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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

Los cuadros del anatomista (25 page)

—Voy inmediatamente —dijo Claudio.

Al llegar a la Unidad Coronaria, todas las enfermeras estaban apiñadas alrededor de un pequeño receptor.

—¿Qué ha pasado? ¿Quién ha sido? —preguntó Claudio.

—No lo sabemos muy bien —le contestó una de ellas—. Ha ocurrido hace muy pocos minutos. Estaba en California, en Los Ángeles, y al salir del hotel alguien le ha pegado un tiro.

—¿Ha muerto?

—No lo sabemos. Claudio miró el reloj. Las tres y veinte. Aun así, decidió llamar a Ken.

Éste dormía profundamente en su casa. No cogió el teléfono hasta el cuarto o quinto timbrazo.

—¿Quién es?

—Ken. Soy Claudio. Perdona que te haya despertado pero ha ocurrido algo que creo que deberías saber.

—¿Qué ha pasado, Claudio?

—Han disparado contra Robert Kennedy.

—¿Quién? ¿Dónde? ¿Lo han matado?

—No lo sé, Ken. Me lo han dicho las enfermeras de la Unidad Coronaria. No tenemos televisión.

—Gracias, Claudio. Te veré por la mañana —dijo Ken, colgando el teléfono.

Se levantó y puso la televisión. Una escueta noticia daba cuenta del atentado, del que no se conocían detalles. Ken ya no pudo dormir más, dándole vueltas en su cabeza a las consecuencias que podían derivarse de tal acontecimiento.

Se levantó temprano para ver las noticias de las siete. Robert Kennedy acababa de ganar las primarias de California, por encima de sus rivales McCarthy y Humphrey. Exultante, había declarado su intención de ganar en la convención demócrata de Chicago para representar a su partido en las elecciones presidenciales de noviembre. Estaba lanzado. Miles de seguidores se agolpaban a las puertas del hotel donde se habían celebrado las primarias. Para evitarlos, sus escoltas le recomendaron salir por una puerta trasera. Al atravesar la cocina, un individuo le disparó varias veces a la cabeza con una pistola. Kennedy fue trasladado al hospital del Buen Samaritano, donde estaba siendo intervenido. El pronóstico era gravísimo.

Al llegar al hospital, lo primero que hizo Ken fue dirigirse a la Unidad Coronaria para agradecer a Claudio que le hubiese informado al instante del suceso.

—Y ahora ¿qué va a pasar? —le preguntó éste.

—No lo sé, pero es evidente que, con varios tiros en la cabeza, Bob Kennedy nunca podrá presentarse como candidato demócrata.

—¿Y quién queda?

—McCarthy y Humphrey.

—Y a ti, ¿quién te gusta más?

—Evidentemente, McCarthy.

—¿Por qué?

—A pesar de ser muy ambiguo, está en contra de la guerra ile Vietnam.

—¿Y Humphrey?

—Es el vicepresidente de Johnson. Obviamente, si sale elegido será una candidatura continuista. Estoy seguro de que el cabrón debe de estar muy contento hoy.

—¿Por qué?

—Había expresado en más de una ocasión que le aterrorizaba la idea de enfrentarse a un Kennedy. Y Nixon también. Su hermano ya le venció en 1960.

A lo largo del día se supo más sobre el autor de los disparos. Se trataba de un palestino de 24 años llamado Sirhan Sirhan. Al parecer, después de disparar había dicho: «Lo he hecho por mi país», lo que hizo que se especulara que su acción se debía al apoyo que Bob Kennedy había dado a Israel durante la guerra de los Seis Días. El asaltante usó una pistola calibre 22 con ocho balas. Todas ellas fueron disparadas. Tres de ellas alcanzaron a Kennedy, que se encontraba muy próximo a su agresor. Moribundo, tuvo fuerzas para preguntar si alguien más había resultado herido. En efecto, otras personas habían sido alcanzadas por las balas, aunque ninguna resultó herida de gravedad. Durante la mañana, líderes políticos de los dos partidos se deshicieron en elogios a Robert Kennedy. El presidente Johnson ordenó que todos los candidatos electorales fuesen protegidos por el Servicio Secreto. Por la tarde, la cadena de televisión ABC canceló la retransmisión de un partido de béisbol y lo sustituyó por un programa especial sobre el atentado. El prestigioso comentarista de televisión Walter Cronkite puso un toque de moderación al dirigirse a los que habían pretendido linchar a Sirhan cuando fue arrestado diciendo que éste era «presuntamente inocente hasta que se demostrase lo contrario». Ya de madrugada, Ken escuchó la noticia que no habría deseado oír: Bobby Kennedy había muerto.

El cadáver fue trasladado a Nueva York, de cuyo Estado Kennedy era senador. Tras un funeral en la catedral de San Patricio, viajó a Washington en tren para ser enterrado junto a la tumba de su hermano.

Aquel día, cuando Ken regresaba a su casa, vio a miles de personas alineadas a lo largo de las vías de tren por donde tenía que pasar el convoy fúnebre. Habían colocado monedas en los raíles para que el tren las aplastase. Un recuerdo demasiado barato para una pérdida tan cara, pensó Ken.

