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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Líbranos del bien (4 page)

¿Acaso el
dottor
Pedrolli, además de haber adoptado ilegalmente, estuviera involucrado en semejante tráfico de forma activa? En su calidad de pediatra, trataba a muchos niños y, a través de ellos, a los padres, quizá a padres que desearan más hijos o padres que pudieran ser persuadidos de renunciar a un hijo no deseado.

También tenía acceso a orfanatos: esos niños precisan tanta atención médica como los que viven con sus padres, o más. Brunetti sabía que Vianello se había criado con huérfanos: su madre se había hecho cargo de los hijos de una amiga, para impedir que fueran a un orfanato, por el atávico horror que estas instituciones inspiraban a la generación de sus padres. Sin duda, ahora las cosas eran distintas, con la intervención de los servicios sociales y los psicólogos infantiles. Pero Brunetti tuvo que reconocer que no sabía cuántos orfanatos existían en el país, ni dónde estaban.

Recordó los primeros años de su matrimonio, cuando la universidad asignó a Paola un curso sobre Dickens y él, con la solidaridad de un marido nuevo, había leído con ella todas aquellas novelas. Aún se estremecía al recordar el orfanato al que envían a Oliver Twist, o aquel pasaje de
Grandes esperanzas
que le heló la sangre, cuando la señora Joe sentencia que a los niños hay que educarlos «con la mano», expresión que ni él ni Paola se atrevían a descifrar y que los sobrecogía a ambos.

Pero Dickens escribía sus novelas hacía casi dos siglos, una época en que las familias eran mucho más numerosas que las de ahora. Sin ir más lejos, sus propios padres tenían seis hermanos cada uno. «¿Se procura tratar mejor a los niños ahora que están escasos?», se preguntó.

De pronto, Brunetti se llevó la mano derecha a la frente, con un involuntario ademán de sorpresa. No se había formulado acusación alguna contra el
dottor
Pedrolli, ni Brunetti había visto pruebas y, no obstante, ya daba por descontado que el hombre era culpable, por la sola palabra de un capitán calzado con botas de montar.

Interrumpió sus pensamientos la aparición de Vianello, por el extremo del corredor. El inspector se acercó, se sentó a su lado y le dijo:

—Me alegro de que aún estés aquí.

—¿Qué sucede? —preguntó Brunetti, que también se alegraba de ver al inspector.

En voz baja, Vianello empezó su explicación.

—Yo hacía el turno de noche con Riverre cuando se recibió la llamada. No entendía nada —dijo, tratando en vano de ahogar un bostezo. El inspector inclinó el cuerpo hacia adelante, apoyó los codos en las rodillas y volvió la cara hacia Brunetti—. Llamaba una mujer que decía que había hombres armados delante de una casa de San Marco. Por La Fenice, calle Venier, cerca de las viejas oficinas de la Carive.
[1]
Enviamos a una patrulla, pero cuando llegó los hombres ya se habían ido y alguien gritó desde una ventana que eran
carabinieri
y que habían llevado a un herido al hospital. —Miró a Brunetti, para ver si le seguía y continuó—: Los de la patrulla, nuestros hombres, me llamaron, me dijeron todo eso y también que el herido era un médico. Yo decidí venir a ver qué pasaba, y un imbécil de capitán, ¡con botas de montar, nada menos!, me dijo que el caso era suyo y que no me metiera. —Brunetti pasó por alto el insulto del inspector a un oficial—. Por eso te he llamado.

El inspector calló y Brunetti preguntó:

—¿Qué más puedes decirme?

—Después de llamarte, me he quedado esperando un rato. Cuando ha llegado el neurólogo he tratado de hablar con él para decirle lo ocurrido, pero entonces ha salido de la habitación el fantoche de las botas, y el médico ha entrado a ver al paciente. Yo he bajado a la lancha y he estado hablando con uno de los
carabinieri
que lo han traído. Me ha dicho que la unidad que ha hecho el arresto es de Verona, pero el de las botas está destinado aquí. Es de Pordenone o de por ahí y lleva unos seis meses en Venecia. Y cuando han entrado en la casa a arrestar a ese médico ha habido problemas. Él ha ido a atacar a uno de los hombres, se ha caído y, al ver que no se levantaba, su esposa se ha puesto a chillar y ellos lo han traído al hospital para que los médicos lo examinaran.

—¿Te ha hablado de un niño? —preguntó Brunetti.

—No. Nada de eso —respondió Vianello, desconcertado—. El hombre no parecía querer decir mucho, ni yo sabía qué preguntar. Sólo deseaba averiguar qué le había pasado a ese médico, cómo se había lesionado.

En pocas palabras, Brunetti refirió a Vianello lo que Marvilli le había dicho de la redada, el objetivo y el resultado. Vianello murmuró unas palabras entre dientes y a Brunetti le pareció oír «agredido».

—¿No crees que se haya caído? —preguntó Brunetti, recordando lo que había dicho la
dottoressa
Cardinale.

Vianello expulsó bruscamente el aliento con un estallido de incredulidad.

