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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (71 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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»"No hay noticia de quiénes fueron los primeros a quienes trasmitieron la sangre la Madre y el Padre. Sólo sabemos que difundieron la religión a las islas del gran mar y a las tierras de los dos ríos y a los bosques del norte. Que en santuarios de diversos lugares, el dios lunar gobernaba y bebía sus sacrificios de sangre y utilizaba sus poderes para mirar en los corazones de los hombres. Durante los periodos entre sacrificios, en los ayunos, la mente del dios podía abandonar su cuerpo; podía cruzar los cielos y aprender mil cosas. Y los mortales de más pureza de corazón podían acudir al santuario y escuchar la voz del dios, y éste la suya.”

»"Pero ya antes de mi tiempo, hace mil años, todo aquello no era más que una leyenda vieja e incoherente. Los dioses de la Luna habían regido Egipto durante tal vez tres mil años. Y la religión había sido atacada muchas veces.”

»"Cuando los sacerdotes egipcios se pasaron al dios Sol, Amor Ra, abrieron las criptas del dios de la Luna y dejaron que el Sol le redujera a cenizas. Y muchos de nuestra raza fueron destruidos. Lo mismo sucedió cuando los primeros guerreros bárbaros irrumpieron en Grecia y arrasaron los santuarios y mataron aquello que les resultaba incomprensible.”

»"Ahora, el balbuceante oráculo de Delfos gobierna donde en otro tiempo lo hicimos nosotros, y otras estatuas se alzan donde estuvieron nuestros centros de culto. Nuestro último reducto de poder se extiende por los bosques del norte de los que saliste, entre los que todavía bañan nuestros altares con la sangre de los malhechores, y en los pequeños pueblos de Egipto, donde un par de sacerdotes atiende al dios de la cripta y permite a los fíeles llevar ante su dios a algún delincuente, pues no pueden llevarse al inocente sin levantar sospechas y, de malhechores y forasteros, siempre hay alguno a disposición. Y en el corazón de las junglas de África, cerca de las ruinas de viejas ciudades que nadie recuerda, también allí somos obedecidos todavía.”

»"Pero nuestra historia está salpicada de relatos de herejes: Bebedores de la Sangre que no buscan guía y consejo en la diosa y que siempre utilizan sus poderes como les viene en gana.”

»"En Roma, en Atenas, en todas las ciudades del Imperio, viven quienes no acatan las leyes del bien y del mal y emplean sus poderes para sus propios fines.”

»"Y también ellos han sufrido una muerte horrible en el calor y las llamas, igual que les ha sucedido a los dioses de los bosques y de los santuarios y, si alguno ha sobrevivido, probablemente no tiene la menor idea de que todos estábamos sometidos a la llama letal, de que la Madre y el Padre han sido expuestos al sol de esta manera.”

»El Viejo suspendió su relato en este punto.

»Estaba estudiando mi reacción. La biblioteca se hallaba en silencio. Si los demás acechaban tras las paredes, no podía percibir su presencia.

»—¡No me creo una sola palabra de eso! —proclamé.

»El Viejo me miró unos instantes con muda estupefacción y luego se echó a reír inconteniblemente.

»En un acceso de rabia, abandoné la biblioteca, crucé las salas del templo y ascendí por el túnel hasta la calle.

11

»Aquello, abandonar un lugar a cajas destempladas, interrumpir bruscamente una conversación y marcharse, era un comportamiento muy inhabitual en mí. Jamás había hecho una cosa semejante cuando era un mortal, pero, como ya he dicho, me hallaba al borde de la locura, de la primera locura que padecemos muchos de nosotros, en especial aquellos que han sido transformados, por la fuerza, en lo que somos.

Regresé a mi casita, cerca de la gran biblioteca de Alejandría, y me tumbé en el lecho como si realmente pudiera echarme a dormir y escapar de todo aquello.

»"Una estupidez sin sentido" murmuré para mí.

»Pero cuanto más pensaba en el relato del Viejo, más sentido le encontraba. Tenía sentido que algo contenido en mi sangre me impulsaba a beber más sangre. Tenía sentido que ese algo potenciaba todas mis sensaciones y que mantenía en funcionamiento mi cuerpo —una mera imitación, ahora, de un cuerpo humano—, cuando éste debería haberse colapsado. Y también tenía sentido que aquello carecía de inteligencia propia y, pese a ello, era un poder, una fuerza organizada con un deseo propio de vivir.

»Y, finalmente, tenía sentido que todos estuviésemos conectados con la Madre y el Padre, pues se trataba de algo espiritual y carecía de otros límites físicos que los del cuerpo individual del que se hubiese adueñado. Aquello, aquel “algo”, era la vid y nosotros los racimos, diseminados a grandes distancias pero conectados entre sí por los finos sarmientos que se extendían a lo largo y ancho de todo el mundo »Ésta era la razón de que los dioses pudieran oírse tan bien entre ellos, de que yo conociera la presencia de los otros en Alejandría antes incluso de que me llamaran. Ésta era la razón de que hubieran podido acudir a mi encuentro en mi casa y de que me hubieran sabido conducir a la puerta secreta.