Capítulo 35

Jack Bolton estaba en un aprieto. Se acercaban los exámenes finales y no había estudiado nada durante el curso. Su beca como deportista en la Universidad de Georgetown podía verse comprometida si no aprobaba el curso, a pesar de que era el capitán del equipo de fútbol americano de los Hoyas, el equipo de la universidad. Quedaban tres semanas y tenía que estudiar prácticamente todas las asignaturas. Los profesores apenas le conocían, pues había asistido muy poco a clase, pero algunos ya le habían advertido de que sus impecables pases de
quarterback
no le iban a eximir de conocer las asignaturas al dedillo. Tenía que recuperar el tiempo perdido. Y dejar de salir con chicas. En lo que llevaba de año ya había tenido tres novias y le bastaría con chasquear los dedos para que nuevas candidatas se arremolinaran a su alrededor. Era el hombre más deseado del campus y él lo sabía. Pero ahora se jugaba su futuro. Una llamada le había abierto un resquicio a la esperanza. Un desconocido le había ofrecido anfetaminas, garantizándole que le mantendrían despierto para poder estudiar noches seguidas. No era partidario del dopaje pero situaciones extraordinarias requerían decisiones extraordinarias.

Y allí se encontraba, a las ocho de la tarde, en el vestuario del campo de Kehoe, escenario habitual de sus múltiples victorias.

Oyó ruido. La puerta se abrió. En el umbral apareció Jerry, el cuidador de las instalaciones.

—Jack, ¿qué haces aquí? —le preguntó.

—Estoy esperando a alguien.

—Pues tendrás que esperar en otro sitio, porque debo cerrar el vestuario.

—Por favor, Jerry, déjame esperar aquí. Tengo una cita muy importante.

—Jack. Tengo que cerrar. Si no lo hago puedo perder mi empleo.

—Ya cerraré yo. Déjame la llave y te prometo que cerraré la puerta cuando me vaya —propuso Jack.

Jerry sopesó los riesgos y accedió. No había que enemistarse con la estrella del equipo.

—Está bien, aquí está la llave. Pero devuélvemela mañana por la mañana. Tengo que abrir de nuevo a las ocho.

—Aquí estaré —dijo Jack, tomando la llave que Jerry le entregaba.

Sentado en un banco del vestuario, ensimismado en sus pensamientos, Jack no se apercibió de que la puerta se abría, enmarcando una silueta corpulenta. El desconocido se acercó a él y le puso una mano en el hombro. Jack pegó un salto.

—¿Jack Bolton?

—Sí. Soy yo. ¿Me traes eso?

—Claro, pero ya sabes que te costará una pasta.

Jack no estaba en posición de regatear.

—Tú dámelo y te pagaré lo acordado.

—Antes tenemos que hacer una prueba —dijo el desconocido agitando un frasco de píldoras ante los ojos de Jack.

—¿Qué tipo de prueba?

—Bien, tengo conocimientos médicos y sé que en ocasiones las anfetaminas pueden ser muy peligrosas si el individuo es alérgico a ellas. Incluso puede morir.

Jack se asustó. No pensaba que la pequeña ayuda farmacológica que buscaba para estudiar pudiese poner su vida en peligro.

—No te preocupes —le tranquilizó el desconocido—. Como te he dicho, tengo conocimientos médicos y te puedo hacer la prueba para descartar cualquier tipo de alergia. Quítate la camisa y túmbate en esta camilla de masaje.

Jack hizo lo que aquel hombre le pedía. Con habilidad, éste le pinchó una vena del antebrazo derecho con una fina cánula.

—Ahora te voy a inyectar una mínima dosis de anfetamina. Si eres alérgico, tendrás una reacción que será muy leve porque la dosis es muy pequeña. Si no lo eres, no te pasará nada y te daré el frasco de pastillas. Después de cobrar, claro.

Mientras hablaba, el desconocido había cargado en una jeringa varios centímetros cúbicos de una solución de un frasquito de cristal que portaba en el bolsillo.

Jack estaba entre asustado e impresionado. Realmente, parecía que aquel hombre sabía lo que se llevaba entre manos. La necesidad de solucionar el problema de los estudios se sobreponía a su miedo. Decidió dejarle hacer.

La jeringa se acopló a la cánula y la solución comenzó a correr por la vena.

—Respira hondo —oyó Jack que le decían, antes de caer profundamente dormido.

—Pobre imbécil —soltó el desconocido mientras sacaba seis ampollas del bolsillo y las cargaba en una nueva jeringa. La mitad de su contenido entró en el cuerpo de Jack—. Y ahora, a trabajar —dijo, enfundándose un par de guantes quirúrgicos y abriendo una caja de instrumental.