—No, a menos que tropezara con las espuelas del capitán cuando lo han sacado de la cama. Lo han traído desnudo. O, por lo menos, eso me ha dicho una de las enfermeras de abajo. Envuelto en una manta, pero desnudo.

—¿Y eso? —preguntó Brunetti.

—Un hombre, sin la ropa, no es más que medio hombre —dijo Vianello—. Un hombre desnudo no atacaría a un hombre armado —dedujo, erróneamente en este caso.

—Dos hombres armados, según creo —observó Brunetti.

—Exactamente —dijo Vianello, firme en su convicción.

—Sí —admitió Brunetti, y levantó la mirada al oír pasos en el corredor. Marvilli se acercaba. Mirando a Vianello, pero dirigiéndose a Brunetti, el capitán dijo:

—Veo que su sargento está explicándole lo sucedido.

Vianello fue a decir algo, pero Brunetti se lo impidió poniéndose en pie y dando un paso hacia Marvilli.

—El inspector me dice lo que le han dicho, capitán —respondió Brunetti con sonrisa pronta, y agregó—: Que no es forzosamente lo mismo.

A lo que Marvilli replicó al instante:

—Eso depende de con quién haya hablado, supongo.

—Estoy seguro de que al fin alguien nos dirá la verdad —concluyó Brunetti, que se preguntaba si Marvilli no estaría tan nervioso a causa del café.

La respuesta de Marvilli quedó cortada al abrirse la puerta de la habitación de Pedrolli. Salió un hombre de mediana edad cuya cara resultaba vagamente familiar a Brunetti. Vestía chaqueta deportiva de
tweed,
jersey amarillo pálido y pantalón vaquero. El hombre tenía la cara vuelta hacia el interior de la habitación y, levantando una mano, señaló al pasillo y dijo con voz amenazadora, sin apartar la mirada de algo o, según parecía ahora, de alguien:

—Fuera.

Un hombre mucho más joven, que vestía uniforme de camuflaje y portaba un fusil ametralladora, apareció en la puerta. Se detuvo, con la cara crispada por la confusión, miró hacia el extremo del pasillo y fue a decir algo.

El capitán agitó una mano para imponer silencio y, con un movimiento de la cabeza, le ordenó salir de la habitación. El joven salió al pasillo y se acercó a Marvilli, pero el capitán repitió el gesto, ahora con impaciencia, y el joven pasó por delante de él y siguió pasillo adelante. Ellos se quedaron escuchando el ruido de sus pasos que se alejaban.

Cuando se hizo el silencio, el médico cerró la puerta y se acercó. Al reconocer a Vianello movió la cabeza de arriba abajo, miró a Marvilli y le preguntó:

—¿Es usted el que está al mando? —Su tono era francamente agresivo.

—Sí —respondió Marvilli, y Brunetti notó cómo se esforzaba en mantener la voz tranquila—. ¿Puedo preguntar quién es usted? ¿Y por qué pregunta?

—Porque soy médico y ahí dentro tengo a un paciente que ha sido víctima de una agresión y, como usted es oficial de
carabinieri
y supongo que sabe lo ocurrido, quiero denunciar el hecho, y denunciarlo como delito.

—¿Una agresión? —preguntó Marvilli con fingida curiosidad—. Su paciente ha atacado a dos de mis hombres y a uno le ha roto la nariz. Así que, si ha habido agresión, el denunciado será él.

El médico miró a Marvilli con desdén y, sin molestarse en impedir que este sentimiento sonara en su voz, dijo:

—Mire, oficial… ignoro su graduación. A no ser que lo desnudaran después de fracturarle el cráneo, sus hombres, que supongo iban armados, fueron agredidos por un hombre desnudo. —Hizo una pausa y continuó—: No sé de dónde vienen ustedes, pero en Venecia no permitimos que la policía golpee a la gente. —Se volvió de espaldas a Marvilli, dando a entender que ya había terminado con él. Dirigiéndose a Vianello, dijo—: ¿Me permite dos palabras, inspector? —Y, cuando Vianello se disponía a hablar, agregó—: Ahí dentro.

—Por supuesto,
dottore
—dijo Vianello que, indicando a Brunetti con la mano derecha, añadió—: Mi superior, el comisario Brunetti. Está muy preocupado por todo este asunto.

—Ah, conque es usted. Mucho gusto —sonrió el médico, que tendió la mano a Brunetti como si considerara perfectamente natural observar las reglas de la etiqueta a las cuatro de la madrugada—. También me gustaría hablar con usted —dijo, como si Marvilli no estuviera a menos de un metro de él.

El médico se hizo a un lado para que entraran Brunetti y Vianello y cerró la puerta.

—Me llamo Damasco —dijo yendo hacia la cama—. Bartolomeo.

El herido los miraba con ojos turbios. La lámpara de la cabecera no estaba encendida ni en la habitación había más luz que la de una lamparilla situada al otro lado de la cama. Brunetti distinguió una mata de pelo castaño claro que cubría la frente del hombre y una barbita bastante canosa. La piel que asomaba por encima de la barba era áspera y rugosa y la parte superior de la oreja izquierda estaba roja e hinchada.

