Read Lo que dure la eternidad Online

Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Fantástico, Romántico

Lo que dure la eternidad (3 page)

—¡Maldito seas! —susurró—. ¡La sangre inocente que has vertido no quedará impune! —prometió, antes de caer de lado con una terrible mueca de dolor.

Amanecía sobre Irlanda. Dargo —al que apodaban el Lince —reía a carcajadas con la broma de uno de sus hombres, mientras ponía al galope su corcel, negro como el alma de un condenado. Como siempre, pedía todo lo que el caballo daba de sí cada vez que se acercaba a aquella colina de suaves pendientes que ahora, con la luz creciente, se revelaba verde y brillante. Más allá se divisaba el castillo de su padre, con sus dos enormes torres, sus almenas y sus pendones que ondeaban al viento. El cuerpo de Dargo parecía fundirse con los brillantes músculos de su caballo, estirándose y encogiéndose en pleno galope. Cabalgar a toda velocidad le producía un placer tal que no lo cambiaría por nada del mundo, ni siquiera por la más hermosa mujer.

—Bueno —se dijo entre dientes—, acaso por Gwendy. Gwendy de Barstone era la joven que lo había retenido durante una semana en Nás na Rí, en el condado de Cill Dará. Una beldad capaz de dejar sin jugos a cualquier hombre. Tenía tres años más que él, había enviudado de su tercer esposo y poseía el cuerpo más fascinante que Dargo había tenido el placer de disfrutar. Una hembra que merecía cualquier sacrificio. Al joven guerrero se le congeló el rostro cuando, al coronar la colina, distinguió Killmarnock envuelto en un reflejo rojizo. La sangre se detuvo en sus venas y un escalofrío le recorrió la espalda. La torre norte del castillo ardía y el fuego parecía extenderse con rapidez.

Dargo tiró tan fuerte de las riendas que el caballo corcoveó y relinchó en señal de protesta.

—¡Derry, William, Sean, Gandon! —bramó el joven—. ¡El castillo está siendo atacado!

Azuzó su montura dándole libertad de movimientos para que adquiriera mayor velocidad, sin esperar a los demás. Inclinado sobre las crines, rezó para que no hubiera ocurrido nada irremediable. Sus hombres lo siguieron. Si uno de sus enemigos lo hubiera visto en esos momentos se habría hecho a un lado sin dudarlo. Dargo parecía un demonio surgido del Averno. La cabellera negra, larga, suelta, se agitaba sobre la espalda; su capa oscura ondeaba tras él como las alas de un murciélago y el corcel corría desbocado como si lo persiguiera Satanás, levantando terrones de tierra mojada con sus cascos. El rostro atezado de Dargo reflejaba toda la furia que lo embargaba, mientras sus ojos parecían arder como dos brasas.

Cruzó la barbacana y el puente, abriéndose paso entre una nube de campesinos y labradores aterrados que se acercaban al castillo. Se apeó antes de que el animal frenase su alocada carrera en el patio de armas y corrió hacia la torre, que ya era una pira. El calor que desprendía le hizo dudar por un momento, pero luego se lanzó atravesando las llamas y gritando los nombres de los suyos, mientras esquivaba las vigas que caían y los cascotes que se desprendían de las paredes quemadas. Estaba claro que la torre había sido saqueada. Muebles volcados, lienzos desgarrados, vasijas destrozadas… Nada había quedado en pie.

Cuando el joven llegó al gran salón se tambaleó ante la espantosa escena. Cuerpos ensangrentados, miembros cercenados. Hombres y mujeres degollados sin misericordia. Se estremeció al oír que sus botas chapoteaban al pisar los charcos de sangre.

—¡Dios! —gimió, sin terminar de creer que todo aquello no era sólo una pesadilla.

Oyó las exclamaciones, blasfemias y gemidos de sus hombres, que lo seguían. Aturdido ante la horrenda visión, descubrió el cadáver de su hermano menor. Se agachó, tomó el cuerpo inerte y lo abrazó con los ojos arrasados en lágrimas.

