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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Fantástico, Romántico

Lo que dure la eternidad (9 page)

A media tarde los gruesos goterones de lluvia se estrellaban en los ventanales con un ruido sordo, monótono y agradable, casi adormecedor. Se acomodó en el asiento de piedra de una de las ventanas y se imaginó que era una princesa que esperaba el regreso de los caballeros de pulida armadura y espada envainada. Alba habría dado, sin duda, un brazo por encontrarse allí.

La oscuridad comenzaba a invadirlo todo, pero muy a lo lejos, en el horizonte, el color rojizo de las nubes, jirones de sangre en el firmamento, la hizo suspirar, agradecida por la magnificencia de la naturaleza. Solamente por ser testigo de aquella puesta de sol valía la pena vivir.

En el jardín, las mimosas se mecían sin descanso, en una danza hechizante. Abrió un poco el ventanal, y el olor a césped recién cortado inundó sus fosas nasales. Por un momento, dejó que gotitas de lluvia acariciasen su rostro, hasta que una ráfaga de viento la sacó de su ensimismamiento.

Estaba cansada. Tanto, que pensó en disculparse con la señora Kells y marcharse a la cama sin cenar, aun cuando ya se excusara para la comida. Había revisado y evaluado tantos jarrones, joyas y relojes, aunque no era su cometido, que estaba un poco aturdida. Su trabajo habría debido centrarse en las pinturas, pero ella no había resistido la tentación de echar una ojeada. La colección de cuadros se encontraba en una sala rectangular, de unos ochenta metros cuadrados, donde, generación tras generación, los Killmar habían acumulado sus pequeños «caprichos». No quiso ni pensar lo que supondría el trabajo de tasar el resto de los óleos, las sillas, los sillones, las camas, armarios, alfombras, tapices. Comenzó a dolerle la cabeza sólo de imaginarlo. Afortunadamente, a ella le habían encomendado, en exclusiva, los lienzos de aquel reducto de tesoros.

Miró el reloj. Las cinco y media de la tarde. Se le había pasado el día sin que apenas se diese cuenta, y lo que era más curioso, no había fumado un solo cigarrillo desde que comenzara a trabajar, de lo ensimismada que estaba. Con una mueca, echó mano al bolsillo de la falda y sacó la cajetilla de Camel y el Dupont. Una porción del disco solar, ahora de un rojo casi sangre, desaparecía poco a poco tras el horizonte. Encendió el pitillo y le dio una calada profunda. Resultaba admirable aquel contraste del anochecer indolente con la lluvia, testigo del espectáculo.

Salió al pasillo a despejarse y oyó una tos a su espalda. Una muchacha del servicio se acercaba cargada con ropa de cama limpia.

—Lo lamento —dijo Cristina.

La chica, muy joven, la miró sin comprender hasta que vio que le mostraba el cigarrillo.

—¡Ah! No, señorita —repuso con un acento marcado —no me molesta el humo. Es un vicio tonto, pero que yo a veces también practico.

—Como la oí toser…

—Yo no he tosido.

—Pero… —dudó—. Me pareció… ¿No habrá por aquí un cenicero?

—Me temo que no, pero… —la jovencita miró alrededor y, tras dejar la ropa que llevaba en los brazos sobre un viejo arcón, tomó de una hornacina un plato que parecía de barro —puede usar esto.

—Gracias —dijo Cristina, arrancándole el plato de las manos.

La criada la miró, sorprendida por su reacción, se encogió de hombros, tomó de nuevo la ropa de cama y se alejó.

Justo en ese instante apareció un hombre. Y su voz sonó fría y desagradable:

—Espero que no se le ocurra utilizarlo como cenicero, señorita.

Cristina depositó con mucho cuidado el objeto sobre su repisa, como una colegiala sorprendida infraganti. ¡Santa Madre de Dios, utilizar un plato chino de terracota de hacía seguramente seis siglos como cenicero! Aquello debía estar guardado en una urna acristalada. Luego Cristina levantó la vista. Y se quedó sin aliento.

Ante ella, erguido como si llevara una tabla adherida a la espalda, estaba el hombre más atractivo que ella hubiera visto nunca: alto, ancho de hombros, elegantemente vestido con un pantalón gris, un suéter de cuello de cisne del mismo color y una americana cruzada azul. Brillaba su cabello negro y largo recogido en una coleta, y sus ojos… Ella deploró experimentar incomodidad, sentirse ligeramente estúpida bajo la inspección a la que la sometían aquellos ojos verdes.

—Por descontado que no —repuso, echando otro rápido vistazo al dichoso plato chino—. Pero considero que ciertos objetos deberían estar mucho más protegidos, señor. Aunque esta galería, según se me ha hecho saber, no está abierta a los turistas, es evidente que los miembros del servicio no tienen por qué conocer el valor real de aquello con lo que conviven día a día. Bien podrían usar un jarrón de la época Ming como papelera.

—Esa criada será despedida de inmediato. —Su voz denotaba hastío.