Pedrolli abrió la boca, pero el otro médico se inclinó hacia él y dijo:

—No temas, Gustavo. Estos hombres vienen a ayudarte. Y no te preocupes por la voz. Ya volverá. Tú descansa y deja actuar a los medicamentos. —Dio al hombre una palmada en el hombro y le subió la manta hasta la barbilla.

El de la cama miraba fijamente a su compañero, como conminándolo a entender lo que quería decir.

—Tranquilo, Gustavo. Bianca está bien. Alfredo está bien.

Brunetti observó que, al oír el último nombre, el hombre contrajo la cara en una mueca de dolor. Apretó los párpados para no mostrar la emoción que sentía y volvió la cara, sin abrir los ojos.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó Brunetti.

Damasco meneó la cabeza, como si quisiera desechar tanto la pregunta como su causa.

—Averiguarlo es tarea suya, comisario. La mía es tratar las consecuencias físicas.

Damasco observó la sorpresa de los dos hombres ante su brusquedad y se los llevó hacia la puerta:

—A eso de las dos, me ha llamado la
dottoressa
Cardinale —explicó—. Me ha dicho que uno de nuestros compañeros, el
dottor
Gustavo Pedrolli, estaba en Urgencias y que lo habían traído los
carabinieri.
Lo habían golpeado detrás de la oreja izquierda con un objeto lo bastante duro como para fracturarle el cráneo. Afortunadamente, en esa zona la pared es gruesa, y sólo tiene una fisura. Pero la lesión es grave. O puede serlo.

»Cuando llegué al hospital, unos veinte minutos después, había dos
carabinieri
en la puerta. Me han dicho que el herido tenía que estar bajo vigilancia porque había agredido a un compañero cuando éste trataba de arrestarlo. —Damasco cerró los ojos y apretó los labios, para indicar el crédito que le merecía la explicación.

»Poco después, mi colega de Pronto Soccorso me ha llamado para decirme que el "agredido" no tenía más que una desviación del cartílago nasal. Por consiguiente, no creo que haya sido víctima de una agresión violenta.

Brunetti preguntó con curiosidad:

—¿El
dottor
Pedrolli es de la clase de hombres que reaccionarían de ese modo? ¿Con violencia?

Damasco fue a responder, pero pareció recapacitar y finalmente dijo:

—No. Un hombre desnudo no atacaría a un hombre que tuviera una metralleta en la mano. —Hizo una pausa y agregó—: Como no fuera para defender a su familia. —Al ver que había captado la atención de sus oyentes, prosiguió—: Han tratado de impedir que entrara a ver a mi paciente. Quizá pensaban que iba a ayudarle a escapar por la ventana o qué sé yo. O a inventar una fábula. Les he dicho que era médico y cuando les he pedido el nombre del oficial al mando, me han dejado entrar, aunque me han exigido que uno estuviera conmigo mientras reconocía a Gustavo. —El médico agregó con orgullo—: Pero ahora lo he echado. Aquí no se hacen esas cosas.

El tono en que Damasco pronunció la última frase encontró eco en el interior de Brunetti. No; aquí no, y, menos, sin permiso de la policía local. Brunetti no consideró necesario decirlo así a Damasco y se limitó a señalar:

—Por la forma en que se ha dirigido a él,
dottore,
da la impresión de que su paciente no puede hablar. ¿Puede explicarme por qué?

Damasco desvió la mirada, como si buscara la respuesta en la pared. Finalmente, dijo:

—Parece querer hablar, pero no le salen las palabras.

—¿El golpe? —preguntó Brunetti.

Damasco se encogió de hombros.

—Puede ser. —Miró a sus interlocutores, primero a uno y luego al otro, como calculando hasta dónde podía explicar—. El cerebro es un órgano extraño y la mente lo es todavía más. Hace más de treinta años que trabajo con el cerebro y algo sé de su funcionamiento, pero la mente sigue siendo un misterio para mí.

—¿Y eso ocurre en este caso,
dottore
? —dijo Brunetti, intuyendo que el médico deseaba que se lo preguntara.

Otra vez se encogió de hombros Damasco, que dijo:

—Tengo la impresión de que la causa del mutismo no es el golpe. Puede ser el
shock
o puede ser que haya decidido no hablar hasta tener una idea más clara de lo que ocurre. —Damasco se frotó las mejillas con las palmas de las manos. Al bajar los brazos, prosiguió—: No sé. Como les he dicho, yo trabajo con el cerebro físico, neuronas y sinapsis, y las cosas que pueden ser probadas y medidas. Lo demás, lo psíquico, si quieren llamarlo así, lo dejo para otras personas.

—Pero lo menciona,
dottore
—dijo Brunetti, en un tono de voz tan bajo como el del médico.

—Sí; lo menciono. Hace mucho tiempo que conozco a Gustavo y en cierta medida sé cómo piensa y cómo reacciona. Por eso lo menciono.

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