Letters from Heaven / Cartas del cielo (9 page)

Te quiero siempre
,

Tu abuela Rosa

El congrí era nuestra comida de fin de semana. Abuela preparaba una sopa de frijoles durante la semana y usaba lo que quedaba para el congrí. Cuando no había preparado la sopa, usaba frijoles
de lata. De cualquier forma le quedaba delicioso. Ella decía que durante la colonia, los esclavos haitianos habían llevado el congrí a Cuba, a la región de Oriente de donde era mi familia. En su idioma, los esclavos llamaban a los frijoles “kongo” y al arroz “riz”, y de ahí vino la palabra “congrí”.

Leo la receta y me doy cuenta de que milagrosamente ¡tenemos todos los ingredientes! Me pongo a cocinar de inmediato para darle la sorpresa a Mami.

Congrí

3 cucharadas de aceite, separadas

3 dientes de ajo, ligeramente machacados

1 cebolla

1 ají verde

1 cucharadita de orégano

½ cucharadita de comino en polvo

½ taza de salsa de puré de tomate

2 tazas de arroz blanco (sin cocinar)

1 lata de 15 onzas de frijoles pequeños colorados

2 cucharaditas de sal

1 hoja de laurel

• Calienta dos cucharadas de aceite a fuego medianoalto en una cazuela y añade el ajo machado. Sofríelo hasta que se dore, retíralo y, en ese mismo aceite, sofríe el arroz. Revuelve durante 3 minutos hasta que selle. Ponlo aparte.

• Calienta la otra cucharada de aceite en una sartén aparte y sofríe la cebolla picada, el ají, el orégano y el comino por unos minutos. Cuando la cebolla tome color, añade el puré de tomate. Revuélvelo por 2 minutos y ponlo aparte.

• Cuela los frijoles de la lata, reservando el líquido y añadiéndole agua hasta obtener 4 tazas.

• Vierte la mezcla del puré de tomate de la sartén a la cazuela y combínala con el arroz; añade los frijoles, las 4 tazas del líquido de los frijoles y la sal. Cuécelos a fuego mediano-alto hasta que hiervan, revolviendo la mezcla de vez en cuando para que no se pegue al fondo. Una vez hierva, tapa la cazuela y baja la temperatura al mínimo.

• Deja cocinar de 20 a 25 minutos, o hasta que esté listo el arroz. Añade sal y pimienta al gusto.

5          
MARIQUITAS

El congrí me quedó de maravilla. Mami y Lisa se chuparon los dedos de lo rico que sabía. Lo único que me pareció extraño es que Mami no me preguntara cómo lo había hecho. Creo que sospecha que es la receta de Abuela porque sabía casi como el que ella hacía. Pero Mami ni lo mencionó. Es que tampoco menciona a Abuela. Es como si Abuela todavía estuviera en su cuarto mirando la novela. O, peor aún, como si nunca hubiera estado aquí con nosotras. Lisa sí la menciona, pero cuando lo hace, Mami cambia de tema.

Ayer fui al supermercado con doña Esperanza porque Mami empezó a trabajar los sábados también. Dice que sin el cheque de seguro social de Abuela, no nos da para cubrir los gastos. ¡Cómo quisiera que no trabajara tanto!

—¿Qué te hace falta, m'ija? —pregunta doña Esperanza.

—Arroz, frijoles, pan —le digo mientras pienso en los pocos platos que sé preparar—. Y plátanos verdes.

—¿Y qué tal pollo? ¿O carne? —pregunta—. ¿O es que Lisa las ha vuelto vegetarianas?

—Lisa no es vegetariana —le digo—. Come pollo.

—Pues un buen pedazo de carne le vendría bien —dice—. Está tan flaca esa mujer que si la agarra un ventarrón, se la lleva bien lejos.

—Yo no sé preparar nada de carne todavía —le digo.

—Todo a su tiempo —me dice mientras pone en el carrito unos paquetes de carne.

Al contrario de Mamá, a doña Esperanza le encanta hablar de mi abuela. Me contó que ella fue la primera persona a quien Abuela conoció cuando se mudó para acá. Como doña Esperanza es puertorriqueña, ella también sentía nostalgia por su isla, como Abuela por la suya. Así fue que entablaron amistad, hablando de la comida y de la gente que habían dejado atrás. Y como eran vecinas, hablaban todo el tiempo. Se sentaban al frente de la casa a tomar café y hablar del vecindario, de la novela, de las noticias, de todo menos de cosas tristes. Al menos yo nunca las oí tristes.

—Estoy aprendiendo a preparar las recetas de Abuela —le digo a doña Esperanza.

—¡Qué bueno! —me dice—. Sabes que tu abuela me había prometido que me iba a enseñar a preparar su famosa “Ropa vieja”. Pero entre una cosa y otra, se enfermó y nunca se pudo.

—Pues si me manda la receta, yo se la enseño, doña Esperanza —le digo.

Me le quedo mirando a ver si me mira raro.

—Gracias, nena —me dice—. Me encantaría.

No entiendo por qué los adultos parecen pensar que el que alguien me escriba del más allá sea lo más natural del mundo, mientras que mis amigas, que se pasan los días leyendo libros de hadas y de hechiceros, están convencidas de que he perdido la cabeza. No tiene sentido.

Al llegar a casa se me ocurre pedirle a doña Esperanza que me enseñe a preparar plátanos maduros porque ese plato también es típico de su isla.

—¡Amarillos! —dice—. ¡Claro que sí!