»Muy bien, tal vez fuera verdad. Y tal vez, como había dicho el viejo, aquella fusión de una fuerza inefable con un cuerpo y una mente humanos que había dado lugar a los Nuevos Seres había sido realmente un accidente.

»Aun así, no me gustó la idea.

»Me rebelé contra ella porque, si algo era yo, era un individuo, un ser único, con un profundo sentido de mis propios derechos y prerrogativas. No advertía que fuera huésped de un ente extraño. Seguía siendo Marius, no importaba lo que hubieran hecho conmigo.

«Finalmente, sólo me quedó un único pensamiento: si estaba vinculado con aquellos seres, con la Madre y el Padre, tenía que verlos y cerciorarme de que estaban a salvo. No podía vivir con la incertidumbre de saber que podía morir en cualquier momento por culpa de una alquimia que me resultaba incomprensible e imposible de controlar.

»Pero no regresé al templo subterráneo. Pasé las noches siguientes saciándome de sangre hasta que mis abatidos pensamientos quedaron ahogados en ella; luego, de madrugada, deambulaba por la gran biblioteca de Alejandría, devorando libros como siempre había hecho.

»Parte de mi locura se desvaneció. Dejé de sentir añoranza por mi familia mortal. Desapareció mi irritación contra aquel condenado ser del templo bajo tierra y pensé, más bien, en aquella nueva fuerza que poseía. Viviría siglos enteros y conocería la respuesta a interrogantes de todo tipo. ¡Sería la conciencia continua de las cosas con el paso del tiempo! Y, mientras sólo tomara mis presas entre los malhechores, podría soportar mi sed de sangre, deleitarme con ella, de hecho. Y cuando llegara el momento indicado, procedería a crear a mis compañeros, y los crearía bien.

»¿Qué quedaba, entonces? Regresar ante el Viejo y descubrir dónde había ocultaba a la Madre y al Padre. Y ver a estos dos seres con mis propios ojos. Y hacer precisamente lo que el Viejo había amenazado con hacer, sepultarlos en la tierra a tal profundidad que ningún mortal pudiera encontrarlos y dejarlos expuestos a la luz.

»Era fácil pensar en ello; era sencillo imaginarles muriendo de aquella forma tan simple.

»Cinco noches después de la conversación con el Viejo, cuando todos estos pensamientos hubieron tenido tiempo de desarrollarse en mi mente, me acosté a descansar en mi alcoba, con las lámparas brillando tras las delicadas cortinas del lecho como aquella otra noche. Bajo una luz dorada y difusa, presté atención a los sonidos de la Alejandría dormida y me perdí en brumosas ensoñaciones. Disgustado conmigo mismo por no haber regresado a verle, me pregunté si el Viejo volvería a visitarme. Y, en el preciso instante en que tal pensamiento aparecía en mi mente advertí que una silueta inmóvil ocupaba el umbral de la puerta.

»Alguien me estaba observando. Lo noté perfectamente. Para ver de quién se trataba, no tenía más que volver la cabeza. Entonces sería el momento de tomar la voz cantante frente al Viejo. Le diría: "Así que has salido de la soledad y el desencanto y ahora quieres seguir hablando conmigo, ¿no? ¿Por qué no vuelves allí y te sientas en silencio a herir a tus espectrales compañeros, a esa fraternidad de las cenizas?". Por supuesto, no iba a decirle tales cosas, pero no quise renunciar a pensarlas y a permitir al Viejo —si era él, efectivamente, quien estaba a la puerta de la alcoba— que las escuchara.

»La figura del umbral de la alcoba no se marchó.

¡¡Lentamente, volví los ojos en dirección a la puerta y allí, de pie, descubrí a una mujer. Y no una mujer cualquiera, sino una espléndida egipcia de piel bronceada, ataviada con artísticas joyas y vestida como las antiguas reinas con telas vaporosas y plisadas, cuyo cabello negro le caía hasta los hombros, entretejido de hilos de oro. Emanaba de ella una fuerza inmensa, una invisible e impresionante sensación de su presencia, de su materialización en aquella estancia minúscula e insignificante.

»Me incorporé en el lecho y aparté las cortinas, al tiempo que las lámparas de la alcoba se apagaban. Vi el humo que se elevaba de sus mechas en la oscuridad, volutas grises como serpientes retorciéndose hacia el techo para al fin desaparecer. La mujer seguía allí; la escasa luz restante definió su rostro inexpresivo y sacó brillantes reflejos a las joyas que rodeaban su cuello y a sus grandes ojos almendrados. Y, en silencio, ella dijo:

Marius, sácanos de Egipto.

»Y, acto seguido, desapareció.

»El corazón se me aceleró incontrolablemente. Salí al jardín en su busca. Salté el muro y me encontré solo, escuchando con atención en mitad de la desierta calle sin asfaltar.

»Eché a correr hacia el barrio antiguo donde había encontrado la puerta. Me proponía entrar en el templo subterráneo y encontrar al Viejo para decirle que debía llevarme hasta ella, que la había visto, que se había movido y había hablado. ¡Que había acudido a mí! Estaba delirando de gozo, pero, cuando llegué a la puerta, supe que no debía bajar al templo. Supe que, si dejaba la ciudad y me adentraba en las arenas, la encontraría. Ella me estaba guiando ya hacia el lugar donde se hallaba.