—Lian, muchacho…

—¡Por el amor de Dios! —bramó su amigo Derry tras él—. ¡Hijos de puta!

Dargo depositó con cuidado el cuerpo de su hermano sobre las baldosas ensangrentadas y, con movimientos torpes, le colocó la cabeza de modo que pareciese que aún estaba unida a sus frágiles hombros. Cuando se enderezó, las mandíbulas le dolían por haberlas tenido ferozmente apretadas. Por sus venas había comenzado a correr un deseo inhumano de matar, y sus ojos, dos gemas verdes y brillantes, resplandecían de ira.

Derry y William se situaron rápidamente delante de un cuerpo caído en tanto él se acercaba intentando asimilar el desastre, tambaleándose como un beodo.

—Es mejor que no lo veas —dijo Derry, interponiéndose en su camino.

Dargo lo hizo a un lado de un empellón que no admitía discusiones y su mirada se clavó en el cuerpo desgarrado de su hermana. Sintió un mareo repentino y cayó de rodillas, incapaz de mantener en pie su enorme cuerpo. Cerró los ojos con fuerza. No quería ver. Aquello tenía que ser un mal sueño, un delirio. ¡No podía estar ocurriendo!

Cuando por fin reunió el valor suficiente para abrir de nuevo los ojos, la realidad volvió a golpearlo con fuerza. Shannon había sido violada de modo brutal. Estaba totalmente desnuda, tenía los labios manchados de sangre seca, y las mejillas, los hombros y los pechos incipientes cubiertos de mordiscos y cardenales. ¡Jesús, había tanta sangre que hubo de hacer un esfuerzo para no vomitar!

Mientras se quitaba la capa de los hombros y envolvía con devoción el cuerpo de su hermana pequeña, como si con ese gesto pudiera librarla de la humillación a la que la habían sometido, la mayoría de sus hombres había comenzado a formar grupos para apagar el incendio de la torre. Los campesinos acudieron al ver las llamas, y ahora, fuera y dentro del castillo, un verdadero ejército de hombres y mujeres cargados con cubos y baldes de agua se afanaba contra las llamas.

Dargo levantó en brazos el cadáver de Shannon y, parpadeando con rapidez para ahuyentar las lágrimas, caminó como un sonámbulo hacia el exterior.

—Dargo…

De pronto, la agónica voz de su padre lo hizo girar en redondo. Dargo lo buscó frenéticamente con la mirada entre el amasijo de cuerpos caídos y decapitados. Augustus Killmar yacía de costado, con el vientre y las manos bañados en sangre.

Sin soltar el cuerpo de su hermana, Dargo se acercó a él y se arrodilló a su lado. Su padre tenía el rostro ceniciento, y el joven supo que su vida se estaba apagando rápidamente.

—Padre… —susurró Dargo dolorosamente—. Padre, ¿quién ha hecho esto?

El conde se esforzó por abrir los ojos y enfocar el rostro de su heredero. Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, se incorporó a medias apoyándose sobre un codo y espetó:

—¡Tú! ¡Tú lo has hecho!

Dargo dio un respingo como si lo hubiesen abofeteado.

—Padre…

—Tendrías que haber… estado aquí… —siguió Augus con un esfuerzo indecible, mientras un hilo de sangre corría por la comisura de sus labios—. Tendrías que… haber… estado aquí.

—No sabía…

—Te maldigo, Dargo. —Augustus tosió, escupiendo sangre—. Yo… te maldigo.

El joven depositó el cuerpo de su hermana a un lado con delicadeza, y tomó el de su padre por las axilas, abrazándolo contra su pecho. Las lágrimas resbalaron por su rostro a torrentes, mientras sentía que la vida de Augustus se apagaba con cada estertor.

—Vagarás por entre estos… muros… —continuó éste entrecortadamente—, hasta que… encuentres… la reliquia…

Un nuevo acceso de tos lo hizo enmudecer. Quiso apartarse de Dargo, pero éste lo abrazó con más fuerza, como si quisiera transmitirle algo de su vitalidad. Pudo hablar de nuevo, aunque el joven hubo de colocar el oído cerca de su boca—. Hasta que el… firmamento… alumbre… la reliquia… y alguien ofrezca… su vida… por ti.

