Hizo el resto del camino a pie, con la bolsa de bolos en una mano y el bate y los cigarrillos en la otra. En la esquina de la Quinta Avenida con President Street, metió el bate en un contenedor de basura atestado, empujándolo de lado entre los montones de periódicos y cortezas de melón. Ese era el último asunto importante del que tenía que ocuparse. Aún le quedaba más de un kilómetro, pero a pesar de su agotamiento caminó cansinamente hacia su piso con una creciente sensación de tranquilidad. Fanny estaría allí para él, pensó, y una vez que la viera, lo peor habría terminado.
Eso explica la confusión que siguió. A Sachs no sólo le cogió desprevenido lo que vio cuando entró en el piso, sino que no estaba en condiciones de asimilar el más mínimo dato nuevo acerca de nada. Su cerebro estaba ya sobrecargado y había vuelto a casa a ver a Fanny precisamente porque creía que allí no habría sorpresas, porque era el único lugar donde podía contar con que le cuidaran. De ahí su desconcierto, su reacción de aturdimiento cuando la vio desnuda revolcándose sobre la cama con Charles. Su certidumbre se había disuelto en humillación y lo único que pudo hacer fue murmurar unas palabras de disculpa antes de salir corriendo del piso. Todo había sucedido a la vez, y aunque consiguió recuperar suficiente serenidad como para gritar sus bendiciones desde la calle, eso no fue más que un farol, un débil esfuerzo de último minuto para salvar la cara. La verdad era que se sentía como si el cielo se hubiese desplomado sobre su cabeza. Se sentía como si le hubieran arrancado el corazón.
Corrió calle abajo, corrió sólo para alejarse, sin tener ni idea de qué hacer a continuación. En la esquina de la calle 3 con la Séptima Avenida vio una cabina telefónica y eso le dio la idea de llamarme y pedirme una cama para pasar la noche. Cuando marcó mi número, sin embargo, estaba comunicando. Yo debía de estar hablando con Fanny en ese momento (ella me llamó inmediatamente después de que Sachs se marchase), pero Sachs interpretó que la señal de comunicar significaba que Iris y yo habíamos descolgado el teléfono. Era una conclusión sensata, ya que no parecía muy probable que ninguno de los dos estuviese hablando a las dos de la madrugada. Por lo tanto, no se molestó en volver a intentarlo. Cuando recuperó su moneda la utilizó para llamar a Maria. El timbre la sacó de un profundo sueño, pero una vez que oyó la desesperación en su voz le dijo que fuera inmediatamente. Los metros pasaban con poca frecuencia a aquella hora, y cuando Sachs cogió uno en Grand Army Plaza y llegó a su
loft
de Manhattan, ella estaba ya vestida y completamente despierta, sentada a la mesa de la cocina, bebiendo su tercera taza de café.
Era el sitio lógico adonde ir. Incluso después de su retirada al campo, Sachs había permanecido en contacto con Maria, y cuando finalmente hablé con ella de estos temas el otoño pasado, me mostró más de una docena de cartas y postales que él le había enviado desde Vermont. También habían tenido varias conversaciones telefónicas, me dijo ella, y en los seis meses que Sachs pasó fuera de la ciudad, no creía que hubieran transcurrido nunca más de diez días sin tener noticias de él de una manera u otra. La cuestión era que Sachs confiaba en ella y después de que Fanny saliera de su vida tan repentinamente (y con mi teléfono aparentemente descolgado), era lo natural que recurriese a Maria. Desde su accidente en junio del año anterior, era la única persona con la que se había desahogado, la única persona a la que le había permitido penetrar en el santuario de sus pensamientos. En resumidas cuentas, probablemente estaba más cerca de él en aquel momento que ninguna otra persona.
Sin embargo, resultó ser un terrible error. No porque Maria no estuviese dispuesta a socorrerle, no porque no quisiera dejarlo todo y ayudarle a salir de la crisis, sino porque estaba en posesión del único dato lo bastante poderoso como para convertir un desagradable infortunio en una tragedia a gran escala. Si Sachs no hubiese ido a su casa, estoy seguro de que las cosas se habrían resuelto rápidamente. El se habría tranquilizado después de una noche de descanso y luego habría acudido a la policía a contarles la verdad. Con ayuda de un buen abogado habría salido en libertad. Pero un nuevo elemento se añadió a la ya inestable mezcla de las últimas horas y acabó produciendo un compuesto letal, una cubeta de ácido que emitía sus peligros con un silbido en medio de una ondulante profusión de humo.
