Read Letters from Heaven / Cartas del cielo Online
Authors: Lydia Gil
Te quiero siempre
,
Tu abuela Rosa
El congrà era nuestra comida de fin de semana. Abuela preparaba una sopa de frijoles durante la semana y usaba lo que quedaba para el congrÃ. Cuando no habÃa preparado la sopa, usaba frijoles
de lata. De cualquier forma le quedaba delicioso. Ella decÃa que durante la colonia, los esclavos haitianos habÃan llevado el congrà a Cuba, a la región de Oriente de donde era mi familia. En su idioma, los esclavos llamaban a los frijoles “kongo” y al arroz “riz”, y de ahà vino la palabra “congrÔ.
Leo la receta y me doy cuenta de que milagrosamente ¡tenemos todos los ingredientes! Me pongo a cocinar de inmediato para darle la sorpresa a Mami.
CongrÃ
3 cucharadas de aceite, separadas
3 dientes de ajo, ligeramente machacados
1 cebolla
1 ajà verde
1 cucharadita de orégano
½ cucharadita de comino en polvo
½ taza de salsa de puré de tomate
2 tazas de arroz blanco (sin cocinar)
1 lata de 15 onzas de frijoles pequeños colorados
2 cucharaditas de sal
1 hoja de laurel
⢠Calienta dos cucharadas de aceite a fuego medianoalto en una cazuela y añade el ajo machado. SofrÃelo hasta que se dore, retÃralo y, en ese mismo aceite, sofrÃe el arroz. Revuelve durante 3 minutos hasta que selle. Ponlo aparte.
⢠Calienta la otra cucharada de aceite en una sartén aparte y sofrÃe la cebolla picada, el ajÃ, el orégano y el comino por unos minutos. Cuando la cebolla tome color, añade el puré de tomate. Revuélvelo por 2 minutos y ponlo aparte.
⢠Cuela los frijoles de la lata, reservando el lÃquido y añadiéndole agua hasta obtener 4 tazas.
⢠Vierte la mezcla del puré de tomate de la sartén a la cazuela y combÃnala con el arroz; añade los frijoles, las 4 tazas del lÃquido de los frijoles y la sal. Cuécelos a fuego mediano-alto hasta que hiervan, revolviendo la mezcla de vez en cuando para que no se pegue al fondo. Una vez hierva, tapa la cazuela y baja la temperatura al mÃnimo.
⢠Deja cocinar de 20 a 25 minutos, o hasta que esté listo el arroz. Añade sal y pimienta al gusto.
El congrà me quedó de maravilla. Mami y Lisa se chuparon los dedos de lo rico que sabÃa. Lo único que me pareció extraño es que Mami no me preguntara cómo lo habÃa hecho. Creo que sospecha que es la receta de Abuela porque sabÃa casi como el que ella hacÃa. Pero Mami ni lo mencionó. Es que tampoco menciona a Abuela. Es como si Abuela todavÃa estuviera en su cuarto mirando la novela. O, peor aún, como si nunca hubiera estado aquà con nosotras. Lisa sà la menciona, pero cuando lo hace, Mami cambia de tema.
Ayer fui al supermercado con doña Esperanza porque Mami empezó a trabajar los sábados también. Dice que sin el cheque de seguro social de Abuela, no nos da para cubrir los gastos. ¡Cómo quisiera que no trabajara tanto!
â¿Qué te hace falta, m'ija? âpregunta doña Esperanza.
âArroz, frijoles, pan âle digo mientras pienso en los pocos platos que sé prepararâ. Y plátanos verdes.
â¿Y qué tal pollo? ¿O carne? âpreguntaâ. ¿O es que Lisa las ha vuelto vegetarianas?
âLisa no es vegetariana âle digoâ. Come pollo.
âPues un buen pedazo de carne le vendrÃa bien âdiceâ. Está tan flaca esa mujer que si la agarra un ventarrón, se la lleva bien lejos.
âYo no sé preparar nada de carne todavÃa âle digo.
âTodo a su tiempo âme dice mientras pone en el carrito unos paquetes de carne.
Al contrario de Mamá, a doña Esperanza le encanta hablar de mi abuela. Me contó que ella fue la primera persona a quien Abuela conoció cuando se mudó para acá. Como doña Esperanza es puertorriqueña, ella también sentÃa nostalgia por su isla, como Abuela por la suya. Asà fue que entablaron amistad, hablando de la comida y de la gente que habÃan dejado atrás. Y como eran vecinas, hablaban todo el tiempo. Se sentaban al frente de la casa a tomar café y hablar del vecindario, de la novela, de las noticias, de todo menos de cosas tristes. Al menos yo nunca las oà tristes.
âEstoy aprendiendo a preparar las recetas de Abuela âle digo a doña Esperanza.
â¡Qué bueno! âme diceâ. Sabes que tu abuela me habÃa prometido que me iba a enseñar a preparar su famosa “Ropa vieja”. Pero entre una cosa y otra, se enfermó y nunca se pudo.
âPues si me manda la receta, yo se la enseño, doña Esperanza âle digo.
Me le quedo mirando a ver si me mira raro.
âGracias, nena âme diceâ. Me encantarÃa.
No entiendo por qué los adultos parecen pensar que el que alguien me escriba del más allá sea lo más natural del mundo, mientras que mis amigas, que se pasan los dÃas leyendo libros de hadas y de hechiceros, están convencidas de que he perdido la cabeza. No tiene sentido.
Al llegar a casa se me ocurre pedirle a doña Esperanza que me enseñe a preparar plátanos maduros porque ese plato también es tÃpico de su isla.
