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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (12 page)

BOOK: Lo que el viento se llevó
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Mientras las maderas del pavimento crujían bajo su peso, el soliloquio que Mamita empezó a refunfuñar en el vestíbulo se hizo más fuerte, llegando claramente a los oídos de la familia en el comedor.

—Siempre he dicho que era inútil hacer nada por esos blancos pobretones. Son la gente más ingrata e incapaz que he visto. Y la señora Ellen no debería ocuparse ni afanarse en asistir a gente que no tienen negros que la cuide. Y como yo digo...

Su voz se alejó por el pasadizo, techado pero abierto lateralmente, que conducía a la cocina. Mamita tenía su método propio para dar a conocer exactamente a sus amos el pensamiento sobre cualquier asunto.

Sabía que la dignidad de los blancos quedaba rebajada si prestaban la más leve atención a lo que decía un negro que se iba refunfuñando. Sabía también que para salvaguardar aquella dignidad debían ignorar lo que refunfuñaba, aunque estuviera en la habitación contigua y casi gritase. Esto le evitaba toda reprimenda, y al mismo tiempo no les dejaba dudas sobre lo que ella opinaba de cualquier asunto.

Pork entró llevando una bandeja, platos y un mantel. Iba seguido de Jack, un negrito de diez años que se abrochaba de prisa una chaqueta de tela blanca con una mano y con la otra llevaba un mosquitero hecho de tiras de papel de periódico, atadas a un bastón más alto que él. Ellen tenía uno muy bonito, hecho de plumas de pavo real; pero éste se usaba sólo en ocasiones especiales y únicamente después de una lucha doméstica, debido a la obstinada convicción de Pork, Mamita y la cocinera, de que las plumas de pavo traían mala suerte.

Ellen se sentó en la silla que Gerald arrimó para ella, y cuatro voces la atacaron.

—Mamá, el encaje de mi traje nuevo de baile se ha roto y quiero ponérmelo mañana por la noche en la fiesta de Doce Robles. ¿Quieres hacer el favor de coserlo?

—Mamá, el vestido nuevo de Scarlett es más bonito que el mío; yo con el rosa parezco un espantajo. ¿Por qué no se pone ella el mío rosa y me deja llevar el suyo verde? Ella estará muy bien de rosa.

—Mamá, ¿quieres dejarme ir mañana por la noche al baile? Ya tengo trece años...

—Señora O'Hara, ¿quiere usted creerlo...? Chist, muchachas, ¡o si no cojo el látigo! Calvert ha estado esta mañana en Atlanta y dice... ¿Queréis callaros de una vez? ¡No oigo ni mi voz...! Y dice que todo el mundo anda trastornado y que no se habla más que de guerra; las milicias hacen la instrucción y están formando los regimientos. Y dice que, según las últimas noticias de Charleston, no quieren ya soportar más insultos de los yanquis.

La callada boca de Ellen sonrió en medio del tumulto; y antes que a los demás volvió la mirada a su marido, como debe hacer una buena esposa.

—Si la simpática gente de Charleston piensa así, estoy segura de que pronto pensaremos todos igual —dijo, porque estaba completamente convencida de que, a excepción de Savannah, la mayor parte de la gente bien nacida de todo el continente se encontraba en aquella pequeña ciudad marítima; opinión firmemente compartida por los charlestonianos.

—No, Carreen: el año próximo, querida. Entonces podrás ir a los bailes y llevar vestidos largos, ¡y cómo se divertirá mi niña de mejillas sonrosadas! No te enfades, tesoro. Puedes ir a la barbacoa y estar levantada hasta la hora de la cena; pero, hasta los catorce años, nada de bailes.

—Dame tu vestido, Scarlett. Arreglaré el encaje después de rezar.

—Suellen, querida, no me agrada ese tono. Tu vestido rosa es muy bonito y te va muy bien, como a Scarlett el suyo. Pero mañana por la noche puedes ponerte mi collar granate.