En casa siempre hay plátanos. Verdes, amarillos y negros. Una vez Karen y Silvia estaban en casa y Abuela sacó un plátano maduro para cocinar. Karen pensó que estaba echado a perder y que si se lo comía, se iba a enfermar. La muy tonta no dijo nada hasta que Silvia intentó comerse uno de los plátanos maduros fritos que estaba sobre la mesa. Karen le agarró la mano para que no se lo comiera, pero Silvia ya se lo había echado a la boca. ¡Por poco se atraganta cuando Karen le dijo que era un plátano negro y que se iba enfermar si se lo comía! Cuando le traduje a Abuela lo que estaba pasando, le dio tanta risa que se tuvo que salir de la cocina. Al rato, Abuela les explicó, y yo traduje.

—Cuando los plátanos se fríen verdes, se ponen bien crujientes y se sirven con sal —dijo—. Como las mariquitas y los tostones, que son como mariquitas,
pero más grandes. Y cuando los plátanos pasan de amarillos a negros, es porque están bien maduros. Eso quiere decir que al freírlos van a quedar bien dulces.

—Ay, Celeste, me vas a matar —dijo Karen—. Primero me sirves un plátano negro y después me dices que los verdes están llenos de mariquitas.

A mi abuela le pareció comiquísimo el episodio. Después de reírse un buen rato, Abuela mondó un plátano verde y lo cortó en rueditas. Con la punta del cuchillo les señaló las manchitas negras del plátano.

—Ma-ri-qui-ta —Abuela lo pronunció lentamente.

Karen y Silvia repitieron después de ella.

—
Ladybug
—le dijo Silvia a mi abuela.

Abuela lo repitió, despacito: “Lei-di-bog”.

El recuerdo me hace cambiar de idea, y le pido a doña Esperanza que preparemos mariquitas. Aunque yo sé cómo prepararlas, Mami no me deja freír sola porque tiene miedo que el aceite salpique y me queme. Entre las dos, cortamos los plátanos en rueditas bien finitas y doña Esperanza las fríe. Recuerdo a mis amigas hablando con Abuela y me pongo un poco triste. Bueno, el lunes será otro día.

Mariquitas

1 plátano verde

Sal y pimienta

Aceite para freír

• Calienta suficiente aceite para freír en una sartén o una freidora. Si usas una sartén, debes usar como una pulgada de aceite. (¡Dile a un adulto que te ayude a hacer esto!)

• Corta las puntas del plátano y después córtalo a la mitad para que se pueda mondar más fácilmente.

• Monda el plátano y córtalo en rueditas bien finitas, usando el rebanador de un rallador de caja.

• Fríe las mariquitas hasta que se doren por ambos lados. Sácalas y déjalas escurrir sobre una malla o servilletas de papel.

• Sazónalas con sal y pimienta, y sírvelas enseguida.

6          
ROPA VIEJA

Es lunes, pero Mami y yo despertamos cansadas, como si no hubiera habido fin de semana. Nos sentamos a la mesa a desayunar: un tazón de cereal, café con leche y tostadas. Mami se toma el café despacito y me cuenta de su otro trabajo, el de los sábados.

—No está mal. Es un grupo divertido y nos la pasamos hablando mientras ponemos las cartas en los sobres. Es fácil y el tiempo pasa rápido.

—Ay, Mami, ¡cómo quisiera que no tuvieras que trabajar tanto!

—No va a ser para siempre, cielo —me dice—. Un par de meses más en lo que me las arreglo para pagar cuentas. Y para que puedas regresar a las clases de baile.

—Yo no necesito clases, Mami. Prefiero que te quedes aquí conmigo.

—Paciencia, hija —me dice en un tono que me recuerda a Abuela—. Todo llega y todo pasa.

Le cuento a Mami que soñé que un pequeño tornado me levantaba unas pulgadas del suelo.

—Yo daba vueltas y vueltas —le digo—, como si estuviera bailando a un ritmo que acelera fuera de control. Hasta que de repente, el viento dejó de soplar y ¡cataplún! me caí al suelo como un mangó maduro. No podía levantarme y empecé a gritar, pero nadie vino. Y ahí me desperté.

—Cielo —me dice con ternura—, siempre estoy cerquita de ti.

—Lo sé.

Cuando llego a la escuela, veo a Karen y a Silvia en el pasillo. Desde lejos parecen un diez perfecto. Karen: alta y flaca. Silvia: bajita y regordeta. Me saludan como si nada hubiera pasado. Bueno, quizás nada pasó.

—¿Qué hiciste el fin de semana? —pregunta Karen.

—Cocinar, ir al supermercado y lavar una pila interminable de platos —le digo. De repente me doy cuenta de que sueno como una vieja. —Bueno, también vi un par de programas en la tele.

—¿Y no fuiste al estudio? —pregunta Silvia.

—No. Creo que no voy a bailar más. Ya no me gusta tanto.

Me miran con asombro. Trato de mostrar indiferencia porque no quiero que se den cuenta que estoy mintiendo. La verdad es que amo el baile
desde que nací. Ellas lo saben porque nunca puedo esperar en una fila sin bailar. Cuando hay música, algo dentro de mí se mueve, aunque yo no quiera.

—¿Y ustedes? —les pregunto, cambiando el tema—. ¿Qué hicieron?

—Me pasé el fin de semana leyendo uno de los libros de la Sociedad Secreta —dice Karen—. Estaba tan emocionante que hasta me quedé sin cenar. ¡Se me olvidó comer!

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