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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (14 page)

—Nadie tiene el talle tan fino como mi angelito —dijo Mamita, satisfecha—. Cada vez que aprieto el de la señorita Suellen más de los cincuenta centímetros se desmaya.

—¡Uff! —hizo Scarlett, respirando con dificultad—. Yo no me he desmayado en mi vida.

—¡Bah! No es nada malo desmayarse de vez en cuando —prosiguió Mamita—. La verdad es que no queda bonito que usted soporte la vista de serpientes y ratones. Todavía, ahora en casa, pase: pero cuando está con gente... Le he dicho mil veces...

—¡Oh, basta! No hables tanto. Ya verás cómo encuentro marido sin necesidad de gritar ni de desmayarme. ¡Dios mío, qué apretado tengo el corsé! Abróchame el vestido.

Mamita abrochó cuidadosamente los doce metros de muselina verde floreada sobre el corpino y abotonó la espalda de la escotada basquina.

—Póngase el chai mientras haga sol; y no se quite el sombrero aunque tenga calor —impuso Mamita—. Si no, volverá a casa más morena que la vieja Slattery. Y ahora coma, tesoro, pero no muy de prisa.

Scarlett se sentó, obediente, ante la bandeja, pensando si le sería posible meter algo en el estómago y que le quedase aún el suficiente espacio para respirar. Mamita sacó del armario una gran servilleta y la anudó alrededor del cuello de la joven, estirándola hasta las rodillas. Scarlett empezó por el jamón, que era de su agrado, y lo engulló.

—Ojalá estuviera casada —dijo tristemente, mientras
atacaba
las batatas—. Estoy cansada de tener que fingir; harta de aparentar que como menos que un pájaro y de andar cuando tengo ganas de correr, y de decir que me da vueltas la cabeza al terminar un vals, cuando bailaría dos días seguidos sin cansarme. Estoy harta de decir «eres extraordinario» a unos imbéciles que no tienen ni la mitad de inteligencia que yo y de fingir que no sé nada para que los hombres puedan decirme majaderías y se crean importantes... Ya no puedo tragar un bocado más.

—Pruebe una tostadita caliente. —Mamita era inexorable.

—¿Por qué tendrá una muchacha que parecer tonta para encontrar marido?

—Creo que los jóvenes no saben lo que quieren. Saben sólo lo que creen querer. Y si les dan lo que creen querer, las señoritas se evitan una porción de malos ratos y el peligro de quedarse solteras. Ellos creen querer a señoritas estúpidas que tienen gustos de pajarillo. Yo pienso que un caballero no escogería por esposa a una mujer que tuviese más inteligencia que él.

—¿No crees que muchos hombres se quedan sorprendidos después de casados al darse cuenta de que sus mujeres son más listas que ellos?

—Entonces es demasiado tarde. Ya están casados.

—Un día voy a hacer y decir lo que me parezca; y si a la gente no le gusta me tendrá sin cuidado.

—No lo hará usted —dijo gravemente Mamita—. Al menos mientras yo viva. Cómase la tostada; mójela en la miel.

—No creo que las muchachas yanquis hagan tales tonterías. Cuando estuvimos en Saratoga, el año pasado, vi que muchas de ellas se portaban como si fuesen inteligentes, aun delante de los hombres.

Mamita soltó una risa burlona.

—¡Muchachas yanquis! Puede ser que hablen como usted dice, pero no sé que les hagan muchas proposiciones matrimoniales en Saratoga.

—Pero las yanquis se casan —argüyó Scarlett—. Se casan y tienen hijos. Hay muchas así.

—Los hombres se casan con ellas por el dinero —replicó Mamita resueltamente.