Suellen hizo por detrás de su madre un gesto de triunfo á Scarlett, que tenía proyectado pedir el collar para ella. Scarlett le sacó la lengua. Suellen era una hermana molesta, con sus lamentaciones y su egoísmo, y, si no hubiese sido por la mano de Ellen que la contuvo, Scarlett le hubiera tirado de las orejas.

—Ahora, señor O'Hara, dime qué te ha contado Calvert de Charleston —dijo Ellen.

Scarlett sabía que a su madre no le importaban nada la guerra ni la política, considerándolos asuntos de hombres en los que no debía inmiscuirse una mujer inteligente. Pero a Gerald le gustaba exponer sus ideas y Ellen trataba invariablemente de agradar a su marido.

Mientras Gerald lanzaba sus noticias, Mamita colocó los platos ante su ama: galletas, pechuga de pollo y un amarillo ñame abierto, humeante y goteando manteca derretida. Mamita pellizcó a Jack y éste se apresuró en su tarea, agitando lentamente el mosquitero de papel por delante y por detrás de Ellen. Mamita permaneció junto a la mesa observando cada cucharada que su señora se llevaba del plato a la boca, como si quisiera meter a la fuerza los alimentos en la garganta de Ellen, viendo que ésta hacía gestos de desgana. Ellen comía de prisa, pero Scarlett notó que estaba tan cansada que no se daba cuenta de lo que comía. Sólo el implacable gesto de Mamita la obligaba a ello.

Vaciado el plato, y cuando Gerald apenas había llegado a la mitad de sus observaciones sobre los latrocinios de los yanquis que querían la libertad de los negros sin pagar, no obstante, ni un céntimo por su libertad, Ellen se levantó.

—¿Vamos a rezar? —preguntó él de mala gana.

—Sí. Es tan tarde... ¿Oyes? Las diez ya.

Mientras, el reloj daba la hora con sus tañidos ásperos y metálicos.

—Carreen debía estar durmiendo hace ya rato. La lámpara, Pork, haz el favor; y tú, Mamita, mi libro de oraciones.

Hostigado por el ronco siseo de Mamita, Jack dejó su mosquitero en un rincón y se llevó los platos, mientras Mamita buscaba en el cajón de la alacena el libro de oraciones de su ama. Pork se acercó de puntillas y tiró lentamente de la cadena de la lámpara hasta acercarla a la mesa, que quedó iluminada, mientras el techo y las paredes permanecían en la sombra. Ellen se recogió la falda y arrodillóse en el suelo, colocando el libro abierto delante de ella, sobre la mesa y sosteniéndolo con las manos. Gerald se arrodilló a su lado; Scarlett y Suellen se colocaron en sus sitios de costumbre, recogiendo sus faldas voluminosas como un cojín bajo sus rodillas, para sentir menos la dureza del suelo. Carreen, que era baja para su edad, no podía arrodillarse cómodamente junto a la mesa y por eso solía colocar ante ella una silla, acodándose sobre el asiento. Le gustaba aquella postura porque, generalmente, se amodorraba durante los rezos, y así quedaba oculta a las miradas de su madre.

Los criados de la casa se agruparon, adelantándose hacia el vestíbulo para arrodillarse junto a la puerta: Mamita, gruñendo; Pork, derecho como un palo; Rosa y Teena, las doncellas, muy graciosas con sus amplios vestidos de percal de vivos colores; Cora, la cocinera, delgada y pálida bajo el pañuelo blanco que le cubría la cabeza, y Jack, agotado por el sueño, lo más lejos posible de los pellizcos despiadados de Mamita. Sus ojos negros brillaban de atención, porque los rezos con los amos eran uno de los acontecimientos del día. Las viejas frases llenas de color de la letanía, con su oriental riqueza de imágenes, no tenían significado para ellos pero daban cierta satisfacción a sus corazones, y por eso bajaban siempre la cabeza cantando las respuestas
Kyrie eleison
y
Ora pro nobis.

