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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (95 page)

BOOK: Lo que el viento se llevó
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—Sí.

Ahora que se había pronunciado la repugnante palabra, ella se sintió más aliviada, y su esperanza renació. El había dicho «yo le doy». Había en los ojos de Rhett una reflejo diabólico, como si algo le divirtiese en extremo.

—Y, sin embargo, cuando yo tuve la desfachatez de hacerle la misma proposición, usted me arrojó de su casa. Y me llamó no sé cuántas cosas feas, y mencionó, de paso, que no quería tener «una colección de crios». No, querida, no es que quiera vengarme ahora. Pero es que me admiran las peculiaridades de su modo de pensar. No lo hubiera hecho usted por gusto, pero lo hace para librarse de la miseria. Eso prueba mi tesis de que la virtud es sólo una cuestión de precio.

—¡Oh, Rhett, cuánto habla usted! Si quiere insultarme, insúlteme; pero déme el dinero.

Respiraba ya mejor. Siendo Rhett lo que era, querría, naturalmente, atormentarla e insultarla todo lo que pudiese, para vengarse de los desprecios pasados y de la reciente tentativa de engaño. Bueno, podía aguantarlo. Podía aguantar cualquier cosa. Tara lo valía. Por un brevísimo instante, se vio en pleno verano, bajo el azulado cielo de la tarde, recostada perezosamente sobre la espesa hierba de la pradera de Tara, contemplando cómo flotaban las nubéculas, con la fragancia de las blancas flores halagándole el olfato y con el suave zumbido de las abejas en sus oídos. Toda la quietud de la tarde, sin otro rumor que el producido por el lejano ruido de los carros que volvían de los rojizos campos. Tara lo valía todo y más aún.

Su cabeza se irguió.

—¿Va usted a darme ese dinero?

Parecía como si él se estuviese divirtiendo. Cuando habló, había en su voz una brutalidad tranquila.

—No, no se lo doy —dijo.

Por un momento, la mente de Scarlett fue incapaz de comprender tales palabras.

—No podría dárselo aunque quisiese. No llevo encima ni un centavo. No tengo ni un dólar en Atlanta. Poseo algún dinero, sí; pero no aquí. No digo ni cuánto ni dónde. Pero, si tratase de girar una letra, los yanquis saltarían sobre mí como un pato sobre un insecto, y ni usted ni yo lo cobraríamos. ¿Qué le parece?

El rostro de Scarlett se volvió de un tinte verdoso, manchas pecosas aparecieron sobre su nariz, y su deformada boca recordó la de Gerald cuando se enfurecía. Se puso en pie de un salto, con un grito incoherente que hizo cesar repentinamente el sonido de voces en la habitación contigua. Veloz como una pantera, Rhett estaba ya a su lado, poniendo su pesada mano sobre la boca de ella y agarrándola fuertemente con el otro brazo por la cintura. Scarlett luchó contra él como una loca, tratando de morderle la mano, de gritar su rabia, su desesperación, su odio, el tormento de su orgullo humillado. Se dobló y se retorció contra aquel brazo de hierro, con el corazón a punto de estallar; el apretado corsé le impedía casi respirar. El la sujetaba tan estrecha y duramente que le hacía daño, y la mano que tapaba su boca oprimía cruelmente sus mandíbulas. Bajo la tez bronceada por el sol, el rostro de Rhett se había quedado pálido, casi blanco, y sus ojos tenían una expresión dura y ansiosa cuando la levantó completamente, la apretó contra su pecho y se sentó en la silla, sujetándola sobre sus rodillas a pesar de todos los esfuerzos de Scarlett.

—¡Querida, por Dios! ¡Cállese! ¡No chille! Si la oyen, correrán todos aquí en seguida. Cálmese. ¿Quiere usted que los yanquis la vean así?