»Durante la hora que siguió, pude evocar la fortaleza y la rapidez que ya había conocido en los bosques de la Galia y que no había vuelto a utilizar desde entonces. Salí de la ciudad al campo abierto, donde la única luz era la que proporcionaban las estrellas, y anduve hasta llegar a un templo en ruinas. Allí, empecé a cavar en la arena. A una banda de mortales le habría llevado varias horas descubrir la trampilla, pero yo lo hice con rapidez y también conseguí levantarla, cosa que no habrían podido hacer los mortales.

»Los tortuosos pasadizos y escaleras que recorrí no estaban iluminados. Me maldije por no haber llevado una vela, pues el sobresalto que había experimentado ante la visión de la mujer me había impulsado a salir corriendo tras ella como si estuviera enamorado.

»—Ayúdame, Akasha —musité. Coloqué las manos delante de mí y traté de no sentir un miedo mortal a aquella negrura en la que era tan ciego como cualquier hombre corriente.

»Mis manos tocaron algo duro. Me apoyé en ello. Recuperé el aliento y traté de recobrar el dominio de mí mismo. Después, las manos recorrieron el objeto y palparon lo que parecía el pecho de una estatua humana, los hombros, los brazos. Pero no se trataba de una estatua; aquello, aquella cosa, estaba hecho de algo más elástico que la piedra. Y cuando mi mano encontró el rostro, noté que los labios eran ligeramente más suaves que el resto y la retiré rápidamente.

»Pude oír los latidos de mi corazón y noté la punzante humillación de la cobardía. No me atreví a pronunciar el nombre de Akasha. Supe que el rostro que acababa de tocar era el de un hombre. El de Enkil.

»Cerré los ojos, tratando de pensar algo, de urdir algún plan de acción que no consistiera en dar media vuelta y echar a correr como un loco. Entonces escuché un sonido seco, un crujido, y advertí fuego tras mis párpados cerrados.

»Al abrir los ojos, vi el brillo de una antorcha en la pared, detrás de la figura; vi su oscuro perfil cerniéndose ante mí, sus ojos animados mirándome sin duda, sus negras pupilas bañadas en una luz grisácea y mortecina. El resto de él parecía sin vida, con las manos caídas a los costados. Iba ataviado con adornos como se me había aparecido ella, y vestía la gloriosa indumentaria de los faraones, con el cabello entretejido también de hilos de oro. Su piel era bronceada como la de ella; realzada, según las palabras del Viejo. En su inmovilidad, con la mirada fija en mí, era la encarnación de la amenaza.

»Ella estaba sentada en una grada de piedra de la cámara desnuda que se abría tras Enkil. Tenía la cabeza ladeada y los brazos fláccidos como si fuera un cuerpo sin vida arrojado allí. Su túnica estaba manchada de arena, igual que sus pies calzados con sandalias, y su mirada era vacía y ausente. La perfecta apariencia de la muerte.

»Y él, como un centinela de piedra de una tumba real, me impedía el paso.

»No pude captar ningún pensamiento de ellos, igual que tú tampoco los has captado cuando te he llevado a la cámara subterránea aquí, en la isla. Y te aseguro, Lestat, que creí morirme de miedo allí mismo.

»Pero había visto la arena de sus pies y de su túnica. ¡Ella había acudido a mí! ¡Lo había hecho!

«Advertí entonces que alguien había penetrado en el pasadizo tras mis pasos. Alguien avanzaba trabajosamente por el corredor y, al volver la cabeza, vi a uno de los quemados, casi un mero esqueleto que tenía al descubierto las negras encías y cuyos colmillos se hincaban en la piel brillante de su labio inferior, oscura y arrugada como la de una pasa.

»Reprimí un jadeo al verle, al observar sus miembros huesudos, sus pies dislocados, el bamboleo de sus brazos a cada paso. Venía hacia nosotros, pero no pareció reparar en mi presencia. Levantó las manos y empujó a Enkil.

»—¡No, no, vuelve a la cámara! —susurró en una voz baja y frágil—. ¡No, No! —y cada sílaba parecía llevarse todo lo que tenía. Sus brazos secos y arrugados empujaron de nuevo la figura, sin lograr moverla.

»—¡Ayúdame! —me dijo—. Se han movido. ¿Por qué? Hazles volver. Cuanto más se mueven, más difícil es devolverlos a su lugar.

»Miré a Enkil y sentí el mismo horror que tú has experimentado al ver esa estatua dotada de vida, aparentemente incapaz de moverse o reacia a hacerlo. Bajo mi mirada, el espectáculo se hizo aún más horrible porque aquella piltrafa ennegrecida se había puesto a gritar y a clavar su uñas en Enkil, impotente. Y la visión de aquel ser que debería estar muerto, consumiéndose de aquella manera, y de aquel otro ser de aspecto tan perfectamente divino y majestuoso, allí plantado, fue más de lo que podía soportar.

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