Ellen cerró los ojos y empezó a rezar; su voz se alzaba y descendía, acariciadora y suave. Las cabezas se inclinaban en el cerco de luz amarillento, mientras ella daba gracias a Dios por la salud y la felicidad de su casa, de su familia y de sus esclavos. Después de haber terminado de rogar por los que vivían bajo el techo de Tara, por su padre, por su madre, por sus hermanas, por sus tres hijos muertos y por las «ánimas del Purgatorio», apretó entre sus dedos el rosario y empezó la salmodia. Como el rumor de una dulce brisa, se oía el murmullo de las respuestas de los blancos y los negros: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.»

A pesar de su dolor de cabeza y del sufrimiento de las lágrimas contenidas, un sentido profundo de quietud y de paz descendió sobre Scarlett, como siempre a aquella hora. Parte de las desilusiones de la jornada y de la preocupación por el siguiente día desaparecían dejando lugar a un sentimiento de esperanza. No era la elevación del alma a Dios lo que le traía aquel consuelo, porque en ella la religión no iba al compás de las plegarias murmuradas a flor de labios, sino más bien la vista del rostro sereno de su madre, vuelto hacia el Trono de Dios con sus ángeles y sus santos, pidiendo la bendición para todos los que amaba. Cuando Ellen hablaba al Cielo, Scarlett estaba segura de que éste la escuchaba.

Ellen terminó y Gerald, que no conseguía jamás encontrar su rosario en el momento de las oraciones, comenzó a contar con los dedos las diez avemarias. Mientras sonaba su voz, los pensamientos de Scarlett empezaron, contra su voluntad, a divagar. Sabía que hubiera debido hacer examen de conciencia; Ellen le había enseñado que al final de cada día era necesario examinar meticulosamente la conciencia, reconocer sus culpas y rogar el perdón del buen Dios, comprometiéndose a no repetirlas más. Pero Scarlett examinaba su propio corazón.

Dejó caer la cabeza sobre sus manos unidas, de manera que su madre no pudiera verle la cara, y su pensamiento volvió tristemente a Ashley. ¿Cómo podía proyectar casarse con Melanie, cuando era a ella a quien amaba? ¿Cómo podía, voluntariamente, destrozarle el corazón?

De repente, una idea cruzó su entendimiento, como una ráfaga de luz.

«¡Pero si Ashley no sabe que le amo!»

Sintió un sobresalto: su mente quedó como paralizada por un momento, durante el cual no pudo respirar.

«¿Cómo va a saberlo? Me he comportado siempre con tanta reserva, que probablemente se imagina que me interesa sólo como amigo. Sí, ¡por esto no me ha hablado! Cree que su amor no es correspondido. Y por eso parece tan...»

Su memoria volvió velozmente a los días en que le había sorprendido mirándola de una manera extraña, cuando los ojos grises que disimulaban tan bien sus pensamientos le aparecían completamente vacíos, con una expresión de tormento y desesperación.

«Estará desesperado porque cree que estoy enamorada de Brent, de Stuart o de Cade. Probablemente ha pensado que, como no puede casarse conmigo, será preferible contentar a su familia casándose con Melanie. Pero si supiese que yo le amo...»

Su espíritu voluble pasó de la más profunda depresión a la felicidad más vibrante. Ésta era la razón del retraimiento de Ashley, de su extraña conducta. ¡Él no sabía! La vanidad de Scarlett acudió en ayuda de su deseo de creer y este deseo se hizo realidad. Si Ashley supiese que ella le amaba...

