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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (92 page)

BOOK: Lo que el viento se llevó
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—La señora Scarlett me parece que está fatigada. Sería mejor que fuese a acostarse.

—Sí, estoy cansada —dijo Scarlett, levantándose y dirigiendo a Mamita una mirada infantil y suplicante—, y me temo, además, que he cogido un constipado. Tía Pitty, ¿no le importaría que mañana me quedase en cama y no fuese a hacer visitas con usted? Puedo hacerlas cualquier otro día, y tengo muchos deseos de asistir a la boda de Fanny mañana. Y si el constipado se agrava no voy a poder ir. Un día en cama sería una cura maravillosa.

La mirada de Mamita se llenó de inquietud al tocar las manos de Scarlett y ver su fisonomía. No parecía estar bien, ciertamente: la excitación de su mente se había calmado de golpe, dejándola pálida y temblorosa.

—Su mano está como el hielo, niña. Venga usted a la cama y yo le prepararé una infusión de hierbas y le pondrá un ladrillo caliente a los pies para hacerla sudar.

—¡Qué desconsiderada he sido! —exclamó la gruesa anciana saltando de la silla y dando palmaditas sobre el brazo de Scarlett—. Yo, habla que te habla, sin pensar en nada. Nena, quédate mañana en la cama todo el día, y descansa; y charlaremos después... ¡Ay, querida, no podré estar contigo! He prometido ir a cuidar mañana a la señora Bonnell. Tiene la gripe, y su cocinera también. Mamita, me alegro de que estés aquí. Así podrás venir conmigo por la mañana y ayudarme.

Mamita se dio prisa en llevar a Scarlett escaleras arriba, murmurando frases sobre las manos frías y los zapatos finos, y Scarlett parecía sumisa y resignada. ¡Si pudiese siquiera calmar las sospechas de Mamita y procurar que no estuviese en la casa el día siguiente, todo iría bien! Podría entonces ir a la cárcel y ver a Rhett. Mientras subía lentamente la escalera, comenzó a sonar un distante fragor de truenos, y, al detenerse en el jamás olvidado rellano, pensó en lo mucho que se parecía aquel ruido a los cañonazos del sitio de la ciudad. Se estremeció. Durante toda su vida los truenos habrían de evocar en ella el cañón y la guerra.

34

El sol brilló, intermitente, a la mañana siguiente. El fuerte viento que empujaba, veloces, las oscuras nubes sobre el disco solar, hacía retemblar los vidrios de las ventanas y gemía débilmente alrededor de la casa. Scarlett rezó una breve oración de gracias al notar que había cesado la lluvia de la noche anterior, porque había estado escuchándola toda la noche y pensando que esa lluvia supondría la total ruina de su vestido de terciopelo y de su sombrero. Ahora que podía contemplar breves rachas de sol, su ánimo se elevó considerablemente. Le era difícil permanecer en la cama y aparentar languidez, y fingir molestias de garganta hasta que tía Pitty, Mamita y Peter se marchasen y estuviesen ya a medio camino de la casa de la señora Bonnell. Cuando, finalmente, la verja delantera se hubo cerrado con un golpe y ella se quedó sola en la casa, sin otra compañía que la cocinera que estaba cantando en la cocina, saltó de la cama y sacó del armario sus ropas de gala.

El sueño la había refrescado y fortalecido, y del frío fondo de su corazón extrajo nueva bravura. Había algo en una contienda de inteligencia con un hombre, con cualquier hombre, algo que le picaba en el amor propio. Y, después de tantos meses de batalla contra desalentadores obstáculos, ahora se enfrentaba por lo menos con un adversario concreto al que podía derribar con las armas que ella poseía, y esta idea le daba una sensación de brío.