Scarlett mojó la tostada en la miel y se la llevó a la boca. Quizá llevara razón Mamita en lo que decía. Debía ser así, porque Ellen decía lo mismo, aunque con palabras distintas y más delicadas. En realidad, las madres de todas sus amigas inculcaban a sus hijas la necesidad de ser unas criaturas frágiles, mimosas, con ojos de cierva, y muchas cultivaban con cierta inteligencia semejante actitud. Quizás ella fuera demasiado impetuosa. En varias ocasiones había discutido con Ashley, sosteniendo con franqueza sus opiniones. Quizá la sana alegría que experimentaba paseando y montando a caballo le habían alejado de ella, haciéndole volver a la frágil Melanie. Quizá si cambiase de táctica. Pensó que si Ashley sucumbiera ante aquellas premeditadas artimañas femeninas, no le respetaría ya como le había respetado hasta ahora. Un hombre que se dejaba impresionar por una sonrisa tonta y seducir por un «¡oh, eres extraordinario!», no podía ser respetado. Aunque parecía que a todos les gustaba esto.

Si ella hubiera usado una táctica equivocada con Ashley, en el pasado... Bueno, lo pasado, pasado estaba. Hoy emplearía otra táctica, la buena. Le quería y tenía muy pocas horas para conseguirlo. Si desmayarse o fingir debilidad era el truco, entonces lo usaría. Si sonreír tontamente y coquetear demostrando poca cabeza eran cosas que le atraían, coquetearía complacida y sería tan alocada como Cathleen Calvert. Y si era necesario adoptar otras medidas, las tomaría. ¡Hoy era el día!

Nadie le había dicho a Scarlett que su personalidad, su aterradora vitalidad, eran más atrayentes que cualquier ficción que pudiese intentar. Si se lo hubiesen dicho, se habría sentido complacida, pero no lo hubiera creído, como tampoco lo hubiera creído la sociedad de que formaba parte, porque nunca antes o después de entonces la naturalidad femenina había sido tan poco apreciada.

Mientras el coche la llevaba por la rojiza carretera hacia la plantación de los Wilkes, Scarlett experimentó una sensación de alegría culpable, porque ni su madre ni Mamita asistirían a la reunión. En la barbacoa no habría nadie que, levantando delicadamente las cejas o sacando el labio inferior, se entrometiera en su plan de acción. Naturalmente, Suellen contaría mañana una porción de historias; pero, si todo salía según esperaba Scarlett, la excitación de la familia por su compromiso con Ashley o por su fuga compensaría su disgusto. Sí; estaba muy contenta de que Ellen hubiese tenido que quedarse en casa.

Gerald, repleto de coñac, había despedido a Jonnas Wilkerson aquella mañana, y Ellen se quedó en Tara repasando las cuentas de la plantación antes de la partida del mayordomo. Scarlett besó a su madre para despedirse en el despachito donde estaba sentada ante la gran mesa de escritorio con sus casillas llenas de papeles. Junto a ella estaba Jonnas Wilkerson, con el sombrero en la mano; su rostro pálido y flaco disimulaba a duras penas la ira y el odio que le invadían, viéndose despedido, sin ceremonia, del mejor empleo de mayordomo del condado. Y todo a causa de un amorío insignificante. Había dicho y repetido a Gerald que el niño de Emmy Slattery podía haber sido adjudicado a una docena de hombres con la misma facilidad que a él (en lo que Gerald estaba de acuerdo); pero esto, según Ellen, no modificaba su caso. Jonnas odiaba a todos los sudistas. Odiaba su glacial cortesía con él y su desprecio por su condición social, mal disimulada bajo esa urbanidad. Odiaba sobre todo a Ellen O'Hara, porque ella era el compendio de todo cuanto él odiaba en los sudistas.

Mamita, como mujer más importante de la plantación, se quedó para ayudar a Ellen; y fue Dilcey la que se sentó en el pescante junto a Toby, llevando la gran caja con los vestidos de baile de las señoritas. Gerald cabalgaba junto al coche en su caballo de caza, acalorado por el coñac y satisfecho de sí mismo por haber liquidado tan rápidamente el desagradable asunto de Wilkerson. Había echado la responsabilidad sobre Ellen, sin pensar para nada en la desilusión de ella por tener que renunciar a la barbacoa y a la conversación con sus amigas; era un hermoso día de primavera, y sus campos estaban hermosos; los pájaros cantaban y él se sentía demasiado joven y jocoso para pensar en otra cosa. De vez en cuando se ponía a entonar cualquier alegre canción irlandesa o la lúgubre endecha de Robert Emmet: «Ella está lejos de la tierra donde reposa su juvenil amante.»

