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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Líbranos del bien (7 page)

Iban llegando otros policías. Entró un vídeo borroso de un coche azul de los
carabinieri
que paraba delante de la
questura
de Brescia. Del coche se apeó un hombre que se tapaba la cara con las manos esposadas. El locutor explicó que los
carabinieri
habían realizado redadas nocturnas en Brescia, Verona y Venecia para desarticular una banda dedicada al tráfico de niños. Cinco personas habían sido arrestadas y tres niños, confiados a la tutela del Estado.

—Pobrecillos —murmuró Vianello, y estaba claro que se refería a los niños.

—¿Y qué más se puede hacer con ellos? —respondió Brunetti.

Alvise, que había entrado sin que lo advirtieran y estaba de pie cerca de ellos, barbotó, como si hablara al televisor, pero dirigiéndose a Brunetti:

—¿Qué más? ¡Dejarlos con sus padres, por el amor de Dios!

—Sus padres no los querían —observó Brunetti secamente—. Por eso pasa lo que pasa.

Alvise levantó la mano derecha.

—No me refería a las personas que los trajeron al mundo, sino a sus padres, los que han cuidado de ellos, los que los han tenido durante… —alzó un poco la voz—… algunos desde hace dieciocho meses. Es año y medio. Ya andan, ya hablan. No puedes meterte en su casa, quitárselos y llevarlos a un orfanato.
Porco Giuda,
son niños, no alijos de cocaína de los que nos incautamos y encerramos en un armario. —Alvise golpeó la mesa con la palma de la mano y miró a su superior, con la cara colorada—. ¿Qué país es éste, si aquí pueden pasar estas cosas?

Brunetti no podía estar más de acuerdo. La pregunta de Alvise era razonable. ¿Qué país, realmente?

La pantalla se llenó de futbolistas que o hacían huelga o eran arrestados, Brunetti no lo sabía ni le interesaba, por lo que dando la espalda al televisor salió de la sala seguido de Vianello.

Mientras subían la escalera, el inspector dijo:

—Tiene razón Alvise.

Brunetti no respondió, y Vianello añadió:

—Quizá sea la primera vez en la historia, pero tiene razón.

Brunetti se detuvo en lo alto de la escalera y, cuando Vianello llegó arriba, dijo:

—La ley es una bestia sin entrañas, Lorenzo.

—¿Qué significa eso?

—Significa —empezó Brunetti parándose en la puerta de su despacho— que, si se permitiera a esas personas conservar a los niños, se sentaría un precedente: la gente podría comprar niños o hacerse con ellos como quisiera y donde quisiera, y para el fin que quisiera, y sería perfectamente legal.

—¿Qué otro fin puede haber más que el de criarlos y quererlos? —preguntó un indignado Vianello.

La primera vez que oyó el rumor de la compra de niños para utilizarlos como involuntarios donantes de órganos, Brunetti decidió considerarlo una leyenda urbana. Pero, con los años, el rumor se había hecho más insistente y ya no se refería sólo a países del Tercer Mundo sino a los del Primero y ahora, aunque seguía resistiéndose a creerlo, cada vez que lo oía, sentía desasosiego. La lógica sugiere que una operación tan complicada como un trasplante requiere la intervención de numerosas personas y un entorno médico bien equipado y controlado, en el que por lo menos uno de los pacientes pueda recuperarse. Las posibilidades de que pudieran darse todas estas circunstancias y que todas las personas involucradas guardaran silencio parecían a Brunetti muy remotas.

Por lo menos, en Italia. Sobre lo que ocurría al otro lado de las fronteras no se atrevía a especular.

Aún recordaba haber leído la carta, publicada en
La Repubblica
más de diez años atrás, en la que una madre angustiada reconocía haber quebrantado la ley al llevar a su hija de doce años a la India para que se le practicara un trasplante de riñón. En la carta se mencionaba el diagnóstico y el puesto asignado a la niña en la lista de espera de la sanidad pública, que equivalía a una sentencia de muerte.

Decía en su carta la mujer que era consciente de que alguna otra persona, quizá otro niño, se vería obligado por la pobreza a vender parte de su cuerpo y que la salud del donante quedaría afectada de modo permanente, independientemente de lo que le pagaran y de lo que pudiera hacer con el dinero. Pero, al contraponer la vida de su hija al riesgo que correría la persona desconocida, había optado por cargar con la culpa. Había llevado a su hija a la India con un riñón enfermo y la había traído con un riñón sano.

Una de las cosas que Brunetti siempre había admirado en secreto de los ciudadanos de la Antigüedad era la aparente facilidad con que tomaban decisiones éticas. Bueno o malo, blanco o negro. Ah, qué tiempos aquéllos.

Pero vino la ciencia, que levantó obstáculos a la decisión ética, mientras las reglas trataban de adaptarse a la ciencia y la tecnología. La concepción se conseguía de distintas maneras, los muertos no estaban del todo muertos ni los vivos bien vivos y quizá existía un lugar en el que se vendían hígados y corazones.