Dargo apretó las mandíbulas. Su madre le había enseñado a no tomar las maldiciones a broma, pero estaba tan abatido por el dolor que apenas le importó ser objeto de ellas.

—Padre, aguanta un poco más. Maldíceme cuanto quieras, pero aguanta. Buscaremos ayuda. ¡Aguanta, por Dios, no me dejes tú también!

Con un postrero esfuerzo, el conde de Killmar fijó la mirada en su hijo y repitió:

—¡Yo te maldigo!

Después, sus ojos se velaron y él se ladeó, ya sin vida, sobre el fuerte brazo que lo sostenía.

Dargo profirió un grito de rebeldía contra Dios, tan ensordecedor que pareció chocar con los oscuros muros de la torre y resonó fuera del castillo, extendiéndose por la campiña y paralizando por un instante a campesinos y soldados.

Capítulo
2

Dublín, Irlanda. Año 2004

C
ristina se acomodó la correa del bolso sobre el hombro mientras observaba sus dos maletas avanzar sobre la cinta transportadora. El vuelo en Air Lingus resultó cómodo y corto, de apenas tres horas desde el momento del embarque y, afortunadamente, no le perdieron el equipaje como le había ocurrido en su último viaje a Bruselas. Manipuló su reloj para adecuarlo al horario local y empujó el carrito hasta situarse lo más próxima posible a la cinta. Por megafonía anunciaban la llegada del vuelo de París. El aeropuerto era un ir y venir de viajeros presurosos para tomar su vuelo o recoger su equipaje. Chiquillos que corrían entre los pasajeros, madres reprendiéndolos, gente cargada con bolsas de regalos. Cristina se sintió incómoda y deseosa de salir de allí. Cada vez odiaba más los viajes en avión, sobre todo desde que las medidas de seguridad habían convertido cada vuelo en una carrera de controles. Todo aquel trasiego de llegar con al menos una hora de antelación, facturar, esperar al embarque, pasar los detectores, soportar sentada en los estrechos asientos de la cabina hasta tomar pista, las prohibiciones de fumar… Para luego de un vuelo más o menos largo volver a empezar, pero a la inversa. Y nuevos paseos por pasillos interminables a través del aeropuerto para la recogida del equipaje. Y más esperas.

Cuando la primera de sus maletas se acercaba a ella, retorciéndose sobre la cinta como si quisiera escapar, se inclinó para recogerla. No le dio tiempo. Un brazo masculino se le adelantó, tomó el asa de la maleta y la levantó como si no pesase nada, aun cuando ella sabía que superaba los veinte kilos; al facturar en Barajas había tenido que pagar sobrepeso. Miró al hombre con interés y éste le devolvió una sonrisa de clínica odontológica y dientes esmaltados. Tenía un rostro tan encantador que Cristina no pudo por menos de responder con otra, mientras él colocaba la maleta en el carro. Luego, como si aquel gesto hubiera significado un permiso, se hizo cargo de la segunda para ponerla encima.

«Ligue seguro si lo quiero», pensó Cristina.

—¿Es la primera vez que viene a Dublín? —preguntó él.

Tenía una voz agradable y ligeramente ronca.

—Sí. Uno de esos destinos siempre deseados y nunca realizados —respondió ella en perfecto inglés.

—Sean Rosslare… —Le tendió una mano grande y morena.

—Cristina Ríos. —Ella se la estrechó, notando con agrado su vigor y apreciando el inmejorable Rólex de oro. Apreció el resto, valorando el costoso traje de lana que cubría aquel cuerpo firme y musculoso.

—¿Ríos? —Arqueó una ceja cobriza, como su cabello.

El brillo de sus ojos azules confirmó a Cristina que, en efecto, allí había un flirteo anunciado—. Habría jurado, por su aspecto, que era irlandesa… o escocesa.