Era feliz, sentíase gratamente excitado ante la idea de pasar el día hablando mal de los yanquis y acerca de la guerra, y orgulloso de sus tres lindas hijas en sus deslumbrantes crinolinas bajo los graciosos y minúsculos quitasoles de encaje. No pensaba ya en su conversación del día anterior con Scarlett, pues se le había borrado por completo de la memoria. Pensaba sólo en que su hija era preciosa y que se le parecía, en que hoy sus ojos eran verdes como las praderas de Irlanda. Este último pensamiento le dio una mejor idea de sí mismo, y entonces regaló a las muchachas con una interpretación a toda voz de la canción
La verde Erín.

Scarlett lo miraba con el afectuoso desprecio que sienten las madres por sus niños jactanciosos, sabiendo que al anochecer estaría completamente borracho. Al regresar a casa, en la oscuridad, intentaría, como siempre, saltar todos los obstáculos entre Doce Robles y Tara, y Scarlett esperaba que, gracias a la providencia y al buen sentido de su caballo, se libraría sin romperse la crisma. Desdeñaría el puente, atravesaría el río haciendo nadar al caballo y llegaría a casa alborotando para que Pork lo acostase en el sofá del despacho; el criado, en tales casos, lo esperaba siempre con una lámpara en el vestíbulo principal.

Echaría a perder su nuevo traje gris, lo cual le haría vociferar de un modo terrible a la mañana siguiente, y contaría a Ellen que, en la oscuridad, su caballo se había caído desde el puente; mentira manifiesta que ni un tonto creería, pero que todos admitirían, haciéndole sentirse listísimo.

«Papá es un ser egoísta e irresponsable, pero encantador», pensó Scarlett, con una oleada de ternura hacia él. Se sentía tan feliz y excitada que incluía en su afecto a todo el mundo, igual que a Gerald. Era bonita y lo sabía; conquistaría a Ashley antes de que el día terminase; el sol era cálido y la gloriosa primavera georgiana se desplegaba ante sus ojos. A los lados del camino, las zarzamoras ocultaban con su verde suave las tremendas torrenteras producidas por las lluvias invernales, y los pulidos cantos de granito que salpicaban la tierra bermeja estaban tapizados por las ramas de los rosales silvestres y rodeados de violetas salvajes de un pálido matiz purpúreo. Sobre las colinas pobladas de árboles, al otro lado del río, las flores de los cornejos resplandecían candidas, como si entre el verde permaneciese aún la nieve. Los manzanos silvestres eran una explosión de corolas, que iban de un blanco delicado a un rosa vivo, y bajo los árboles, donde los rayos del sol moteaban de amarillo el tapiz de agujas de pino, las madreselvas formaban una abigarrada alfombra Scarlett, rosa y naranja. Había en el aire una leve y selvática fragancia de arbustos y el mundo olía ricamente como si fuera algo comestible.

«Recordaré mientras viva la belleza de este día —pensó Scarlett—. ¡Quizá sea éste el día de mi boda!»

Y, con el corazón agitado, pensó en ella misma y en Ashley, huyendo al caer la tarde a través de aquel esplendor de flores y de verde, o en la noche, bajo la luz de la luna, hacia Jonesboro en busca de un sacerdote. Naturalmente, el casamiento debería efectuarse nuevamente por un cura de Atlanta; pero en esto pensarían más tarde Ellen y Gerald.

Se sobresaltó un momento pensando que su madre palidecería de mortificación al enterarse de que su hija se fugaba con el novio de otra muchacha; pero sabía que Ellen la perdonaría viendo su felicidad. Y Gerald refunfuñaría y gritaría; pero, a pesar de todo lo que había dicho ayer de que Ashley no le gustaba para marido de ella, se alegraría de una alianza entre su familia y los Wilkes.