Seleccionó un bisturí y unas pinzas provistas de dientes. Con destreza, el desconocido realizó una incisión desde la punta del dedo índice del brazo izquierdo hasta el pliegue del codo. Provisto de unas tijeras y con ayuda de las pinzas, fue despegando la piel de los músculos subyacentes hasta dejarlos totalmente a la vista. En la palma de la mano hizo unas incisiones radiales hacia los dedos que descubrieron todos los músculos y tendones de éstos. El Anatomista prosiguió la disección hacia el codo, separando los músculos superficiales del antebrazo. El palmar mayor. El palmar menor. El flexor común de los dedos. El supinador largo. Entre éstos apareció una estructura tubular, pulsátil. La arteria radial. Tuvo mucho cuidado en no lesionarla. No quería provocar una hemorragia que le perturbara la disección. Continuó profundizando. El pronador redondo, el flexor largo del pulgar, el flexor profundo, el cubital anterior. Entre ambos, otra estructura tubular. La arteria cubital. El cuerpo humano, ¡qué maravilla! Aseguraba la supervivencia de territorios importantes con una irrigación doble. Ocurría en el cerebro con las dos carótidas y en el corazón con las dos arterias coronarias principales. De esta forma, la obstrucción o sección de una arteria no acarreaba la muerte del órgano. La mano recibía la misma consideración. Demasiado importante para perderla por un problema arterial. Ensimismado en su trabajo, El Anatomista no se apercibió de un pequeño movimiento en las piernas de Jack Bolton. Cuando los movimientos fueron en aumento, miró al desgraciado al que estaba despellejando.

—Duele, ¿eh? Pues espera, que esto no es nada. Ya verás cuando llegue al nervio —dijo, mientras le inyectaba una segunda dosis de la solución.

Jack permaneció inmóvil, respirando superficialmente, sus ojos abiertos emitiendo una mirada aterrada. La disección prosiguió en la muñeca. En el plano profundo estaba el pronador cuadrado y junto a él una estructura plana y nacarada. El nervio mediano. Al tocarlo, el verdugo miró a su víctima, de cuyos ojos salieron lágrimas de dolor. El Anatomista se recreó en los músculos lumbricales, con su aspecto de lombriz, separándolos de los huesos y tendones de la mano, uno por uno. La poca sangre que salía de la herida comenzó a tomar una coloración oscura. Jack se estaba poniendo azul.

—Voy a tener que acabar —dijo mientras inyectaba a Jack el resto del contenido de la jeringa. A los pocos segundos, éste dejó de respirar.

El Anatomista miró su obra. Estaba satisfecho. Recogió el instrumental, las jeringas y las ampollas, se quitó los guantes y lo metió todo en la bolsa que portaba. A continuación, desvistió al cadáver, tapándole los genitales con una toalla. Al salir, vio en un rincón una gruesa cuerda que se utilizaba en los entrenamientos del equipo. Una idea cruzó su mente. Cogió la cuerda y la puso alrededor del cuello del desgraciado Jack Bolton.

A la mañana siguiente, Jerry se aproximó al vestuario y vio la puerta abierta.

—Este niñato, cabrón. Me va a oír cuando lo vea —masculló.

Jerry Thomas, veterano de la guerra de Corea, creía que ya había visto todas las cosas horribles que uno puede ver en su vida. Pero se equivocaba. Lo que vio en aquel vestuario era tan horrible que le hizo vomitar los huevos revueltos que se había tomado en el desayuno.

Capítulo 36

EL coche de policía se desplazaba a toda velocidad por Reservoir Road. En su interior, Ken no las tenía todas consigo. El conductor corría demasiado pero se abstuvo de hacerle ningún comentario. No tenía ni idea de adonde se dirigían. Nada más llegar al hospital, el coche le había recogido. El policía le conminó a subir.

—Dice el teniente Lyons que traiga su máquina de fotos —añadió.

Al llegar a las instalaciones deportivas de la Universidad de Georgetown, el coche giró a la izquierda y penetró por una de las puertas de la valla que las rodeaba. Se dirigieron hacia un edificio frente al cual había dos coches más de policía estacionados. Eran los vestuarios del campo de fútbol. El policía le guió hacia su interior. La escena le puso la carne de gallina.

—Pasa, Ken. Nuestro amigo ha vuelto a actuar. ¿Te importaría tomar una foto? —le saludó el teniente Lyons.

Todavía temblando por la visión, Ken disparó su máquina Polaroid. A los treinta segundos pudo ver el resultado. Esta vez no tendría que llamar a su padre, pues conocía la escena perfectamente. Era, sin duda, el cuadro más famoso sobre un tema médico. Encima de una camilla de masaje había un individuo desnudo. Tan sólo una toalla tapaba sus genitales. Estaba muerto. Alrededor de él estaban el teniente Lyons y un agente tomando notas en un bloc. Un segundo agente, un individuo barbudo que llevaba un sombrero, tocaba con su bolígrafo el antebrazo izquierdo del cadáver. Otro policía y un hombre que vestía un mono de trabajo completaban el cuadro. Lo horroroso era que tanto la mano como el antebrazo tenían la piel arrancada, dejando todos los músculos y tendones al descubierto. ¡Era una copia fiel de
La lección de anatomía
de Rembrandt!

—Ken, a este hombre lo han despellejado —dijo Lyons.

Ken se acercó con prevención. El bolígrafo del agente levantó un tendón y los dedos del muerto se flexionaron grotescamente.

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