Ya no le importaba quién podría verla. No le importaba nada, a no ser el feroz deseo de matarlo; pero el aturdimiento se apoderaba de ella. No podía respirar, él la asfixiaba, su corsé era como una opresora faja de acero; sentir los brazos de Rhett en derredor de su cuerpo la hacía agitarse con impotente odio y furia. Muy pronto, la voz de él pareció apagarse, y el rostro que se inclinaba sobre el suyo comenzó a girar entre una niebla que la mareaba y que se hacía más densa y más densa hasta que ya no pudo verle..., no pudo ver absolutamente nada.

Cuando comenzó a hacer débiles gestos al ir recobrando el conocimiento, se sintió completamente débil, agotada, aturdida. Estaba recostada sobre la silla, sin su capota, y Rhett le daba golpecitos en las muñecas mientras sus negros ojos escrutaban ansiosamente su rostro. El capitán joven y amable trataba de verter una copa de coñac en su boca, y el líquido le chorreaba por el cuello. Los demás oficiales se movían en derredor suyo cuchicheando y agitando las manos.

—¿Me... me he desmayado? —dijo. Y su voz le sonaba tan lejana que se asustó.

—Bebe esto —repuso Rhett cogiendo la copa y empujándola contra sus labios.

Ahora Scarlett lo recordaba ya todo vagamente; le dirigió una débil mirada de odio, pero estaba demasiado exhausta para sentir ira. —Anda, hazlo por mí.

Scarlett se atragantó y tosió, pero él le acercó nuevamente la copa a los labios. Scarlett la apuró de un trago, y el caliente líquido le quemó repentinamente la garganta.

—Creo que ya está algo mejor ahora, señores —dijo Rhett—, y les doy a ustedes las gracias. Al saber que me iban a ejecutar, no ha podido soportarlo.

El grupo de uniformes azules movió los pies y pareció algo embarazado. Después de emitir varios carraspeos para despejarse la garganta, fueron saliendo. El joven capitán se detuvo en el quicio de la puerta.

—¿Puedo ser útil en alguna otra cosa?

—No, muchas gracias.

Salió, cerrando la puerta tras él.

—Beba otro sorbo —dijo Rhett.

—No. —Bébalo.

Tomó otro sorbo, y el calor comenzó a propagarse por todo su cuerpo, y sus temblorosas piernas empezaron a recobrar las fuerzas. Rechazó la copa que Rhett aún le tendía y trató de levantarse; pero él la empujó hacia atrás.

—No me toque. Me voy.

—Todavía no. Aguarde un minuto. Podría desmayarse otra vez.

—Prefiero desmayarme por el camino que aquí ante usted.

—No me importa, pero no quiero que se desmaye en la calle.

—Déjeme. Le detesto.

Una leve sonrisa reapareció en el rostro de Rhett.

—Eso es ya más propio de usted. Es prueba de que se siente mejor.

Permaneció quieta y tranquila por un momento, tratando de que la cólera la ayudase, tratando de buscar fuerzas. Pero estaba demasiado fatigada. Demasiado exhausta para odiar o para que nada la preocupase. La derrota pesaba en su ánimo como plomo. Había apostado en ese juego todo lo que tenía, y había perdido. Ni siquiera orgullo le quedaba ya. Éste era el final de sus esperanzas. Éste era el final de Tara, el final de todo. Durante largos instantes quedó recostada, con los ojos cerrados, escuchando la ruidosa respiración de Rhett muy cerca de ella, y el efecto del coñac se acentuó gradualmente, proporcionándole fuerza y calor de un modo artificial. Cuando por fin abrió los ojos y vio su cara casi junto a la suya, la cólera resurgió. Y, cuando Scarlett frunció el ceño aproximando sus cejas oblicuas, la sempiterna sonrisa burlona de Rhett volvió también.

—Ahora sí que está usted mejor. Lo veo por lo furioso de su expresión.

—Claro que estoy mejor. Rhett Butler, es usted odioso, la bestia más repugnante que he conocido. Sabía usted muy bien lo que yo iba a decirle tan pronto como empecé a hablar, y sabía que no iba a darme el dinero. Y, no obstante, me dejó usted continuar. Podía usted haberme evitado...

