a Katzenberg con su secuestrador, pero entonces no lo sabía. ¿Cómo no lo intuí antes? ¿Qué clase de pendejo era ante Gonzalo?

—Soy actor —dijo él, con voz serena—, siempre lo he sido, eso lo sabes. Lo único es que el teatro me quedó chico y busqué otros foros. No me presentaste a Samuel para que dijera la verdad sino para que simulara.

Katzenberg le tomó afecto y le anunció que volvería a México. Se lo dijo a él antes que a mí. Por eso no se sorprendió cuando le dije que el periodista había vuelto a la ciudad. ¿Era un pecado que estableciera relaciones por su cuenta? No, claro que no. Samuel se había franqueado con él: se estaba divorciando y su contrato prematrimonial tenía una cláusula que lo libraba de responsabilidades en caso de sufrir una severa crisis nerviosa; además, le urgía escribir un buen reportaje.

—No es cierto que un irlandés antisemita se estuviera cogiendo a su novia y a su esposa. Samuel no tiene novia. ¿Ya conociste a Sharon? Eso demuestra que el irlandés no existe. También a Samy le gustan los montajes. Quería tenerte de su parte. Cree que eres sentimental. ¿Sabes por qué le urgía escribir un buen reportaje? Porque el verificador de datos le hizo un flaco favor cuando publicó su nota sobre Frida Kahlo y el volcán. Descubrió toda clase de exageraciones y mentiras, pero no corrigió nada. Dos años después hubo una «auditoría de datos». Esas cosas pasan en Estados Unidos. Son unos pinches puritanos de la verdad. Un batallón de verificadores revisó los reportajes y el de Samuel sobre México quedó del nabo. La principal fuente de sus embustes eras tú. Dijiste mamada y media para aplacar su sed de exotismo. Samuel se equivocó: su Garganta Profunda era un delirante. ¿Sabes por qué te buscó en su segunda visita? Para enterarse de lo que
no
debía escribir. El farsante original eres tú. Acéptalo, cabrón.

Eso era lo que Katzenberg pensaba de mí: mis palabras representaban el límite de la credibilidad. Por eso se veía tan esquivo e inseguro en Los Alcatraces. No desconfiaba de las otras mesas sino de lo que tenía enfrente.

El secuestro orquestado por Gonzalo lo sumió en la realidad que tanto ansiaba. Katzenberg lo había vivido como algo indiscutiblemente verdadero: sus días en cautiverio fueron de una devastadora autenticidad.

—En la guerra a veces un comando elimina a sus propias tropas. Le dicen "
friendlyfire
", fuego amigo. No creo que Samuel haya sufrido más de lo que quería sufrir. El divorcio y la crónica le van a salir regalados. ¿Sabes quién pagó el rescate? —hizo una pausa teatral—. Su revista.

—¿Cuánto te dieron, hijo de la chingada?

—Déjame acabar: ¿sabes lo que descubrió Samuel?

No contesté. Tenía la boca llena de saliva amarga.

—¿Conoces las Barbies de Tuxtepec? —me preguntó.

Pensé en la muñeca que me había mostrado el judicial, pero no dije nada. Gonzalo no necesitaba mis respuestas para seguir hablando:

—Antes de hablar contigo, Samuel fue a Tuxtepec. Descubrió que la fábrica está llena de chinos. Una mafia de Shanghai falsifica aquí lo que supuestamente viene de Pekín. Vivimos en un mundo de espectros: copias de las copias, la piratería total. El próximo reportaje de Samuel se llamará: «Sombras chinas». Gonzalo Erdiozábal se sirvió una taza de té.

—¿De veras no quieres?

—¿Es té pirata? —pregunté—. ¿Cuánto cobraste?

—¿Qué clase de insecto crees que soy? ¡No cobré nada! Los setenta y cinco mil dólares son para los niños pobres de Chiapas.

Me mostró un recibo impreso en una lengua que no entendí. Luego añadió:

—El gobierno sueco supervisa los depósitos. Le dimos la vuelta a la violencia, para una causa justa —bebió té con lentitud, abriendo un paréntesis para agregar—: Confundiste al pobre Samuel con todas las pendejadas que dijiste en su otra visita. Casi perdió el trabajo. Ahora no sabía en quién confiar. Si yo no lo hubiera secuestrado, la mafia china le habría echado el guante.

—¿Lo secuestraste por filantropía?

—No simplifiques. Al final todo fue para una causa justa.

Yo no podía más:

—¿Te parece una causa justa cogerte a Renata?

—¿De qué hablas?

—De una hacienda, pendejo. De la cancha de tenis. De cuando fuiste por una pelota con Renata y tardaron siglos en regresar. Hablo de la pelota que acabo de encontrar en el asiento trasero de un Chevrolet, el Chevrolet donde te cogiste a Renata. Eres un animal.

Gonzalo no pudo contestar porque sonó su teléfono celular. El tono de llamada era la versión de Jimi Hendrix del himno de Estados Unidos. Extrañamente, Gonzalo dijo:

—Para ti —me tendió el teléfono.

Era Cristi. Me había buscado por cielo, mar y tierra. Me extrañaba horrores. Extrañaba las arrugas de mis ojos. Arrugas de pistolero. Eso dijo. Un pistolero que mata a muchos pero es el bueno de la película.

