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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

Los cuadros del anatomista (31 page)

A Ken le gustó la definición. Decidió profundizar en el tema.

—¿Y quién concedió la medalla a tu jefe?

—La Asociación de Cirugía de Barcelona. Había creado un premio internacional en memoria de Pere Virgili y el profesor Sarreau fue el primer galardonado en reconocimiento a sus aportaciones a la cirugía. Pero no pudo acudir a recogerlo en persona y el presidente de la asociación viajó expresamente a Quebec. Yo estaba presente en la entrega.

Ken continuó alargando la conversación.

—¿Ya sabes que este símbolo está presente en muchas culturas del mundo? Desde el Mediterráneo al Medio Oeste.

—Sí, lo sé. Pero reconoce que ninguno de los significados es tan adecuado como el de la cirugía. Ojo de águila, mano de dama, ojo de águila, mano de dama, ojo de águila, mano de dama...

Philippe se paseaba por la habitación, repitiendo el sonsonete. Ken decidió cortarle.

—Háblame de Héctor Barbo/a.

—Héctor Barboza era un intermediario en la cadena de distribución de droga. Les vendía a Jacob Jones y a Ralph Strong.

—Lo sé.

—Era tan culpable como los otros de la muerte de Connie, así que decidí ejecutarlo. Lo único es que fallé. Creí que moriría al poco rato de haberme ido porque estaba muy malherido. Si hubiese sobrevivido, habría tenido que volver a aquella casa a matar a la mujer. La mala puta me desobedeció. Suerte que tú y tus manazas acabaron el trabajo que yo había empezado. Eloïse me contó lo mal que lo hiciste, la bronca que te pegó el jefe de residentes y todo lo demás. Pero en el fondo te estoy muy agradecido —dijo Philippe.

—Sí. Pero si te pescan, te acusarán a ti de asesinato, no a mí.

—No me pescarán. Me voy del país esta noche. Quería escenificar un cuadro de Jacques-Louis David pero, al saber que vivía con su mujer y un hijo, tuve que cambiar de cuadro. La idea era matarle y meterlo en...

—¡La bañera! —le interrumpió Ken.

—Muy bien, chico. ¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijo mi padre. Querías escenificar la muerte de Marat. El cuadro más famoso de David.

—Estoy viendo que te he infravalorado. Langetti y Ge, Pere Virgili, la muerte de Marat. Sabes más de lo que me imaginaba. Pero, como te he dicho, decidí cambiar de tema y representar el cuadro de Héctor y Andromaca. Aunque creo que mi mejor obra fue con Jack Bolton.

—¿Qué te había hecho ese desgraciado?

—Salió con Eloïse. Ella se creyó que iba en serio y él la dejó tirada. La abandonó por otra en menos de un mes. Igual que tú pensabas hacer con ella.

Ken recordó que en aquel mismo sofá, donde él estaba ahora, Eloïse le había confesado que acababa de salir de una relación sentimental muy dolorosa. Sin embargo, aquella acusación no podía quedar sin respuesta.

—Oye, Philippe. Yo estoy empezando a salir con tu hermana. Sé que le gusto, pero yo nunca le he prometido nada. De hecho, no estoy enamorado de ella.

—Pero te la has tirado, ¿verdad?

—Esto son cosas entre ella y yo.

—Déjate de bobadas. ¿Te la has tirado o no?

—Sí.

—¿Cuántas veces? —gritó Philippe.

—¡Vete a la mierda! —le contestó Ken.

—Y a aquella putita de Dodge Park también te la has tirado, ¿verdad?

—¿Quién?

—Tu casera. La que me abrió la puerta de tu apartamento.

Ken pensó que reconocer que había hecho el amor con Gladys no iba a mejorar las cosas.

—Parece una hembra tentadora —continuó Philippe—. Su cuerpo es sinuoso y
calipigio
.

—¿
Calipigio
?