«Pero de esto habrá que preocuparse después de que me haya casado», se dijo, tratando de alejar aquel pensamiento.

Era imposible experimentar otra cosa que no fuese una alegría palpitante con aquel sol primaveral, cuando las chimeneas de Doce Robles empezaron a asomar sobre la colina, al otro lado del río.

«Pasaré ahí toda mi vida y veré cincuenta primaveras como ésta o quizá más, y diré a mis hijos y a mis nietos lo hermosa que era esta primavera, más bella que las que ellos podrán ver.» La hizo tan feliz este último pensamiento, que se unió al coro que cantaba la estrofa final de
La verde Erín,
obteniendo la entusiasta aprobación de Gerald.

—No sé por qué estás alegre esta mañana —dijo Suellen con enojo, atormentada aún por el pensamiento de que el vestido verde de baile de Scarlett le habría estado mucho mejor que el suyo. ¿Y por qué era Scarlett siempre tan egoísta cuando se trataba de prestar sus vestidos y sus cofias? ¿Por qué su madre la apoyaba siempre diciendo que el verde no sentaba bien a Suellen?—. Sé, tan bien como tú, que esta noche se anunciará el compromiso matrimonial de Ashley. Lo ha dicho papá esta mañana. Y sé que hace muchos meses que coqueteas con él.

—¿Esto es todo lo que sabes? —respondió Scarlett, sacándole la lengua y no queriendo perder su buen humor. ¡Qué sorprendida se quedaría mañana a aquellas horas la señorita Suellen!

—Sabes muy bien que no es así, Suellen —protestó Carreen, irritada—. A Scarlett le interesa Brent.

Scarlett volvió los ojos, sonriendo a su hermana menor, admirada de aquella simpatía. Toda la familia sabía que el corazón de trece años de Carreen palpitaba por Brent Tarleton, quien sólo pensaba en ella como hermana menor de Scarlett. Cuando Ellen no estaba presente los O'Hara la hacían rabiar con él, hasta hacerla llorar.

—Rica mía, no me importa nada Brent —declaró Scarlett, lo bastante feliz para ser generosa—. Y a él no le importo yo tampoco. ¡Está esperando a que tú seas mayor!

La carita redonda de Carreen, se arreboló, mientras la alegría luchaba en ella con la incredulidad.

—¿De verdad, Scarlett?

—Scarlett, ya sabes que mamá ha dicho que Carreen es demasiado joven para pensar en pretendientes, y le estás metiendo esas ideas en la cabeza.

—Bueno, vete a decírselo a mamá y verás —replicó Scarlett—. Tú quieres que Carreen no crezca, porque sabes que dentro de un año será más guapa que tú.

—Quietecitas las lenguas, si no queréis probar mi fusta —amonestó Gerald—. ¡Silencio, ahora! ¿No se siente ruido en la carretera? Deben de ser los Tarleton o los Fontaine.

Mientras se acercaban al cruce del camino, que desembocaba en las pobladas colinas de Mimosa y de Fairhill, el ruido de cascos y ruedas se hizo más fuerte y un clamor de voces femeninas que discutían alegremente resonó detrás de los árboles. Gerald, adelantando el coche, hizo trotar a su caballo, haciendo señas a Toby de que parase el vehículo en el cruce.

—Son los Tarleton —anunció a sus hijas alegremente, porque, exceptuando a Ellen, ninguna señora del condado le agradaba tanto como la pelirroja señora Tarleton—. Y es ella misma la que guía. ¡Ah, tiene buenas manos para conducir un caballo! Tiene unas manos ligeras como plumas, fuertes para las riendas y lo bastante bonitas para besárselas. Lástima que ninguna de vosotras tenga unas manos así —añadió, con una mirada cariñosa pero reprobatoria a las muchachas—. Carreen tiene miedo de los pobres animales, Suellen unas manos que parecen de acero cuando coge las riendas, y tú...

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