—¿Evitado que hablase y perderme el oír todo lo demás? De ninguna manera. Tengo aquí muy pocas distracciones. No recuerdo haber oído nunca nada tan lisonjero para mí.

Se rió con aquella súbita risa sarcàstica que tenía a veces. Al escucharla, ella saltó sobre sus pies y agarró la capota de un tirón.

Él la cogió por los hombros inmediatamente.

—Todavía no. ¿Se siente lo suficientemente bien para que hablemos con sentido común?

—Déjeme marchar.

—Está ya bien, por lo que veo. Ahora dígame una cosa. ¿Era yo la única perspectiva que tenía usted a la vista? Sus ojos eran penetrantes y permanecían atentos, vigilando todos los movimientos de sus facciones. —¿Qué quiere usted decir? —¿Era yo el único hombre con quien pensaba usted intentar ese plan?

—¿Le importa a usted algo?

—Más de lo que se figura. ¿Tiene otros hombres a la vista? ¡Dígame! —No.

—Es increíble. No puedo imaginarla sin cinco o seis más en reserva. Seguramente saldrá alguien que acepte su interesante proposición. Estoy tan seguro de ello, que quiero darle un modesto consejo. —No necesito sus consejos.

—No obstante, se lo daré. Consejos son la única cosa que puedo darle por ahora. Escúcheme, porque es un buen consejo. Cuando quiera conseguir algo de un hombre, no se lo espete de pronto, como hizo usted conmigo. Procure ser más sutil, más seductora. Da mejores resultados. Antes sabía usted hacerlo a la perfección. Pero ahora, cuando me ofreció la... la «garantía» por mi dinero, parecía un enemigo irreconciliable. He visto ojos como los suyos por encima de una pistola de duelo, a veinte pasos, y no son muy agradables. No despiertan el menor ardor en un pecho masculino. Ésa no es la manera de tratar con los hombres. Está usted olvidando todo su entrenamiento.

—No necesito que me diga usted cómo debo comportarme —dijo ella. Y cansadamente se puso el sombrero.

Se admiraba de que él pudiese bromear tan alegremente teniendo una cuerda casi alrededor del cuello y conociendo ya las patéticas circunstancias en que ella se encontraba. Ni siquiera observó que Rhett había hundido los puños en los bolsillos y los crispaba con rabia ante su propia impotencia.

—Hay que animarse —dijo él mientras Scarlett se anudaba las cintas de la capota—. Puede usted asistir a la ceremonia cuando me ahorquen, y se sentirá vengada y consolada. Y la compensaré de todas mis deudas con usted... incluso de ésta. La mencionaré en mi testamento.

—Gracias, pero quizá cuando lo ahorquen será demasiado tarde para pagar la contribución —dijo ella con una malevolencia igual a la suya, sólo que más sincera.

35

Estaba lloviendo cuando salió del edificio, y el cielo tenía un sucio y mate color de esmeril. Los soldados, en la
plaza,
habían buscado refugio en sus barracas, y las calles estaban desiertas. No había vehículo alguno a la vista, y Scarlett comprendió que tendría que efectuar a pie el largo trayecto hasta su casa.

El efecto del coñac se disipaba conforme proseguía su caminata. El frío viento la hacía estremecerse y las heladas gotas parecían penetrar como puntas de agujas en su cara. La lluvia no tardó en calar la fina capa de tía Pitty, formando espesos pliegues mojados sobre su cuerpo. Sabía que el vestido de terciopelo iba a quedar hecho un guiñapo y, en cuanto a las plumas de gallo del sombrero, estaban ya tan caídas y despeinadas como cuando su verdadero propietario las ostentaba en el encharcado gallinero de Tara. Los ladrillos de las aceras estaban rotos o bien habían desaparecido completamente. En esos trozos, el barro le llegaba hasta el tobillo y los zapatitos de Scarlett se quedaban pegados en él como sí fuese goma, hasta desprendérsele de los pies. Y cada vez que se inclinaba para ponérselos de nuevo el borde de su falda se metía en el barrizal. Ni siquiera trataba ya de evitar los charcos, sino que pasaba por ellos resignadamente, arrastrando tras ella la pesada falda. Sentía cómo el refajo y los largos pantalones, empapados también, se le agarraban a los tobillos, pero ya no le importaba dejar inservibles las ropas en las que tantas esperanzas había cifrado. Estaba helada, descorazonada y desesperada.