—De culo bonito. Es una palabra que no se usa mucho pero muy descriptiva. Viene del griego. De
kallos,
belleza, y
pyges,
nalgas. En el Museo Arqueológico de Nápoles hay una estatua de la Afrodita Kallipygos, una preciosa Venus con un culo soberbio, de diosa.

Ken constató la personalidad esquizoide de su captor. Un maniaco que tenía intención de matarle y que, sin embargo, se entretenía dándole lecciones de etimología y de arte.

—Continúa con Jack Bolton —le apremió.

La mirada vesánica de Philippe se suavizó. Prosiguió con su relato.

—La lección de anatomia de Rembrandt. El cuadro médico más famoso del mundo. Y yo hice de doctor Tulp. Le disequé, uno a uno, todos los músculos del antebrazo izquierdo. Porque sabías que Jack Bolton era zurdo, ¿no?

—No lo sabía.

—Sí, sus pases de
quarterback
con el brazo izquierdo eran legendarios. Y me recreé disecando todos los músculos de su antebrazo.

—Sé cómo lo hiciste. Y por esto te pescarán.

—¿Qué quieres decir?

—Curare.

—¿Cómo lo sabes?

—Encontramos una ampolla en el suelo. Y se podía leer el número de lote. Lo trazarán y sabrán de dónde ha salido.

Philippe palideció.

—¡Maldita sea! Recogí cinco ampollas pero me faltaba una. ¿Dónde estaba?

—En el suelo, cerca de la camilla. Dime, ¿cómo conseguiste reducirle?

—Le dije que tenía anfetaminas que le mantendrían despierto para poder preparar sus exámenes. El muy imbécil se dejó inyectar un barbitúrico en la vena. Le dije que le tenía que hacer una prueba de alergia antes de venderle la mercancía. Cuando despertó ya le había inyectado una pequeña dosis de curare, la suficiente para que se mantuviese inmóvil. Y comencé a disecarle el antebrazo, músculo a músculo.

—¿A lo vivo?

—Claro, quería que sufriera.

—¡Estás loco!

—Alto. No hagas diagnósticos, que, aquí, el psiquiatra soy yo.

—¡Eres un monstruo!

—Soy un genio monstruoso, que no es lo mismo. Le di la dosis de curare adecuada. El desgraciado no podía ni gritar. Abría la boca grotescamente, pero no le salía ningún sonido. Pero sé que lo sentía porque comenzó a llorar de dolor.

Las sospechas de Ken se confirmaron. Philippe había despellejado a Jack Bolton mientras todavía vivía, sin ningún tipo de anestesia. Debió de ser una agonía horrible.

—Cuando hacía la disección de los planos profundos, comenzó a mover las piernas, así que le inyecté más curare —prosiguió Philippe.

—¿Y todavía respiraba?

—Tras esta segunda dosis, comenzó a respirar con dificultad y a ponerse azul. Decidí dar por terminada la disección y le inyecté curare de nuevo, hasta que dejó de respirar.

—¿Y la soga? Si le mataste inmovilizando sus músculos respiratorios, ¿por qué le pusiste una soga al cuello?

—Lo hice cuando ya estaba muerto. Era un guiño al cuadro de Rembrandt. ¿No sabías que el cadáver que disecaba el doctor Tulp era el de un ahorcado?

Ken no contestó. Estaba demasiado concentrado, pensando en su propia suerte. Se encontraba encadenado, frente a un asesino sádico, un paradigma de crueldad. Y él era el siguiente en su lista. Intentó de nuevo moverse, pero la cadena se lo impedía. Tenía que quitársela. Recurrió a un viejo ardid.

—Philippe, me estoy meando. Sácame la cadena y déjame ir al lavabo, por favor.

—Háztelo encima. El forense, cuando te examine, creerá que te has meado de miedo —contestó Philippe sin dejarse engañar.

La situación se estaba volviendo desesperada. Decidió continuar alargando el tiempo.

—¿Y qué tienes pensado para mí? ¿Otro cuadro? —le preguntó.

Sin responder, Philippe se dirigió al armario. Retiró los rollos que se amontonaban allí y apareció con un arco en la mano.