Era difícil vestirse sin auxilio ajeno, pero lo consiguió al fin, y, poniéndose la linda capota con sus coquetonas plumas, corrió al cuarto de tía Pitty para contemplarse en el alto espejo: ¡qué bonita estaba! Las plumas de gallo le daban un aire agresivo, y el verde mate del sombrero prestaba mayor brillo a sus ojos, que ahora parecían casi del color de la esmeralda. Y el vestido era incomparable, de aspecto lujoso y bello, y, sin embargo, digno. ¡Era tan agradable ponerse otra vez un lindo vestido! Era tan halagüeño saber que estaba bonita y provocativa, que se inclinó hacia delante y besó su propia imagen en el espejo, riéndose en seguida de su puerilidad. Cogió el mantón de Ellen para echarlo sobre los hombros. Los apagados colores del ya desteñido mantón producían un feo contraste con el vestido verde musgo y le daban un aire pobretón.

Abriendo, pues, el armario de tía Pitty, sacó de allí una capa de paño negro, una prenda que Pitty sólo utilizaba los domingos, y se la puso. Colocó en sus perforadas orejas las arracadas de diamantes que trajera de Tara y meneó la cabeza de un lado para otro para apreciar el efecto. Los pendientes originaban pequeños tintineos que le parecieron muy satisfactorios, y pensó que tendría que acordarse de sacudir la cabeza con frecuencia cuando estuviese sola con Rhett. Los pendientes saltarines siempre atraían a los hombres y daban a las chicas un aire de animación.

¡Qué lástima que tía Pitty no tuviese más guantes que los que ahora llevaba puestos sobre sus manos regordetas! Ninguna mujer podía realmente sentirse una dama sin llevar guantes, pero Scarlett no había poseído otro par desde que salió de Atlanta. Y los largos meses de labor en Tara había estropeado sus manos de tal modo que estaban ahora muy lejos de ser bonitas. Cogería el pequeño manguito de nutria de la tía y ocultaría en él las manos. A Scarlett le pareció que el manguito completaría su apariencia de elegancia. Nadie que la viese ahora podría sospechar que sus hombros iban cargados con el peso de la pobreza y la necesidad.

Era muy importante que Rhett no barruntase nada... Debía creer que sólo un sentimiento de ternura la impulsaba a visitarle.

Bajó de puntillas las escaleras y salió de la casa, mientras la cocinera cantaba a grito pelado en la cocina. Se apresuró a descender la calle Baker, para evitar los inquisidores ojos de las casas vecinas, y se sentó en un poyo de la calle Ivy, frente a una casa quemada, para aguardar a que pasase algún coche o carro que la pudiese llevar. El sol brillaba y se ocultaba detrás de las presurosas nubes, iluminando la calle con falsos resplandores que no daban calor alguno, y el viento jugaba entre el encaje de los largos pantalones de Scarlett. Hacía más frío del que ella había supuesto, y se arropó temblorosa e impaciente en la capa de tía Pittypat. Cuando ya se preparaba a recorrer a pie el largo trayecto a través de la ciudad hasta el campamento yanqui, apareció un carro destartalado. Sobre él iba una vieja con el labio manchado de rapé y un rostro curtido por el viento que asomaba bajo el descolorido sombrero de paja. Guiaba una mula vieja y tropezona. Iba en dirección al Ayuntamiento y, aunque no de buena gana, se prestó a llevar a Scarlett. Pero era obvio que el vestido, el sombrero y el manguito no le producían un efecto muy favorable.

«Cree que soy una cualquiera —pensó Scarlett—. Y acaso tenga razón.»

Cuando llegaron finalmente a la plaza y surgió la blanca cúpula del Ayuntamiento, la joven dio las gracias, saltó del carro y aguardó a que la campesina se alejase un poco. Mirando cuidadosamente en derredor suyo para asegurarse de que no la observaban, se pellizcó las mejillas para darles color y se mordió los labios hasta que le dolieron, para hacerlos enrojecer. Se reajustó el sombrerito, se alisó los cabellos y echó un vistazo por la plaza. El edificio municipal de ladrillo rojo y de dos pisos de altura había sobrevivido a la quema de la ciudad. Pero parecía abandonado y descuidado bajo aquel cielo gris. Rodeando completamente el edificio y cubriendo el rectángulo de terreno del cual éste era centro se levantaban hileras tras hileras de barracas militares, feas y salpicadas de barro. Los soldados yanquis deambulaban por todas partes, y Scarlett los miró con algo de incertidumbre. Ahora le flaqueaba el valor. ¿Qué haría para encontrar a Rhett en pleno campo enemigo?