Incluso ahora me resulta difícil aceptarlo. Y hablo como alguien que debería saberlo, alguien que ha pensado mucho en los temas que aquí hay en juego. Toda mi edad adulta la he pasado escribiendo historias, poniendo a personas imaginarias en situaciones inesperadas y a menudo inverosímiles, pero ninguno de mis personajes ha experimentado nunca nada tan inverosímil como lo que Sachs vivió aquella noche en casa de Maria Turner. Si todavía me altera informar de lo que sucedió es porque lo real va siempre por delante de lo que podemos imaginar. Por muy disparatadas que creamos que son nuestras invenciones, nunca pueden igualar el carácter imprevisible de lo que el mundo real escupe continuamente. Esta lección me parece ineludible ahora.
Puede suceder cualquier cosa
. Y de una forma u otra, siempre sucede.
Las primeras horas que pasaron juntos fueron muy dolorosas y ambos las recordaban como una especie de tempestad, un golpeteo interior, un torbellino de lágrimas, silencios y palabras ahogadas. Poco a poco Sachs consiguió contar la historia. Maria le tuvo abrazado la mayor parte del tiempo, escuchando con arrebatada incredulidad mientras él le contaba todo lo que había sucedido. Fue entonces cuando le hizo su promesa, cuando le dio su palabra y juró que guardaría el secreto de los asesinatos. Más adelante pensaba convencerle de que fuese a la policía, pero por ahora su única preocupación era protegerle, demostrarle su lealtad. Sachs se estaba desmoronando, y una vez que las palabras comenzaron a salir de su boca, una vez que empezó a oírse describiendo las cosas que había hecho, fue presa de la repugnancia. Maria trató de hacerle comprender que había actuado en defensa propia —que no era responsable de la muerte del desconocido—, pero Sachs se negó a aceptar sus argumentos. Quisiera o no, había matado a un hombre, y las palabras nunca borrarían ese hecho. Pero si no hubiese matado al extraño, dijo Maria, el extraño le habría matado a él. Tal vez si, respondió Sachs, pero a la larga hubiera sido preferible a la posición en que se encontraba ahora. Habría sido mejor morir, dijo, mejor que le hubieran pegado un tiro aquella mañana que tener aquel recuerdo consigo para el resto de su vida.
Continuaron hablando, tejiendo y destejiendo estos argumentos torturados, sopesando el hecho y sus consecuencias, reviviendo las horas que Sachs había pasado en el coche, la escena con Fanny en Brooklyn, su noche en el bosque. Recorrieron el mismo terreno tres o cuatro veces, ambos incapaces de dormir, y luego, en mitad de esta conversación, todo se detuvo. Sachs abrió la bolsa de los bolos y mostró a Maria lo que había encontrado en el maletero del coche, con el pasaporte encima del dinero. Lo sacó y se lo tendió, insistiendo en que le echara un vistazo, empeñado en demostrar que el desconocido había sido una persona real, un hombre que tenía un nombre, una edad, un lugar de nacimiento. Esto hacia que todo resultara muy concreto, dijo. Si el hombre hubiese sido anónimo, tal vez habría sido posible pensar en él como en un monstruo, imaginar que merecía morir, pero el pasaporte le desmitificaba, le mostraba como un hombre igual a cualquier otro. Ahí estaban sus datos, el perfil de una vida real. Y ahí estaba su foto. Increíblemente, el hombre
sonreía
en la fotografía. Según le dijo Sachs a Maria cuando le puso el documento en la mano, estaba convencido de que aquella sonrisa le destruiría. Por muy lejos que se fuera de los sucesos de aquella mañana, nunca conseguiría escapar a ella.