—¿Por qué? No ha habido daño alguno. Con mi comentario no insinuaba que merezca el despido. Simplemente he querido hacer ver… Yo… Creo que ha sido desafortunado —acabó por admitir de mala gana.

—Señorita Cristina Ríos, ¿verdad?

Ella solamente atinó a asentir.

—Pues bien, señorita Ríos, yo despido a quien me place. Podría despedirla a usted, a pesar de los elogios que le prodiga mi abogado. Recuerde que trabaja para mí.

Cristina comprendió de golpe y sus ojos se abrieron de par de par.

—¿El conde Killmar? —Él afirmó con un gesto seco—. Me habría gustado conocerle de otro modo. —Le tendió la mano—. Puede llamarme Cristina, y le agradezco que haya elegido los servicios de mi empresa para… —Guardó silencio cuando vio que él se quedaba mirándole la mano, sin ánimo alguno de estrecharla. Con cierto sonrojo, la guardó a la espalda.

—Dudo que nos tratemos lo suficiente como para que llegue a utilizar su nombre de pila, señorita Ríos. Sólo espero no tener que arrepentirme de haberle hecho caso al señor Watford. Francamente, parece usted demasiado joven para ser una experta en pintura.

Ella reprimió un arranque de rebeldía. Se formó una opinión en un segundo y no le gustó la pose presuntuosa y severa de aquel hombre. Le encantaba su trabajo, estaba entusiasmada con pasar una temporada en aquel magnífico castillo y los cuadros que había visto eran tan espléndidos que habría renunciado a su sueldo de un mes con tal de tener la ocasión de inventariar, catalogar y valorar la obra, pero su orgullo pudo más y no se arredró:

—Si quiere ver mi título, se lo enseñaré con gusto, señor. ¿O debo llamarle «Lord»? Pero no espere en mí falsa modestia. Y puedo asegurarle que en mi campo soy de las mejores.

Kevin Dargo Killmar se llevó la mano derecha a la boca y disimuló un bostezo que a ella le dio alas para soltar otra andanada. No tuvo tiempo.

—Espero que esté en lo cierto. Buenas tardes. —El conde dio media vuelta, pero antes de irse, la amonestó—: No me gustan las mujeres que fuman, procure no olvidarlo. Y, si volvemos a encontrarnos…, Lord Killmar será el tratamiento correcto.

Cristina esperó un largo minuto hasta que él se perdió en el tramo final de la galería.

—¡Hijo de puta!

Procurando relajarse, con el cuenco de la mano a modo de cenicero, caminó también ella en dirección a la zona en que, dos veces al mes, los turistas deambulaban y tomaban fotografías. Allí se sacudió la ceniza en una papelera, apagó el cigarrillo y luego de asegurarse de que no quedaba ni rastro de fuego, lo arrojó dentro.

Desanduvo sus pasos, atontada todavía, a pesar de todo, por el atractivo de lord Killmar, preguntándose qué podría hacer para evitar que la muchacha del servicio perdiera su empleo y, sin motivo alguno, caminó hacia la capilla y entró.

Cuando Miriam se la mostró, le pareció contradictorio que fuera la única pieza del castillo en la que no se había instalado luz eléctrica. Los candelabros, sobre el altar, proporcionaban toda la iluminación de aquella pequeña sala. Volvió a examinar el recinto, maravillándose de las telas, un Cristo yacente y una Dolorosa, una a cada lado, que decoraban las paredes y que, si su primera impresión no la engañaba, eran nada menos que un Andrea Mantegna y un Greco originales. El techo, circular, presentaba un artesonado con relieves. En la penumbra, pudo apreciar dos arcángeles que sujetaban una sábana blanca que cubría el cuerpo de Jesucristo, con un número indeterminado de diminutos angelitos a sus pies, sólo cabeza y alas, que lo empujaban en su ascenso a los Cielos.

Arte en estado puro que la trasladó a otra época cuyo encanto rompían los diminutos dispositivos electrónicos, titilantes y necesarios.

Caminó hacia un altar desnudo, cubierto únicamente por un paño blanco con orlas en los extremos, sin saber muy bien qué hacía allí. Simplemente, algo la inducía a estar en ese lugar, a aspirar el fuerte olor a incienso y cera derretida, como si una mano invisible la guiase.

Una vez más, como ocurriera en la anterior visita con la señora Kells, sus ojos se detuvieron en una puerta de madera maciza y oscura situada a la derecha del altar, en el extremo opuesto al de la sacristía —que Miriam sí le había mostrado—, la misma puerta que el ama de llaves había evitado sin disimulos. Cristina no había querido preguntar qué había detrás de aquella hoja de madera claveteada de estrellas metálicas, pero ahora, en la soledad del pequeño habitáculo dedicado al rezo, se sintió intrigada. Echó una rápida mirada hacia la entrada, como temiendo que la descubriesen allí. Luego, tras dudar unos segundos, se acercó con rapidez y examinó la puerta.

La curiosidad mató al gato
, volvió la voz de su conciencia particular.

—¡Vete al infierno! —se contestó.