Miró calle abajo hacia el cuartel de bomberos, y vio que las amplias puertas rematadas por un arco estaban cerradas y valladas y que dos centinelas iban y venían a lo largo de ambos costados del edificio. Allí estaba Rhett. Pero ¿qué diría a los soldados yanquis? ¿Y qué le dirían a ella? Enderezó la espalda con gallardía. Si no había tenido miedo de matar a un soldado yanqui, no podía tener miedo a hablar con otro de ellos.

Fue caminando cuidadosamente sobre las piedras que sobresalían entre el lodo de la calle y avanzó hasta llegar ante un centinela con el capote azul abotonado para protegerse del viento, que la detuvo.

—¿Qué desea, señora?

Su voz tenía un extraño acento nasal del centro-oeste, pero era cortés y respetuosa.

—Quisiera ver a una persona que está ahí dentro..., un prisionero.

—No sé —contestó el centinela rascándose la cabeza—. Ponen muchas dificultades a las visitas y... —Se interrumpió y la miró a la cara con atención—. ¡Por Dios, señora, no llore usted! Vaya al puesto de guardia y pregunte a los oficiales. Apostaría algo a que la dejan entrar.

Scarlett, que no tenía intención alguna de llorar, le dirigió la más agradecida de las sonrisas. El hombre se volvió hacia otro centinela que paseaba lentamente.

—¡Eh, Bill, ven aquí!

El segundo centinela, un hombretón arrebujado en un capote azul del que sobresalían unas negras barbazas, cruzó el barro hasta ellos.

—Acompaña a esta señora hasta el cuerpo de guardia. Scarlett le dio las gracias y siguió al centinela.

—Tenga cuidado de no torcerse un pie en esas piedras —dijo el soldado, cogiéndola por el brazo—. Y vale más que se recoja un poco la falda para no mancharse.

La voz que surgía de entre las barbas tenía el mismo acento nasal, pero era amable y grata, y su mano también firme y respetuosa. ¡Así que los yanquis no eran tan atroces después de todo!

—Hace un día muy frío para que salgan de casa las señoras —dijo su acompañante—. ¿Viene usted de muy lejos?

—¡Oh, sí, del otro extremo de la ciudad! —replicó ella, tranquilizada por la amabilidad de su voz.

—No hace un tiempo adecuado para que las señoras anden por ahí —insistió el soldado, con reproche—. Hay mucha gripe... Aquí está el puesto del comandante, señora. ¿Qué le pasa?

—Esta casa..., esta casa ¿es el cuartel general?

Scarlett miró de arriba abajo el bello edificio que había frente a la
plaza,
y sintió ganas de llorar. ¡Había asistido a tantas fiestas allí durante la guerra! Había sido entonces un lugar alegre y simpático, ¡y ahora una gran bandera de Estados Unidos ondeaba sobre él!

—¿Qué le pasa?

—Nada. Sólo que... yo conocía a los que vivían aquí.

—Es una lástima. Supongo que no reconocerían su casa si la viesen ahora, porque ciertamente ha variado por dentro. Entre usted, señora, y pregunte por el capitán.

Scarlett subió los escalones apoyándose en la rota barandilla, y empujó la puerta. El vestíbulo estaba oscuro y frío como una tumba, y un aterido centinela se apoyaba contra las cerradas puertas de corredera de lo que había sido, en días anteriores, el comedor.

—Deseo ver al capitán —dijo Scarlett.