¿Cómo podía regresar a Tara y verse con los suyos después de sus optimistas promesas? ¿Cómo decirles que todos tenían que irse adonde pudiesen? ¿Cómo podría dejarlo todo, los rojos campos, los altos pinos, las oscuras tierras de fondo pantanoso, el silencioso y pequeño cementerio en donde yacía enterrada Ellen a la sombra de los cedros?

El odio que sentía por Rhett abrasaba su corazón mientras avanzaba con esfuerzo por el resbaloso camino. ¡Qué ser más despreciable era! Esperaba de corazón que lo ahorcasen, para no tener que encontrarse nunca frente a frente con quien había presenciado su vergüenza y su humillación. Claro está que él hubiera podido sacar el dinero si hubiese querido. ¡Oh, ahorcarlo era poco! Gracias a Dios, no podía verla ahora, con los vestidos chorreando, el pelo deshecho en mechones y castañeteando los dientes. ¡Qué horrible debía de estar, y cómo se hubiera reído él!

Los negros junto a quienes pasaba le dirigían insolentes sonrisas y se reían entre ellos después, mientras ella tropezaba y resbalaba en el lodo, deteniéndose con fatigosa respiración para calzarse nuevamente el zapato. ¿Cómo osaban reírse esos negros simios? ¿Cómo se atrevían a mirar insolentemente a Scarlett O'Hara, de Tara? Habría de vivir lo bastante para verlos azotados hasta que la sangre corriese por sus espaldas. ¡Qué seres absurdos eran los yanquis al dejarlos libres para que tomaran chacota a los blancos!

Conforme descendía la calle Washington, la perspectiva se hacía tan desolada como su propio corazón. Nada había en ella de la animación y alegría que había observado en la calle Peachtree. Muchas bellas casas se levantaban antes en la calle Washington pero pocas estaban reconstruidas ahora. Ahumados cimientos y solitarias chimeneas negras (conocidas por el nombre de «centinelas de Sherman») aparecían con desoladora frecuencia. Senderos en los que ya crecía la hierba conducían a lo que habían sido magníficas mansiones, a viejos jardincillos que Scarlett conocía tan bien, cubiertos ahora de hierbas secas, a peldaños para subir a los carruajes que ostentaban nombres tan familiares para ella, a postes para atar los caballos que jamás volverían a sentir el abrazo de las riendas. Viento frío y lluvia, barro y árboles desnudos, silencio y desolación. ¡Qué mojados tenía ahora ella los pies y qué interminable era el camino hasta su casa!

Oyó un chapoteo de cascos equinos tras ella y se apartó un poco en la estrecha acera para evitar más salpicaduras de barro sobre la capa de tía Pittypat. Un cochecillo de dos asientos tirado por un caballo ascendía lentamente la calle. Se volvió para mirarlo, resuelta a rogar que la llevasen si la persona que conducía era blanca. La lluvia le enturbiaba la visión cuando el cochecillo la alcanzó, pero observó que el conductor atisbaba por encima de la lona encerada que se extendía desde el tablero del pescante hasta su barbilla. Había algo familiar en esa cara, y, cuando ella se detuvo y avanzó hacia el centro de la calle para verlo de más cerca, el hombre tosió con cierto embarazo y una voz muy conocida exclamó con acento de júbilo y de asombro: —¡No me diga que es la señora Scarlett!

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