Como todo, la puerta era una verdadera obra de arte, trabajada sin lugar a dudas por un artesano profesional y competente. Cada dibujo, cada golpe de cincel, constituía un canto a la sencillez y al buen gusto, rematado en estrellas bronceadas con un marco ribeteado de plantas entrecruzadas.

El pomo, también de bronce, representaba una calavera.

Una pequeña cerradura, sin embargo, de factura actual, rompía aquel monopolio de la artesanía. Cristina estiró la mano para asir el pomo y notó un ligero cosquilleo, como de intrusión.

Probó a empujar, pero la puerta no cedió, y miró la cerradura con el ceño fruncido. De repente, le pareció oír a sus espaldas una fuerte inspiración y dio un respingo, volviéndose. Estaba sola. Pero la impresión que ya la había asaltado anteriormente, como si algo caliente le tocara el hombro, regresó. En ese instante, a solas en la capilla del castillo, rodeada de sombras y cirios encendidos, la atacó un escalofrío. Abrazándose a sí misma y olvidando su curiosidad, corrió hacia la salida.

En el interior, Dargo se dejó caer sobre el primer banco. Sus ojos, nublados por el dolor y su historia sangrienta, se posaron en el sencillo crucifijo que presidía el altar. Jesucristo recibió el regalo de su desdén y pareció asentir, bajo la luz mortecina de las velas, como si hubiera aceptado el reproche del fantasma.

El asfalto estaba húmedo a causa de las recientes lluvias, y el automóvil conducido por Kevin Killmar circulaba a excesiva velocidad cuando tomó la curva, perfectamente señalizada. El humor del conde no era el mejor aquella destemplada mañana, luego del encuentro con la experta en arte el día anterior y del enojoso intercambio de opiniones con Miriam Kells respecto a aquella estúpida muchacha del servicio. Claro que él se había salido con la suya y la joven había sido despachada de todos modos, aunque para ello había tenido que amenazar a la propia ama de llaves con el despido.

Ciertamente, no tenía tiempo que perder en problemas domésticos. Estaba citado a una importante reunión en Dublín en la que intentaría ultimar un provechoso contrato con una fábrica de vidrios italiana. Y ahora debía ganar tiempo. ¡El que había perdido con aquella idiota de Kells! Si no fuera porque demostraba con creces su competencia y gobernaba el castillo con mano de hierro, amén de la dificultad que representaba reemplazar a alguien de su confianza, con seguridad habría prescindido de ella hacía años.

Tendría que hablar de ello con su abogado; a fin de cuentas le pagaba para que le obviara los problemas.

Kevin maniobró con el volante en un súbito giro. Las ruedas se despegaron del firme y derraparon entre la gravilla y el agua. Todo sucedió en cuestión de segundos, y él perdió el control del coche antes de que éste colisionara con el borde de piedra que separaba la carretera del precipicio. La chapa chirrió al estrellarse contra la valla, arrancándola, y las ruedas quedaron suspendidas brevemente en el aire antes de que el vehículo se precipitara en el vacío.

Killmar se ahogó en su propio grito de terror que en la soledad de la carretera nadie pudo escuchar. Luego, el coche rebotó en el terraplén y comenzó a rodar sobre sí mismo pendiente abajo.

El golpe privó de sentido al conde. No fue consciente de que aquella mole desbocada bajaba estruendosamente por la ladera, arrancando arbustos y piedras a su paso, hasta alcanzar con estrépito la arena de la playa.

Capítulo
8

F
asgadh
, agradable.
Bóidheach
, bonito.
Tapadh leat
, gracias a una persona o utilizado de forma amigable.
Tapadh leibh
, gracias a más de una persona o en sentido formal…

Cristina cerró el diccionario y se frotó los ojos. Aunque eran apenas las cinco de la tarde, la oscuridad estaba ganando terreno a la luz, así que encendió la lámpara. Suspiró y se recostó en el sillón. Siempre había sido aplicada en el estudio de los idiomas, pero el gaélico le resultaba complicado, aunque estaba dispuesta a familiarizarse con él y aprender algunas palabras. En los dos días que llevaba en el castillo había advertido que algunos de los criados se comunicaban en la antigua lengua celta y le había picado, de nuevo, el ansia de conocimiento. Era algo innato en ella.

Aquella mañana había revisado concienzudamente algunas de las piezas. Veinticuatro monedas estateras de oro de Koson, Tracia, del año 42 a. C, convenientemente protegidas en una caja de terciopelo. Doce yenes de Mutsuhito, de la era Meiji. Escudos de Fernando VII, doblas de Mohamed IX y reales de José Napoleón. Y durante toda la tarde había anotado palabras en gaélico y tratado de memorizarlas. Por fortuna, la biblioteca de Killmarnock estaba nutrida de ejemplares de todo tipo: desde antiguos códices que habrían hecho las delicias de copistas de facsímiles, hasta las últimas ediciones y diccionarios en varios idiomas.

Llamaron a la puerta del gabinete, del que se había adueñado, y se irguió.

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