—Voy a recrear el martirio de san Sebastián —fue su respuesta.

Capítulo 47

—¡Fuiste tú! ¡Tú fuiste el que disparó la flecha a aquel hombre que paseaba por Rock Creek Park! Ahora comprendo por qué te interesaste tanto por el caso, el día de la barbacoa.

—Claro, quería saber el dolor que había sentido, si existió peligro de hemorragia, en fin, todos los detalles del caso.

—¿Y tú vas a matarme a flechazos, como a san Sebastián?

—Sí y no.

—No te entiendo.

—Te voy a matar con flechas, pero san Sebastián no murió asaetado.

—Yo creía...

Philippe le interrumpió.

—Tú y todo el mundo lo cree. Pero san Sebastián murió apaleado. Era capitán de la guardia personal del emperador Diocleciano y era cristiano. Cuando se enteró el emperador, lo condenó a morir. Lo ataron a una columna y los arqueros comenzaron a disparar flechas sobre él.

—¿Y no lo mataron?

—No. Sus verdugos lo abandonaron creyéndolo muerto, pero aún vivía. Una santa mujer, Irene, viuda del mártir Cástulo, lo recogió y lo curó. —Philippe recordó en este punto el cuadro de Luca Giordano que había visto en el museo de Filadelfia—. Recuperado, Sebastián se presentó ante Diocleciano reafirmando su fe y recriminándole su crueldad. El emperador, aterrado, pues lo creía muerto y enterrado, lo condenó de nuevo a muerte, esta vez apaleado. Para evitar que los fieles le sepultasen, su cuerpo fue arrojado a la Cloaca Máxima. Sin embargo, su martirio ha sido representado miles de veces a lo largo de la historia de la pintura. Después de Cristo crucificado, es el personaje sagrado que más veces ha sido pintado. ¿Sabes por qué?  

—No tengo ni idea.

—Pues porque permitía al pintor mostrar su dominio en reproducir la figura humana. Con la excusa de pintar un cuadro religioso, se representaba a un joven semidesnudo, musculoso y doliente. Un tema realmente morboso. Pero en casi todos los cuadros, las flechas no atraviesan zonas necesariamente letales. Esto indica que los pintores conocían la historia.

Philippe se acercó de nuevo al armario y cogió un libro de arte. Se lo enseñó a Ken. Éste leyó el título: 
Les martyrs dans la peinture.
 Un soberbio ejemplar de Éditions Phaidon.

Philippe comenzó a pasar páginas con rapidez. Ken creyó reconocer fugazmente algunos cuadros que su padre le había mostrado de pequeño. 
El martirio de san Andrés
 de Rubens, con el santo colgado de una cruz en aspa, 
El martirio de san Mateo,
 cuadro tenebroso de Caravaggio, y 
El martirio de san Bartolomé
 de José de Ribera, en el que la cara del santo, lejos de mostrar el estoicismo de un mártir, traduce un innegable miedo a la muerte.

Finalmente, Philippe se detuvo en el capítulo dedicado a san Sebastián.

—¿Ves lo que te decía? Botticelli, seis flechas, sólo dos en el tórax. Perugino pintó seis cuadros de san Sebastián. En éste sólo pinta dos flechas, y una de ellas atraviesa el brazo. El Greco. Tres flechas... y dos en el árbol donde está atado el santo. Guido Reni tiene cuatro cuadros de san Sebastián. En uno pinta sólo una flecha; en otro, dos, una en el flanco y la otra en la axila. Obviamente, ninguna mortal. El gran Rubens. Pinta cinco flechas y de ellas sólo una potencialmente letal, en el tórax. Dos de ellas atraviesan el brazo y la pierna. Podríamos continuar pero el resultado siempre sería el mismo: pocas flechas y muy pocas letales.

—Y tú ¿qué cuadro vas a usar conmigo?

—Ninguno de éstos. Mi san Sebastián favorito es el de Mantegna. No el del Louvre sino el que está en Viena.

Al decir esto, Philippe pasó otra página y Ken pudo ver, con horror, el martirio que aquel loco le había reservado.