Así que Maria abrió el pasaporte, pensando ya en lo que le diría a Sachs, buscando unas palabras que le tranquilizaran, y miró la foto fugazmente. Luego la miró de nuevo, llevando los ojos una y otra vez del nombre a la fotografía, y de repente (así fue como me lo contó el año pasado) sintió que su cabeza estaba a punto de estallar. Esas fueron las palabras exactas que utilizó para describir lo sucedido: “Sentí que mi cabeza estaba a punto de estallar.”
Sachs le preguntó qué pasaba. Había visto el cambio en su expresión y no lo entendía.
—Dios santo —dijo ella.
—¿Estás bien?
—Esto es una broma, ¿no? No es más que un estúpido chiste, ¿verdad?
—No te entiendo.
—Reed Dimaggio. Ésta es una foto de Reed Dimaggio.
—Eso es lo que dice ahí. No tengo ni idea de si es un nombre real.
—Le conozco.
—¿Qué?
—Le conozco. Estaba casado con mi mejor amiga. Yo asistí a su boda. Le pusieron mi nombre a su hija.
—Reed Dimaggio.
—Sólo hay un Reed Dimaggio. Y ésta es su foto. La estoy mirando ahora mismo.
—Eso no es posible.
—¿Crees que me lo estoy inventando?
—El hombre era un asesino. Le disparó al muchacho a sangre fría.
—Me da igual. Le conozco. Estaba casado con mi amiga Lillian Stern. De no ser por mí, no se habrían conocido.
Ya era casi de día, pero continuaron hablando todavía durante varias horas más, siguieron levantados hasta las nueve o las diez de la mañana mientras Maria le contaba su historia con Lillian Stern. Sachs, cuyo cuerpo se había ido desmoronando por el agotamiento, encontró fuerzas renovadas y se negó a acostarse hasta qué ella hubiese terminado. Oyó hablar de la infancia de Maria y Lillian en Massachusetts, de su traslado a Nueva York después de terminar sus estudios en el instituto, del largo período en el que perdieron contacto, de su inesperado reencuentro en el portal de la casa de Lillian. Maria le explicó la historia de la libreta de direcciones, desenterró las fotografías que le había hecho a Lillian y las extendió en el suelo ante él, le contó su experimento de cambiar de identidad. Esto había llevado directamente a que Lillian conociese a Dimaggio, le dijo, y a la apasionada relación amorosa que siguió. Maria nunca le había conocido muy bien y, excepto que le agradó, no podía decir mucho acerca de él. Sólo recordaba unos cuantos detalles al azar. Por ejemplo que había combatido en Vietnam, pero ya no tenía claro si había sido llamado a filas o se había alistado voluntario. Debieron de licenciarle a principios de los años setenta, sin embargo, ya que sabía con certeza que había ido a la universidad con una beca especial para los soldados y cuando Lillian le conoció en 1976 ya había terminado la carrera de letras y estaba a punto de irse a Berkeley como estudiante graduado en historia americana. En total le había visto cinco o seis veces, y varios de esos encuentros habían tenido lugar al principio, justo cuando él y Lillian se estaban enamorando. Lillian se marchó a California con él al mes siguiente, y después de eso Maria sólo le vio en dos ocasiones: en la boda en 1977 y después del nacimiento de su hija en 1981. El matrimonio terminó en 1984. Lillian habló varias veces con Maria durante el período de la separación, pero desde entonces sus contactos habían sido irregulares. Con intervalos cada vez más largos entre cada llamada.
Nunca había visto ninguna crueldad en Dimaggio, dijo, nada que sugiriese que fuese capaz de hacerle daño a nadie, y mucho menos de dispararle a un desconocido a sangre fría. No era un criminal, era un estudiante, un intelectual, un profesor, y él y Lillian habían vivido una vida bastante aburrida en Berkeley. Él daba clases como adjunto en la universidad y trabajaba en su tesis doctoral; ella estudiaba arte dramático, tuvo varios trabajos a tiempo parcial y actuaba en montajes teatrales y películas de estudiantes. Los ahorros de Lillian les ayudaron durante los dos primeros años, pero después el dinero escaseaba y con mucha frecuencia llegar a fin de mes era una proeza. Ciertamente no se podía decir que fuese la vida de un delincuente, dijo Maria.