â¡Amarillos! âdiceâ. ¡Claro que sÃ!
En casa siempre hay plátanos. Verdes, amarillos y negros. Una vez Karen y Silvia estaban en casa y Abuela sacó un plátano maduro para cocinar. Karen pensó que estaba echado a perder y que si se lo comÃa, se iba a enfermar. La muy tonta no dijo nada hasta que Silvia intentó comerse uno de los plátanos maduros fritos que estaba sobre la mesa. Karen le agarró la mano para que no se lo comiera, pero Silvia ya se lo habÃa echado a la boca. ¡Por poco se atraganta cuando Karen le dijo que era un plátano negro y que se iba enfermar si se lo comÃa! Cuando le traduje a Abuela lo que estaba pasando, le dio tanta risa que se tuvo que salir de la cocina. Al rato, Abuela les explicó, y yo traduje.
âCuando los plátanos se frÃen verdes, se ponen bien crujientes y se sirven con sal âdijoâ. Como las mariquitas y los tostones, que son como mariquitas,
pero más grandes. Y cuando los plátanos pasan de amarillos a negros, es porque están bien maduros. Eso quiere decir que al freÃrlos van a quedar bien dulces.
âAy, Celeste, me vas a matar âdijo Karenâ. Primero me sirves un plátano negro y después me dices que los verdes están llenos de mariquitas.
A mi abuela le pareció comiquÃsimo el episodio. Después de reÃrse un buen rato, Abuela mondó un plátano verde y lo cortó en rueditas. Con la punta del cuchillo les señaló las manchitas negras del plátano.
âMa-ri-qui-ta âAbuela lo pronunció lentamente.
Karen y Silvia repitieron después de ella.
â
Ladybug
âle dijo Silvia a mi abuela.
Abuela lo repitió, despacito: “Lei-di-bog”.
El recuerdo me hace cambiar de idea, y le pido a doña Esperanza que preparemos mariquitas. Aunque yo sé cómo prepararlas, Mami no me deja freÃr sola porque tiene miedo que el aceite salpique y me queme. Entre las dos, cortamos los plátanos en rueditas bien finitas y doña Esperanza las frÃe. Recuerdo a mis amigas hablando con Abuela y me pongo un poco triste. Bueno, el lunes será otro dÃa.
Mariquitas
1 plátano verde
Sal y pimienta
Aceite para freÃr
⢠Calienta suficiente aceite para freÃr en una sartén o una freidora. Si usas una sartén, debes usar como una pulgada de aceite. (¡Dile a un adulto que te ayude a hacer esto!)
⢠Corta las puntas del plátano y después córtalo a la mitad para que se pueda mondar más fácilmente.
⢠Monda el plátano y córtalo en rueditas bien finitas, usando el rebanador de un rallador de caja.
⢠FrÃe las mariquitas hasta que se doren por ambos lados. Sácalas y déjalas escurrir sobre una malla o servilletas de papel.
⢠Sazónalas con sal y pimienta, y sÃrvelas enseguida.
Es lunes, pero Mami y yo despertamos cansadas, como si no hubiera habido fin de semana. Nos sentamos a la mesa a desayunar: un tazón de cereal, café con leche y tostadas. Mami se toma el café despacito y me cuenta de su otro trabajo, el de los sábados.
âNo está mal. Es un grupo divertido y nos la pasamos hablando mientras ponemos las cartas en los sobres. Es fácil y el tiempo pasa rápido.
âAy, Mami, ¡cómo quisiera que no tuvieras que trabajar tanto!
âNo va a ser para siempre, cielo âme diceâ. Un par de meses más en lo que me las arreglo para pagar cuentas. Y para que puedas regresar a las clases de baile.
âYo no necesito clases, Mami. Prefiero que te quedes aquà conmigo.
âPaciencia, hija âme dice en un tono que me recuerda a Abuelaâ. Todo llega y todo pasa.
Le cuento a Mami que soñé que un pequeño tornado me levantaba unas pulgadas del suelo.
âYo daba vueltas y vueltas âle digoâ, como si estuviera bailando a un ritmo que acelera fuera de control. Hasta que de repente, el viento dejó de soplar y ¡cataplún! me caà al suelo como un mangó maduro. No podÃa levantarme y empecé a gritar, pero nadie vino. Y ahà me desperté.
âCielo âme dice con ternuraâ, siempre estoy cerquita de ti.
âLo sé.
Cuando llego a la escuela, veo a Karen y a Silvia en el pasillo. Desde lejos parecen un diez perfecto. Karen: alta y flaca. Silvia: bajita y regordeta. Me saludan como si nada hubiera pasado. Bueno, quizás nada pasó.
â¿Qué hiciste el fin de semana? âpregunta Karen.
âCocinar, ir al supermercado y lavar una pila interminable de platos âle digo. De repente me doy cuenta de que sueno como una vieja. âBueno, también vi un par de programas en la tele.
â¿Y no fuiste al estudio? âpregunta Silvia.
âNo. Creo que no voy a bailar más. Ya no me gusta tanto.
Me miran con asombro. Trato de mostrar indiferencia porque no quiero que se den cuenta que estoy mintiendo. La verdad es que amo el baile
desde que nacÃ. Ellas lo saben porque nunca puedo esperar en una fila sin bailar. Cuando hay música, algo dentro de mà se mueve, aunque yo no quiera.
â¿Y ustedes? âles pregunto, cambiando el temaâ. ¿Qué hicieron?
âMe pasé el fin de semana leyendo uno de los libros de la Sociedad Secreta âdice Karenâ. Estaba tan emocionante que hasta me quedé sin cenar. ¡Se me olvidó comer!