Brunetti quería decir todo esto para responder a Vianello, pero no encontraba la manera de condensarlo o articularlo de forma que tuviera sentido. En lugar de intentarlo, se volvió hacia el inspector y le puso una mano en el hombro.

—No tengo grandes respuestas, sólo pequeñas ideas.

—¿Qué significa eso?

—Significa —empezó aunque la idea no se le ocurrió sino a medida que iba hablando— que, ya que no lo hemos arrestado nosotros, quizá podamos tratar de protegerlo.

—No sé si acabo de entender —dijo Vianello.

—Yo tampoco, Lorenzo, pero pienso que ese hombre puede necesitar protección.

—¿De Marvilli?

—No de él, sino de la clase de hombres para los que Marvilli trabaja.

Vianello se sentó en una de las sillas del despacho de Brunetti.

—¿Has tenido tratos con ellos?

Brunetti, que aún sentía el hormigueo del café y el azúcar y estaba muy agitado para sentarse, se apoyó en la mesa.

—No me refería a los de Verona en particular, sino a la especie en general.

—¿Los hombres que son capaces de dar a los niños al orfanato? —preguntó Vianello, incapaz de superar la impresión que la idea le había causado.

—Sí —convino Brunetti—, supongo que se les puede describir así.

Vianello acogió el concepto meneando la cabeza.

—¿Cómo vamos a protegerlo?

—De entrada, averiguando si tiene abogado y quién es —respondió Brunetti.

Con una sonrisa maliciosa, Vianello comentó:

—Da la impresión de que quieres apostar contra nosotros.

—Si van a acusarlo de todo lo que ha dicho Marvilli, necesitará a un buen abogado.

—¿Donatini? —sugirió Vianello, pronunciando el nombre como si fuera una obscenidad.

Brunetti levantó la mano con falso horror.

—No; yo no llegaría a tanto. Necesitará a alguien que sea tan bueno como Donatini, pero íntegro.

Más por fórmula que por convicción, Vianello repitió:

—¿Integro? ¿Un abogado?

—También los hay. Está la Rosato, aunque no sé en qué medida se dedica a lo criminal. Y Barasciutti, y Leonardi… —Su voz, poco a poco, se apagó.

Vianello no juzgó necesario señalar que, entre los dos, llevaban casi medio siglo trabajando con abogados criminalistas y sólo habían podido mencionar a tres que fueran honrados, y se limitó a decir:

—Deberíamos buscarlos, más que íntegros, eficaces.

De común acuerdo, soslayaron la evidencia de que ello situaba el nombre de Donatini en cabeza de la lista.

Brunetti miró el reloj.

—Cuando hable con la esposa le preguntaré si sabe de alguno. —Se enderezó, dio la vuelta a la mesa y se sentó.

Vio unos papeles que no estaban allí la víspera, pero apenas los miró.

—Habrá que averiguar una cosa —dijo.

—¿Quién autorizó la operación? —preguntó Vianello.

—Exactamente. Una patrulla de
carabinieri
no entrarían en la ciudad e irrumpirían en un domicilio particular sin autorización judicial y sin habernos informado a nosotros.

—¿Patta? —preguntó Vianello—. ¿Lo sabría él?

El nombre del
vicequestore
era el primero que le había venido a la cabeza a Brunetti, pero cuanto más lo pensaba menos probable le parecía la idea.

—Es posible. Pero nos habríamos enterado. —No mencionó que la inevitable fuente de tal información no habría sido el propio
vicequestore
sino su secretaria, la
signorina
Elettra.

—Entonces, ¿quién? —preguntó Vianello.

Al cabo de un momento, Brunetti dijo:

—Podría ser Scarpa.

—Pero él pertenece a Patta —dijo Vianello sin disimular su antipatía por el teniente.

—Últimamente ha cometido errores. Podría haber informado directamente al
questore,
para hacer méritos.

—¿Y cuando se entere Patta? —preguntó Vianello—. No le gustará que Scarpa le haya ninguneado.

No era la primera vez que Brunetti reparaba en la simbiosis existente entre aquellos dos caballeros del Sur: el
vicequestore
Patta y su perro guardián, el teniente Scarpa. Siempre había supuesto que Scarpa aspiraba a ser el protegido del
vicequestore.
Pero, ¿y si el teniente picaba más alto, y si su obsequiosidad para con Patta era un simple coqueteo, el medio para escalar un peldaño en el camino hacia una meta más alta? ¿Y si había puesto las miras en el propio
questore?

Con los años, Brunetti había aprendido a no subestimar a Scarpa, por lo que quizá conviniera contemplar esta posibilidad y, en lo sucesivo, tomarla en consideración en sus tratos con el teniente. Patta podía ser un idiota inclinado a la indolencia y la vanidad, pero Brunetti no tenía pruebas de que fuera corrupto —o sólo en trivialidades— ni de que estuviera en manos de la Mafia.