Tampoco era la vida que ella había imaginado que su amiga elegiría. Después de los alocados años de Nueva York, parecía extraño que Lillian se hubiese emparejado con alguien como Dimaggio. Pero ya había pensado en dejar Nueva York, y las circunstancias de su encuentro habían sido tan extraordinarias (tan “arrebatadoras”, como dijo Maria) que la idea de marcharse con él debió de parecerle irresistible, no tanto una elección como una obra del destino. Es verdad que Berkeley no era Hollywood, pero tampoco Dimaggio era un ratón de biblioteca con gafas de montura metálica y el pecho hundido. Era un hombre joven, fuerte y guapo, y la atracción física no debió de ser ningún problema. Igualmente importante, él era más inteligente que nadie que ella hubiese conocido: hablaba mejor y sabía más, y tenía opiniones acerca de todos los temas. Lillian, que no había leído más de dos o tres libros en su vida, debió de quedar subyugada por él. Maria opinaba que probablemente pensó que Dimaggio la transformaría, que el mero hecho de conocerle la libraría de su mediocridad y la ayudaría a hacer algo de sí misma. Llegar a ser estrella de cine era solamente un sueño infantil. Tal vez tenía el físico adecuado, puede que incluso tuviera suficiente talento, pero, como Maria le explicó a Sachs, Lillian era demasiado perezosa para conseguir su objetivo, demasiado impulsiva para perseverar y concentrarse, demasiado carente de ambición. Cuando le pidió consejo a Maria, ésta le dijo francamente que se olvidase del cine y se agarrase a Dimaggio. Si él estaba dispuesto a casarse con ella, debía apresurarse a aceptar. Y eso es exactamente lo que Lillian hizo.
Que Maria supiese, el matrimonio parecía ir bien. Lillian nunca se quejaba, por lo menos, y aunque Maria empezó a tener algunas dudas después de su visita a California en 1981 (encontró a Dimaggio adusto y dominante, carente de sentido del humor), lo atribuyó a la agitación de la primera paternidad y se guardó sus pensamientos. Dos años y medio después, cuando Lillian la llamó para anunciarle su inminente separación, Maria se sorprendió. Lillian afirmó que Dimaggio estaba saliendo con otra mujer, pero luego, en la frase siguiente, mencionó algo acerca de que su pasado “la había alcanzado”. Maria siempre había supuesto que Lillian le había contado a Dimaggio cuál había sido su vida en Nueva York, pero al parecer nunca había llegado a hacerlo y, una vez que se trasladaron a California, decidió que seria mejor para ambos que no lo supiera. Una noche, cuando ella y Dimaggio estaban cenando en un restaurante de San Francisco, un antiguo cliente de ella se sentó en la mesa de al lado. El hombre estaba borracho y, después de que Lillian se negase a darse por enterada de sus miradas, sonrisas y detestables guiños, se levantó e hizo en voz alta unos comentarios insultantes, revelando su secreto allí mismo delante de su marido. Según Lillian le contó a Maria, Dimaggio se puso furioso cuando llegaron a casa. La tiró al suelo de un empujón, le dio patadas, arrojó los cacharros de cocina contra la pared, la llamó “puta” a gritos. Si la niña no se hubiese despertado, dijo ella, posiblemente la habría matado. Al día siguiente, cuando volvió a hablar con Maria, Lillian ni siquiera mencionó este incidente. Esta vez su historia era que Dimaggio “se había vuelto muy extraño”, que se trataba con “un puñado de radicales idiotas” y que estaba “insoportable”. Así que al final se había hartado de él y le había echado de casa. Con ésa ya eran tres versiones diferentes, dijo Maria; un ejemplo típico de cómo se enfrentaba Lillian a la verdad. Una de las historias podía ser auténtica. Incluso era posible que lo fuesen todas, pero era igualmente posible que las tres fuesen falsas. Con Lillian nunca se sabía, le explicó a Sachs. Tal vez Lillian le había sido infiel a Dimaggio y él la había dejado plantada. Quizá había sido así de sencillo. O quizá no.