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Authors: Juan Villoro

Tags: #narrativa mexicana,cuento

Los culpables (7 page)

El mordisco amaneció en mi mano de modo carismático; parecía haberme herido con púas de luz. Karla se asustó de un modo espléndido y me puso Pomada del Tigre.

Esa mañana le hablé a Gloria para ver si había noticias del «viajero fantástico»: «Todavía no», contestó de mala manera. Estaba furiosa porque había perdido su pasaporte. Me culpó de no comprometerme en nada (Gloria no tenía el menor interés de que me comprometiera con ella por el condón perdido en su interior: quería que me comprometiera a encontrar su pasaporte).

En el viaje anterior nos habían advertido: «Los van a asaltar en el Istmo de Tehuantepec». En aquella ocasión viajamos en un camión Flecha Turquesa o Astro de la Mañana. Nos asaltaron a bordo del camión. Un hombre sometió al conductor con un machete mientras otro nos revisaba los bolsillos. Recuerdo sus ojos inyectados de sangre y su aliento a mezcal cuando dijo: «Es su día de suerte: nomás imaginen que se hubieran caído a una barranca».

Esta vez nos asaltaron sin que nos diéramos cuenta. Cargamos gasolina en la montaña. Era de noche, Karla y la iguana dormían en la parte trasera del auto. El Tomate veía el infinito en el asiento de adelante.

El encargado me preguntó si iba a Yucatán y me contó una leyenda. El jaguar tenía el cuerpo moteado por haber mordido el sol; cuando acabó con la luz en Oaxaca se fue a Yucatán, pero ahí no pudo seguir comiendo lumbre porque un príncipe maya luchó con él y se ahogaron juntos en el cenote sagrado; sus cuerpos viajaron por los ríos subterráneos que recorren la península hasta salir al mar. Por eso el Caribe tenía esas fosforescencias tan extrañas. Los mexicanos no sabíamos que las fosforescencias eran valiosas, pero de Japón llegaban barcos a robárselas. La historia duró lo suficiente para que sus ayudantes me quitaran los faros traseros. El Tomate no notó nada «porque pensaba en el tiempo».

Tomamos la carretera que descendía hacia el oriente. De vez en cuando un tráiler me rebasaba, tocando un claxon alarmante. Sólo conecté esto con la ausencia de faros cuando llegamos al hotel en Villahermosa y revisé el coche. «¿Qué clase de pendejo eres?», le pregunté al Tomate. Yo tampoco advertí el robo, pero al menos escuché la leyenda maya. ¿Para qué querían los japoneses las fosforescencias marinas?, ¿serían nutritivas? Pensé en lo sencillo que era engañar a una persona como yo. Por contraste, estimé un poco más al Tomate. Me vio con una tristeza desarmante: «¿Te digo una cosa?», preguntó. No aguardó a mi respuesta para contarme que antes de salir del D.F. se había quemado las verrugas que tenía en el pecho. «Me sentía muy viejo con las verrugas.»

En Villahermosa nos hospedamos en unos búngalos con terraza. De tanto en tanto, un camarero se acercaba a ofrecer una copa. Karla se acostó pronto porque estaba exhausta de dormir en las curvas de la carretera.

El Tomate y yo fumamos unos puros secos que le compramos a un vendedor de flores de papel y bebimos ron hasta la madrugada. Alcanzamos el letargo amistoso en el que se está bien sin decir nada. Oímos grillos, pájaros nocturnos y, muy al fondo, el agradable achicharrarse de los insectos en una lámpara electrificada. El Tomate estropeó la calma: «¿Por qué no vas por ella?».

Pensé que hablaba de la iguana, pero sus ojos se dirigían al búngalo de Karla. Se rascó el pecho desnudo. Me concentré en sus manchas rojizas. «Me pusieron nitrógeno líquido», explicó, como un mártir futurista. Él se había quemado para acceder a Karla y sus verrugas habían ardido en un rito sacrificial, pero ahora me pedía que la buscara. «Es obvio que le gustas: hace dos días que no cambia una silla de lugar», sus palabras salieron en tono amargo, como una última bocanada de mal tabaco.