El soldado abrió las puertas y ella entró en la habitación con el corazón palpitante y el rostro enrojecido por la vergüenza y la excitación. Había en la estancia un olor casi asfixiante formado por el humo de la lumbre y el del tabaco, el cuero, los mojados uniformes de lana y los cuerpos sin lavar. Ella tuvo una confusa impresión de paredes desnudas cubiertas de rasgado papel, de hileras de capotes azules y sombreros flexibles que colgaban de clavos en la pared, de un fuego chisporroteante y de un grupo de oficiales con uniforme azul de botones dorados.

Procuró aclararse la voz. No debía mostrar a esos yanquis que tenía miedo. Debía aparecer ante ellos tan bonita como natural.

—¿El capitán?

—Yo soy uno de los capitanes —dijo un hombre grueso que llevaba la guerrera desabrochada. —Quisiera ver a un preso. Al capitán Rhett Butler. —¿Otra vez a Butler? ¡Es un hombre muy popular! —exclamó el capitán quitándose de la boca un masticado cigarro—. ¿Es usted pariente suyo, señora?

—Sí..., sí..., su hermana... El gordo se rió otra vez.

—Debe de tener muchas hermanas. Una de ellas estuvo ayer aquí. Scarlett se sonrojó. ¡Alguna de esas mujeres con las que Rhett trataba; probablemente la Watling! Y estos yanquis creían que ella era otra por el estilo. Era inaguantable. Ni siquiera por salvar a Tara se quedaría allí un minuto más si había de ser insultada. Giró hacia la puerta y asió con cólera el picaporte, pero otro oficial se puso prontamente a su lado. Era joven, iba bien afeitado y tenía unos ojos juveniles, sonrientes y amables.

—Un instante, señora. ¿No quiere sentarse aquí, junto a la lumbre? Aquí no se siente frío. Voy a ver lo que se puede hacer. ¿Cómo se llama usted? El preso rehusó ver a la... la señora que vino a verle ayer. Scarlett se sentó en la silla que le ofrecieron, mirando airada al derrotado capitán grueso, y dio su nombre. El simpático joven se echó el capote encima y salió de la habitación. Los otros se agruparon al otro extremo de la mesa, en donde hablaron en voz baja hojeando papeles. Ella extendió los pies con elegancia hacia la lumbre, percatándose entonces de lo fríos que estaban y lamentando no haber puesto un pedazo de cartón para tapar el agujero en la suela de uno de los zapatos. A poco, se oyeron murmullos de voces al otro lado de la puerta, y sonó la risa de Rhett. Se abrió la puerta, una corriente de aire frío barrió la estancia y apareció Rhett, sin sombrero, con una capa echada descuidadamente sobre los hombros. Estaba sucio y sin afeitar y no llevaba corbata, pero se mostraba altanero como siempre, a pesar de su desaliño, y sus vivos ojos oscuros parecieron saltar gozosamente al verla.

—¡Scarlett!

Tomó entre las suyas ambas manos de la joven. Como siempre, había algo cálido, vital y fortalecedor en su simple apretón de manos. Antes de que Scarlett se diese cuenta, él se había inclinado y la había besado en la mejilla, haciéndole cosquillas con el bigote. Al sentir el sorprendido movimiento que ella hizo para separarse, Rhett dijo: «¡Mi querida hermana!», y la miró sonriente, como si disfrutase de la impotencia de ella para eludir su caricia. Scarlett no pudo por menos que reírse al ver cómo se aprovechaba él de las circunstancias. ¡Qué pillo era! La cárcel no le había cambiado ni un ápice.

El capitán obeso murmuraba al oficial de ojos humorísticos:

—Esto no está permitido. Debía haberse quedado en el cuartel. Ya conoces las órdenes. —¡Oh, por amor de Dios, Henry! La señora se helaría en ese cobertizo.

—Bueno, bueno. Queda bajo tu responsabilidad.

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