«¡Oh! —pensó, entusiasmada, apretándose con los dedos la inclinada frente—. ¡Qué tonta he sido en no pensar en esto antes! Tengo que encontrar el modo de hacérselo saber. ¡No se casaría con ella si supiese que le quiero! ¿Cómo iba a ser posible?» Con un estremecimiento, se dio cuenta de que Gerald había terminado su rezo y de que su madre tenía los ojos fijos en ella. Empezó de prisa su decena de rosario, pronunciando las avemarias de un modo automático y con una profunda emoción en la voz, que obligó a Mamita a abrir los ojos y a mirarla de manera inquisitiva. Cuando terminó su decena, y Suellen y después Carreen dijeron la suya, su mente volvió de nuevo al pensamiento de antes.

¡No era demasiado tarde! ¡Cuántas veces el condado se había conmovido porque algún novio o novia, cuando estaba a punto de llegar al altar, rompía su compromiso! ¡La petición de mano de Ashley no había sido anunciada aún! ¡Sí, todavía había tiempo!

De no existir amor entre Ashley y Melanie, sino una promesa hecha algún tiempo atrás, ¿por qué no podría él desligarse de su compromiso y casarse con Scarlett? Seguramente lo haría si supiese que ella le amaba... ¡Debía encontrar la manera de hacérselo saber! Y entonces...

Despertó bruscamente de su sueño feliz al notar que se había descuidado en responder a los rezos y su madre la estaba mirando con aire de reproche. Al incorporarse al ritual, abrió un poco los ojos y miró en torno suyo. Las figuras arrodilladas, la quieta luz de la lámpara, la sombra donde los negros musitaban, hasta los objetos familiares que un rato antes le habían parecido odiosos, adquirieron en un momento el color de sus emociones y la estancia volvió a ser un lugar agradable y acogedor. ¡No olvidaría jamás aquel momento ni aquella escena!


Virgo fidelis
—entonó su madre. Empezaba la letanía de la Virgen y Scarlett respondió obediente:


Ora pro nobis
—mientras Ellen, con su suave voz de contralto, seguía enumerando los atributos de la Madre de Dios.

Como siempre, desde su infancia, éste era para Scarlett el momento de sentir adoración por Ellen, más aún que por Nuestra Señora. Podía ser un pensamiento sacrilego, pero Scarlett veía a través de sus ojos cerrados el rostro sereno de Ellen y no el de la Santa Virgen, mientras se repetían las antiguas frases.
Salus infirmorum... Refugiumpecatorum... Sedes sapientiae... Rosa mystica...
Bellas palabras porque eran los atributos de Ellen. Pero aquella noche, a causa de la alteración de su espíritu, Scarlett halló en todo el ceremonial, en las palabras pronunciadas quedamente, en el murmullo de las respuestas, una belleza que superaba a todo cuanto había sentido anteriormente. Su corazón se elevó a Dios en una sincera acción de gracias, porque ante sus pies se había abierto un sendero... que la apartaba de su pena y la conducía derechamente a los brazos de Ashley.

Al sonar el último
Amén,
todos se levantaron; un poco fatigosamente, Mamita consiguió ponerse en pie, merced a los esfuerzos combinados de Teena y Rosa. Pork cogió de la repisa de la chimenea una larga vela que acercó a la llama de la lámpara y salió al vestíbulo. Frente a la escalera había un aparador de nogal demasiado grande para el comedor y, sobre el estante superior, diferentes lámparas y una larga hilera de velas en sus candelabros. Pork encendió una lámpara y tres velas y, con la pomposa dignidad de un primer chambelán de palacio que acompaña a los reyes a sus aposentos, inició el desfile por la escalera, llevando la luz en alto. Ellen le seguía del brazo de Gerald y detrás de ellos subieron las muchachas, cada una con un candelabro en la mano.

Scarlett entró en su habitación, colocó el candelabro sobre la cómoda y buscó en el oscuro armario el vestido de baile que necesitaba arreglar. Se lo echó al brazo y cruzó silenciosamente el rellano. La puerta del dormitorio de sus padres estaba entornada y, antes de que tuviese tiempo de llamar, oyó la voz de Ellen, que decía:

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