Desvió la mirada mientras desarrollaba este razonamiento. «¿Es que hemos llegado al punto en el que la ausencia de vicio es ya la virtud? —se preguntaba—. ¿Nos hemos vuelto todos locos?»

Vianello, conocedor de los hábitos de Brunetti, esperó a que su superior saliera de su abstracción para preguntar:

—¿Le pedimos a ella que lo averigüe?

—Creo que lo hará con mucho gusto —respondió Brunetti inmediatamente, pese a reconocer que no debía alentar a la
signorina
Elettra a practicar su afición de infiltrarse en el ámbito de la seguridad policial.

—¿Te acuerdas de la mujer que hará unos seis meses vino a hablarnos de aquella muchacha embarazada? —preguntó Brunetti.

Vianello asintió.

—¿Por qué?

Brunetti evocó a la mujer que había hablado con él: baja, más de sesenta años, pelo rubio con una fuerte permanente, y muy preocupada de que su marido pudiera enterarse de su visita a la policía. Pero alguien le había dicho que fuera. Una hija o una nuera la había convencido, si mal no recordaba.

—Me gustaría que comprobaras si se hizo transcripción de la entrevista. No recuerdo si la pedí, y he olvidado el nombre de la mujer. Fue en primavera, ¿no?

—Creo que sí —respondió Vianello—. Veré si la encuentro.

—Quizá no tenga nada que ver con esto, pero me gustaría leer qué dijo y, quizá, volver a hablar con ella.

—Si hay transcripción la encontraré —dijo Vianello.

Brunetti miró el reloj.

—Voy al hospital, a hablar con la esposa. Y pregunta a la
signorina
Elettra si podría averiguar quién fue informado de la… operación de los
carabinieri.
—Quería utilizar una palabra más dura (incursión, asalto), pero se contuvo.

—Hablaré con ella por la tarde —dijo el inspector.

—¿Por la tarde? —se sorprendió Brunetti.

—Hoy es martes —dijo Vianello, a modo de explicación, como quien dice: «Las tiendas de alimentación cierran los miércoles por la tarde, los restaurantes de pescado no abren los lunes y la
signorina
Elettra no trabaja los martes por la mañana.»

—Ah, sí, claro.

Capítulo 7

Era una mujer fuerte. Si a Brunetti le hubieran preguntado por qué se le había ocurrido esta palabra nada más ver a la esposa de Pedrolli, le habría costado trabajo dar con la respuesta, pero su sola presencia se la sugirió y la tuvo presente mientras estuvo hablando con ella. Estaba de pie al lado de la cama de su marido y tuvo un gesto de extrañeza al ver entrar a Brunetti, a pesar de que él había llamado a la puerta. Quizá esperaba a otra persona, alguien con bata blanca.

Era hermosa. Esto se le ocurrió a continuación: alta y esbelta, con una melena de rizos castaño oscuro. Tenía los pómulos marcados; los ojos claros, que tanto podían ser verdes como grises; y la nariz larga, fina y un poco respingona. La boca era grande, desproporcionada respecto a la nariz, pero los labios gruesos armonizaban perfectamente con la cara. Aunque debía de tener más de cuarenta años, su cutis era terso. Parecía por lo menos una década más joven que el hombre que estaba en la cama, aunque, dadas las circunstancias, la comparación no era justa.

Cuando la mujer vio que Brunetti no era la persona esperada, se volvió hacia su marido, que parecía dormir. Brunetti veía la frente, la nariz y la barba de Pedrolli y la larga forma de su cuerpo debajo de la manta.

La mujer miraba a su marido y Brunetti miraba a la mujer. Ella llevaba falda de lana verde oscuro y jersey beige. Zapatos marrones, caros, hechos más para estar de pie que para andar.

—Signora
? —dijo Brunetti desde la puerta.

—¿Sí? —preguntó ella lanzándole una mirada rápida y volviéndose otra vez hacia su marido.

—Soy de la policía.

El furor fue instantáneo y lo pilló desprevenido. Su voz tenía un filo sibilante que parecía precursor de una violencia física inminente:

—¿Cómo se atreven a venir aquí después de lo que nos han hecho? ¿Lo dejan inconsciente y ahora pretenden hablar conmigo?

Apretando los puños, dio dos pasos hacia Brunetti, que no pudo menos que levantar las manos con las palmas hacia afuera, en un ademán más apropiado para defenderse de los malos espíritus que de la violencia física.

—Yo no he tenido nada que ver con lo que ha ocurrido esta noche,
signora.
Estoy aquí para investigar el ataque del que ha sido objeto su marido.

—Mentira —escupió ella, pero no se acercó más.

—Signora
—dijo Brunetti en un tono de voz deliberadamente bajo—. A las dos de la mañana, me han llamado a casa, y he venido al hospital porque en la
questura
se había recibido información de que un hombre había sido atacado y conducido al hospital. —Era una versión un poco maquillada, incluso podía haber quien la calificara de mentira, pero la esencia era verdad—. Puede preguntar a los médicos y a las enfermeras, si lo desea. —Él la vio reflexionar.

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