—Fíjate cuántas flechas. Quince en total. Y algunas de ellas mortales de necesidad. Comencemos por abajo. Una en la pierna izquierda, dos en el muslo derecho, otra en el muslo izquierdo, ¡cinco en el abdomen!, ¡cuatro en el tórax! Y la apoteosis final. Una en el cuello, a nivel de la carótida derecha, y la última en la frente, en pleno lóbulo frontal. ¿Qué te parece?

—Poco creíble. No creo que los arqueros de Diocleciano tuviesen flechas capaces de atravesar el hueso frontal.

—Ellos no, pero yo sí. Este arco está hecho con fibra de vidrio y las flechas tienen la punta de grafito. Es una combinación tan mortífera como un rifle.

Las esperanzas de Ken se desvanecían. Y más cuando Philippe dijo:

—Ya es noche cerrada, vámonos.

—¿Dónde me llevas?

—A pesar de que has visto que algunos pintores han pintado a san Sebastián atado a un árbol, la tradición dice que fue atado a una columna. Y así lo voy a hacer yo. Te voy a llevar a un sitio solitario donde hay muchas columnas.

—¿Dónde está?

—Lo vimos desde el sitio de la barbacoa, al otro lado del río. El monumento a Jefferson. —Acercándose a Ken, le susurró—: Tiene cincuenta y cuatro columnas.

Absolutamente impotente, Ken se levantó trabajosamente y comenzó a caminar hacia la puerta. Phillipe asía la cadena por detrás, llevando el arco y el carcaj con las flechas. Bajaron lentamente las escaleras. Ken deseaba que se abriese alguna puerta, que se cruzasen con algún vecino, pero no ocurrió nada. Bajaron hasta el sótano y atravesaron un cuarto con lavadoras de ropa. Aquel sábado por la noche, nadie hacía la colada. Salieron a la parte posterior de los apartamentos, donde había un pequeño callejón con coches aparcados. Philippe hizo subir a Ken a la parte posterior de un viejo Corvair azul oscuro. Connie y Gladys no se habían equivocado en su descripción. Cuando se hubo sentado, Philippe le empujó. Ken cayó al suelo, como un saco de patatas, inerme, boca arriba. Su tiempo se estaba agotando. Su salvación pasaba por poder realizar una llamada de auxilio. Pero Philippe no se iba a detener delante de ninguna cabina telefónica. Tenía las manos libres y podía acceder a su bolsillo, pero nada que llevase en él le podía ayudar. ¡Ojalá tuviese uno de esos teléfonos inalámbricos que aparecían en las historietas de Dick Tracy! ¿Cuándo inventarían un teléfono móvil, alimentado por pilas, que pudiese funcionar sin estar conectado a una línea telefónica?

El coche arrancó. Bajó por la calle 23 y, rodeando el monumento a Lincoln, giró a la izquierda para tomar la avenida de la Independencia, que les llevaría hasta el Tidal Basin, un recodo artificial del río Potomac en cuya orilla se encontraba el monumento a Jefferson. Tumbado en el suelo del coche, Ken veía los distintos edificios gubernamentales por los que iban pasando. Muy próximos a su destino, pasaron por delante de la Oficina de Grabados e Imprenta. Ken la había visitado en su primer año en Washington. Era donde se imprimían los billetes de banco, desde los de un dólar hasta los de cien.

—Debe de haber cientos de policías ahí dentro, vigilando todos esos billetes. ¿Por qué ninguno es capaz de ayudarme? —se preguntó a sí mismo.

Philippe llevó el coche hasta el aparcamiento e hizo bajar a Ken. Éste se movía cada vez más torpemente. Todo aquel peso encima le extenuaba. Se dirigieron hacia el monumento. Ken subió a duras penas la escalinata y, seguido de Philippe, entró en el interior del monumento, una espectacular rotonda rodeada de columnas en cuyo centro se erigía una imponente estatua de Thomas Jefferson, el tercer presidente de los Estados Unidos.

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