Siempre me había deprimido imaginar a mi amigo en su departamento junto al tráfico del Viaducto, escribiendo de iglesias románicas y ruinas sicilianas. Ahora no había nada más triste que verlo en ese viaje dañinamente real.

«Ya sabemos de qué lado masca la iguana», agregó, con sonrisa resignada.

Al regresar al cuarto algo se alteró dentro de mí. La pobreza del escenario —el diminuto jabón Rosa Venus, el oxidado destapador de botellas, el cenicero con el nombre de otro hotel— me hizo saber que también yo la estaba pasando mal. Me molestó que el Tomate me incitara a acercarme a Karla. Recordé el tiempo en que llevaba de un lado a otro el equipo de sonido del grupo Aztlán: aprovechó su acceso privilegiado a esa música de flautas sopladas con indignación por la miseria para acostarse con Sonia. Ahora me ofrecía a otra mujer para compensar esa deslealtad. O tal vez jugaba cartas diferentes, tal vez quería sacarle un provecho casi desesperado al viaje, conquistar la posibilidad de quejarse de mí en el futuro. Si yo me quedaba con Karla, su chantaje posterior podría ser implacable, de una refinada crueldad, como el estado de ánimo de un dios maya.

En algo tenía razón: Karla había dejado de mover los muebles, y no sólo eso: en cada restorán tomaba las galletas Premium, les untaba mantequilla y me las daba sin preguntarme.

Me bañé con el hilo de agua que salía de la regadera. Fue el preludio de una pésima jornada. Visitamos las ruinas de Palenque. El guía quiso que viéramos la efigie de un «astronauta» en la cámara interior de una pirámide. Los «mandos» de la «nave» eran mazorcas de maíz.

«Nada es auténtico», masculló el Tomate. El día entero me vio como si yo acabara de salir del búngalo al que me había propuesto entrar.

Karla advirtió que algo estaba mal entre nosotros, y se distrajo canturreando una indescifrable melodía. Visitamos de prisa las ruinas de ladrillo de Comalcalco, comimos pejelagarto sin comentar su extraño sabor, y enfilamos hacia la meseta de los reyes mayas.

Avanzábamos por una región de arbustos secos, coronados de flores lilas, cuando un curioso tableteo salió del cofre delantero. Pensé que se había roto la banda o alguna de las muchas partes que desconozco en el motor.

Cuando abrí el cofre, Karla me abrazó y me besó: la iguana nos miraba con paciencia prehistórica; su cola azotaba las bujías como un metrónomo. El animal estaba caliente pero lo atrapé con las ansias que me atribuía Karla.

En Maní revisé el coche mientras los otros bebían horchatas. La Iguana había hecho un hueco en el respaldo del asiento trasero. Por ahí salió al chasis y entró al motor. El animal representaba mi karma, mi aura o mi ser en sí. También estaba agujereando mi coche.

Visitamos el templo de San Miguel de Maní, donde Fray Diego de Landa ordenó que se quemaran los códices mayas. La cosmogonía de un pueblo había desaparecido en llamas ejemplares. Le hablé a Karla de las cosas que se van y las que se quedan. La iguana pertenecía a ese entorno, como los códices quemados: tenía que reintegrarse a esa realidad. Yo había dejado de necesitarla. Ella me concedió la mirada supersignificativa que amerita alguien que se hospitalizó por culpa o por complicidad de sus animales interiores. El Tomate me había convertido ante ella en un caso de interesante zoología fantástica. Vi el cielo de Yucatán, de un azul purísimo, y me sentí capaz de hablar de las pérdidas creativas. Después de quemar los códices, Fray Diego escribió la historia de los mayas. Yo haría una restitución semejante. La liberación de la iguana me permitiría romper mi sequía de escritor. Tenía en mente un ciclo de poemas,
El círculo verde
, en alusión a la iguana que se muerde la cola y a los mayas que inventaron el cero. «Sólo se posee lo que se pierde a voluntad», pensé, pero no lo dije porque era pedante y porque el Tomate me vio a la distancia y volvió a formar una pistola con el índice y el pulgar; esta vez el gesto quería decir que aprobaba mi proximidad con Karla.