—¿Por la falda y la gaita? —bromeó ella.

La risa ayudó a que se sintieran cómodos.

—¡Por Dios! Creo que ya nadie pone ese tipo de etiquetas. De todos modos, su cabello y sus ojos…

—Herencia de mi abuela.

—Una mujer hermosa, seguramente —dijo él, galante—. ¿Me aceptaría un café?

«Directo al grano», pensó Cristina. Lo miró con más atención. Y se le escapó un suspiro. Aquel buen mozo era digno de una segunda y de una tercera ojeada, desde luego. Alto, sólido, formidable. Una maravilla. ¡Lástima no disponer de tiempo!

—Lamento tener que declinar su oferta, señor Rosslare, pero me están esperando. Ahora mismo voy a recoger un coche de alquiler.

—¡Vaya por Dios! —se lamentó él, con simulada contrariedad—. No todos los días puede uno contemplar una cara tan bonita. ¿Hacia dónde se dirige? —se interesó, inclinándose para recoger su propia maleta.

Cristina empezó a empujar su carro una vez que él acabó de colocar en él su equipaje y contestó:

—Hacia el sur, al castillo de Killmarnock. Él parpadeó un par de veces.

—Un lugar precioso. Y con leyenda. —Caminó a su lado, ambos con sus respectivos carros como si estuvieran en un hipermercado—. Es una pena que tenga una reunión de negocios dentro de un par de horas, de otro modo me encantaría mostrarle las maravillas de Irlanda. ¿Se quedará con nosotros muchos días?

—Aún no lo sé. Puede que una quincena.

—¿Por placer?

—Por trabajo —repuso ella mientras hacía malabarismos para no arrollar a un chiquillo que escapaba de otro mayor decidido a atizarle con una espada de plástico.

—¡Vaya! Parece que el trabajo nos persigue allá donde vamos. —Habían llegado al mostrador de alquiler de vehículos, donde, afortunadamente, no había nadie.

Cristina dejó el carro a un lado, se descolgó el bolso y sacó su identificación y los documentos de la reserva.

—¿Seguro que no necesita ayuda? —insistió él.

—Seguro. Gracias.

—Bien. Le deseo una feliz estancia en la Isla Verde.

¡Otra vez será! —dijo, suspirando cómicamente—. No olvide tomarse una Guinness o un buen Jameson.

Ella volvió a estrechar su mano, le dio las gracias de nuevo y lamentó que se alejara. ¡Vaya mala suerte! Se volvió hacia el empleado del mostrador.

—Buenos días. Tengo reservado un Rover.

El empleado de la agencia fue rápido y eficaz, y al cabo de pocos minutos, Cristina Ríos Borrell, de veintiocho años, licenciada en letras y, de paso, especialista en pintura, avanzaba por la carretera que salía del aeropuerto y se dirigía hacia el sureste de la isla. Le habría gustado pasar unos días en Dublín antes de comenzar a trabajar, para conocer la ciudad, centro de la actividad política, cultural, económica y deportiva de la isla. Pero lo primero era lo primero, y el trabajo siempre ocupaba para ella ese puesto. Rechazó que fueran a recogerla al aeropuerto y prefirió alquilar un coche para preservar su independencia. La esperaban en Kilkenny. Ya tendría tiempo, cuando finalizara lo que había ido a hacer, para disfrutar de las bellezas de Dublín. Desde luego no tenía intenciones de salir de Irlanda sin conocer unos cuantos lugares de interés… y unos cuantos pubs.

El modelo de automóvil era lo bastante amplio para viajar cómodamente y lo bastante pequeño para moverse con facilidad por la isla.

Other books

Don't Say A Word by Barbara Freethy
Ten Tiny Breaths by K.A. Tucker
A Darker God by Barbara Cleverly
The Outfit by Russo, Gus
Raging Passions by Amanda Sidhe
Dressmaker by Beryl Bainbridge
A Certain Latitude by Janet Mullany


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024