Gonzalo Erdiozábal me veía detrás de la nube de vapor que salía de su taza de té.

Cuando colgué, habló con voz debilitada:

—Cometí un error con Renata. Eso no le sirvió a nadie: ni a ti, ni a ella, ni a mí. Ustedes estaban tronando. Admítelo. Yo fui la puerta de salida. Nada más. Te pedí perdón. Hace eras. ¿Quieres que me arrodille? No me cuesta ningún trabajo. Perdóname, güey. Me equivoqué con Renata, pero no con Cristi.

—¿Qué quieres decir?

—Te adora. Lo supe desde un día que nos encontramos con ella, a la salida de esa infame obra de teatro,
El rincón de los lagartos
. Sólo necesitaba un empujón. Ella tenía dudas de ti. Bueno, todos tenemos dudas de ti, pero al menos eso es algo, de la mayoría de la gente no tengo dudas: es asquerosa y ya.

—¿También la invitaste a jugar tenis?

—No seas ordinario. Escribí lo que pienso de ti, que por lo visto es maravilloso. ¿O no? Lo hice en primera persona, como si hablaras tú. Soy actor, la primera persona suena muy sincera en voz de los actores.

Guardé silencio. Me costó mucho trabajo decir la frase, pero no podía irme sin pronunciarla:

—¿Tienes una copia del guión?

—Claro, maestro.

Gonzalo parecía aguardar ese momento. Me tendió una carpeta encuadernada.

—¿Te gustan las tapas? La textura se llama «humo», es negra pero puedes ver a través de ella: como tu mente. Lee el guión para que veas cómo te quiero.

Un resto de dignidad me impidió contestar.

Salí sin el melodrama de azotar la puerta, pero con la afrenta de dejarla abierta.

13. Dólares

Katzenberg regresó a Nueva York con su esposa, pero se divorció a las pocas semanas, sin el menor contratiempo legal de por medio. Alguien que pasa por un secuestro en México y es calificado por el presidente como «
an American hero
» tiene derecho a la cláusula de excepción del contrato prematrimonial.

Me habló desde su nuevo departamento, muy agradecido por lo que había hecho por él:

—Te juzgué mal después de mi primer viaje. Gonzalo insistió en que te volviera a contactar. En verdad valió la pena.

Su crónica sobre la piratería china fue un éxito que pronto rebasó con la crónica de su secuestro, que obtuvo el insuperable
Meredith Non Fiction Award
.

Con el mismo asombro con que sus lectores lo seguían en Estados Unidos, yo leí el guión en que Gonzalo me suplantaba con desafiante exactitud. Había hecho una pantomima perfecta de mis manías, pero logró que mis limitaciones lucieran interesantes. Su autobiografía ajena era una muestra del talento para suplantar de un actor, pero también de la tolerancia con que había sobrellevado mis defectos. Tenía una manera rara de ser un gran amigo, pero en verdad lo era.

Por amor propio tardé dos meses en decírselo.

Descubrí que mi escritura mejoraba al imitar el tono que Gonzalo había ideado para mí. Sólo al seguir esa voz pude mostrar la interioridad que alguna vez Renata esperó de mí.

Nunca hablé con ella de su
affaire
con Gonzalo. Mi única venganza fue entregarle la pelota de tenis que encontré en el Chevrolet, pero la memoria es un universo caprichoso. Ella la tomó con indiferencia y la puso en un frutero, como una manzana más.

Cristi se llevaba cada vez mejor con Tania, aunque no compartía nuestro interés en Keiko, quizá porque eso ocurrió antes de su llegada a nuestras vidas.

Las noticias de la ballena eran las únicas tristes: no sabía cazar ni había encontrado pareja en los mares fríos. Parecía extrañar su acuario en la ciudad de México. Lo único bueno —al menos para nosotros— era que iba a protagonizar la película
Liberen a Willy
.

—¿Por qué no escribes el guión? —me preguntó Tania, con la estremecedora confianza que años atrás me atribuyó su madre.

Cristi tenía razón, había llegado el momento de olvidar a la orea.

El último episodio relacionado con Samuel Katzenberg ocurrió una tarde en que yo contemplaba el Parque de la Bola y a los niños que patinaban en torno al mundo en miniatura. El cielo lucía limpio. Al fin habían terminado los incendios forestales. Un susurro me hizo volverme a la puerta. Alguien deslizaba un sobre.

Adiviné el contenido por el peso: ni una carta, ni un libro. Abrí el sobre con cuidado. Junto a los dólares, había un mensaje de Samuel Katzenberg: «Llego a México en unos próximos días, para otro reportaje. ¿Está bien este anticipo?».

Media hora más tarde, sonó el teléfono. Katzenberg, de seguro. El aire se llenó de la tensión de las llamadas no atendidas. Pero no contesté.

Fuente del EPUB

Villoro, Juan

Los culpables. - 2ª ed. - Buenos Aires : Interzona Editora, 2011.

120 p. ; 22x13 cm.

ISBN 978-987-1180-65-3

1. Narrativa Mexicana . I. Título.

Fecha de catalogación: 31/03/2011

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