Así llegamos a la fase Yucatán de la iguana. Si en Oaxaca quería huir, ahí quería estar con nosotros. La liberamos sin éxito frente a la iglesia de los Tres Reyes de Tizimín, entre las piedras pálidas del inmenso atrio de Izamal, bajo los laureles de la Plaza Grande de Mérida. Tampoco se sintió atraída por la verdura que circundaba el cenote de Dzibilchaltún. Volvía a nosotros, domesticada por nuestros sabrosos moscos, por el Chevy y sus huecos posibles. «Los animales odian lo auténtico», le dije al Tomate.

Esa tarde hablé con Gloria. «Al fin salió», me dijo, y sentí un alivio cósmico. Pero ella no estaba de buen humor: «Ahora quiero saber de dónde me va a salir mi pasaporte». Supe que lo único que me unía a ella eran los problemas que podía causarle.

Cuando colgué, vi a Karla a lo lejos, parada en una piedra. Su silueta tenía una extraña inmovilidad. El cuerpo, ágil, tenso, no parecía en reposo; acumulaba energía para dar un salto.

Cerca de la zona arqueológica de Chichen Iztá encontramos un hotelito que formaba parte de un rancho de cebúes. Habíamos viajado la tarde entera, con el sol en contra. El Tomate tenía una jaqueca monumental. Se fue a dormir temprano y Karla me dijo: «Se me ocurrió un nombre para la iguana».

Le puse el índice en los labios para que no dijera «Odisea», «Xóchitl» o «Tao». Ella me besó con suavidad. Esa noche acaricié hasta la madrugada su tatuaje del yin yang.

Fui a mi cuarto cuando rayaba el alba. Vi árboles frágiles, de intrincadas frondas; un pájaro azul cantaba entre sus ramas. Los cebúes blancos pastaban en la tierra llana. Me sentí feliz y culpable. Al entrar en mi habitación ya sólo me sentía culpable. Había arrojado al Tomate al agua porque nunca soporté que Sonia lo prefiriera; él tuvo la decencia de perdonarme y yo le pagaba con monedas falsas. Para colmo, recordé que sí fue él quien me coló a aquel concierto de Silvio Rodríguez. El Tomate se sentía viejo, llevaba años sin una relación estable, escribía en un departamento ruidoso sobre hoteles de un lujo imposible y viajes que no hacía, se había quemado las verrugas como un azteca punitivo. Pensé en diversas maneras de acercarme a él. Todas fueron innecesarias; había deslizado una nota bajo la puerta: «Te entiendo. Yo hubiera hecho lo mismo. Nos vemos en el D.F.». Esa nota lo incluía misteriosamente entre nosotros, como si nos hubiera espiado la noche entera.

Visité Chichen Itzá en calidad de zombi. Karla me dijo que supo que yo la amaba desde que la miré tan raro cuando comimos buñuelos frente al convento de Santo Domingo, en Oaxaca. La verdad, entonces la vi raro porque la iguana insistía en morderme donde ya me había mordido.

Subimos los noventa y un escalones de la pirámide de Kukulcán sin que el calor y el ejercicio le impidieran hablar. Contó que había salido de Cancún hostigada por sus pretendientes. Luego señaló a un gringo de camisa hawaiana que no había dejado de fotografiarla. Se sentía acosada por incumplidos deseos ajenos; sólo el Tomate, que estaba viejo y era todo un caballero, la trataba con amistad igualitaria.

Cuando nos acercamos al cenote me sentí aún peor: el Tomate había bebido esa agua pero la profecía de regresar se cumplía en mi persona. Acaso la inmersión indebida traía esas consecuencias.

Para ese momento yo odiaba a los guías arqueológicos. Eran como peces de las profundidades. Tenían párpados hinchados y hablaban de lo que ignoraban. Había tantos que resultaba imposible no oír lo que salía de sus cabezas llenas de agua oscura. En el Tzompantli, Lugar de los Cráneos, uno de ellos contó que los mayas llevaban iguanas en sus travesías. Las rebanaban vivas porque la carne se pudre muy rápido con el calor de Yucatán. En las escalas del
sacbé
, el camino blanco que une las ciudades sagradas, arrancaban un poco de carne y seguían adelante. Mientras el corazón de la iguana siguiera latiendo, podían comerla en trozos. Luego se comían el corazón. El guía sonrió con sus dientes de pez.

Sentí un hueco en el estómago. Karla se mordió una uña con esmero. Compré mangos verdes pero ella no quiso probarlos. Vimos las delicadas calaveras del Tzompantli, la escritura en piedra de esos edificios legibles en un idioma extraviado. Pensé en la iguana sangrante que alimentaba a los peregrinos mayas. Una sensación de pérdida, de horror difuso, se apoderó de mí. Nuestra iguana nos seguía, como una mascota insensata. Recordé lo mucho que le debía al Tomate. A su manera, quiso hacerme un favor y desapareció al alba, como el Llanero Solitario. Karla miraba el cielo para no ver a la iguana. «Los guías mienten: son peces ciegos», le dije. Ella no me pidió que le explicara la frase. Debía pensar algo terrible; se sacudió, presa de un escalofrío. Tal vez la crueldad maya la impresionaba menos que el efecto de esa historia, la forma en que se cruzaba con nuestro viaje. El Tomate me había promovido ante ella como un conflicto atractivo que quizá no había alcanzado a comprobar o que empezaba a sobrarle. Apartó mi mano: «Tengo que pensar», dijo, como si las ideas le llegaran por el tacto.

Oscurecía cuando nos acercamos al cenote. La iguana se desvió al ver a cuatro o cinco ejemplares de su especie, en la tierra húmeda que rodeaba el ojo de agua. Ahí nos abandonó.

El Chevy aguardaba en el estacionamiento. Pensé en las cosas que se destruyen para que exista la poesía. Pensé en Yeats y el amor imposible y sacrificado de los celtas. Pensé en mi incapacidad de ser crepuscular.

Karla quiso subir al asiento trasero. Le pedí que se sentara junto a mí. Esta vez no aludió a
El sistema de los objetos
: «Es el asiento de la muerte», dijo. «No soy tu chofer», contesté con un filo cortante. Ella obedeció, asustada.

Nos estrellamos a tres curvas de Chichen Itzá. El freno no me respondió. El chicote del pedal estaba roído. Karla se rompió dos costillas que le perforaron el pulmón. El Chevy fue declarado «pérdida total». Yo salí sin otra herida que el mordisco que ya tenía en la mano.

A veces pienso que Karla dejó de hablarme porque salí ileso y le pareció que así le daba intencionalidad al accidente. Había dicho demasiadas veces: «No fue tu culpa». Todo estaba mal desde antes de subir al coche, o desde un momento anterior, ya irrecuperable. ¿Qué designio cumplíamos cuando mezclamos nuestros alientos y creímos buscarnos en dos cuerpos? Traté en vano de escribir
El círculo verde
. Durante largas tardes lo único que hice fue dibujar un animal.

En cambio, el Tomate publicó su reportaje con estupendas fotos de Oaxaca y Yucatán. Al leerlo recordé la nuca de Karla, sus manos en las mías, la piel de su espalda, resplandeciendo en la luz que sólo existe en la península. Esa noche la vi en sueños. Le pregunté el nombre de la iguana, pero no soñé su respuesta.

Orden suspendido

a Manuel Felguérez

A Rosalía le sobra de qué preocuparse. Prendió una vela por los rusos que estaban atrapados en un submarino (se comunicaban golpeando una puerta de metal con sus herramientas, les quedaba poco oxígeno y el mar se congelaba). Así es ella. Reza por rusos que no conoce y que no se salvarán.

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