Read Lázaro Online

Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Lázaro (31 page)

—Por supuesto, la idea me halaga. Sin embargo, necesito pensarlo con mucho cuidado.

—Tómese todo el tiempo necesario. Hable con las personas que le parezcan más apropiadas. Como dije, es un tema de importancia considerable en el desarrollo futuro de nuestra política europea.

En definitiva, Matt Neylan decidió aplicar al pie de la letra la sugerencia del embajador. Pidió y obtuvo un encuentro con el secretario de Estado, que le recibió en la sombría sala de conferencias reservada a los visitantes casuales. Neylan fue derecho al punto.

—Le ofrezco algo
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, Eminencia. Necesito un favor a cambio. —Hasta ahora —Agostini dibujó un breve gesto en el aire con las yemas de los dedos y sonrió al visitante—, hasta ahora sus palabras son admirablemente claras. ¿Qué me ofrece?

—Cierta información. Los rusos me han invitado a asesorarlos sobre lo que ellos denominan diplomacia religiosa y política. Ofrecen una buena retribución y un contacto explícito, presumiblemente para evitar que recaiga sobre mí el estigma del espionaje.

—¿Aceptará el ofrecimiento?

—Reconozco que ejerce cierta fascinación… pero no. Lo rechazaré. Si embargo, creo que determina, para el departamento que usted dirige, cuáles son algunos de los aspectos importantes de la política soviética.

—Es posible que acierte usted. También podría ser que esté usted haciendo exactamente lo que ellos esperaban. Que sea el portador de una señal que ellos nos envían. En cualquiera de los dos casos, estoy en deuda con usted. ¿Cómo puedo pagarle? —¿Conoce el trabajo que estoy realizando?

—Sí.

—Necesito acceso al Archivo… el mismo acceso que normalmente se otorgaría a un erudito o a un investigador. Agostini se asombró.

—¿Le ha sido negado?

—No; pero me pareció que debía demostrar cierto tacto, y no presentar una solicitud cuando ha pasado muy poco tiempo desde mi salida.

—Mañana por la mañana enviaré una nota al prefecto. Puede comenzar a trabajar cuando desee.

—Gracias, Eminencia.

—Gracias a usted. ¿Cómo están sus cosas? De varias fuentes me ha llegado la información de que goza de mucha demanda social.

—Estoy pasándolo bien —dijo Matt Neylan—. ¿Y Su Eminencia? Debe ser un alivio tener a Su Santidad al abrigo de las murallas.

—Lo es; pero no creo que haya pasado la amenaza que pende sobre él. Y ahí hay algo que usted puede hacer por mí. Si recoge noticias, o rumores verosímiles de actividad terrorista, le agradeceré que me lo comunique. Asimismo, Su Santidad está preocupado personalmente por Tove Lundberg y su hija… Ésta es una ciudad pequeña. Las noticias y los rumores se difunden rápidamente. Matt, gracias por su visita.

—La próxima vez, Eminencia —dijo Neylan con una sonrisa—, ¿podría invitarme a su despacho? No soy un viajante de comercio.

—Mis disculpas. —Agostini se mostró cortés como siempre—. Pero debe reconocer que parece un poco difícil definir qué es.

En su búsqueda de una identidad sexual, Matt Neylan estaba realizando descubrimientos que para hombres que tenían la mitad de su edad ya eran clichés. El primero, que la mayoría de las mujeres a las que conocía en funciones oficiales estaban casadas, divorciadas, consagradas al sueño de la unión permanente, o descalificadas por otras razones cualesquiera para ocupar un lugar en la agenda de teléfonos de un soltero. También había descubierto que a veces era menos costoso y menos cansado pagar las dos copas obligatorias en el Club Alhambra y ver el espectáculo que perder una noche y una cena en el Piccolo Roma con una mujer aburrida, una intelectualoide o una tonta.

El Club Alhambra tenía también otra ventaja: Marta, la vendedora de cigarrillos, que siempre estaba dispuesta a festejar una broma y a charlar un poco cuando había poco trabajo. Era menuda, moderna, vivaz y, según decía, húngara. Cuando él la invitó a salir la joven dio largas al asunto. Trabajaba todas las noches en el club. No podía salir antes de las tres de la madrugada. Pero si él quería invitarla a almorzar algún día…

Lo hizo, y la experiencia le agradó, y ambos decidieron repetirla el mismo día, a la misma hora, en el mismo lugar, la semana siguiente.

Y así fue como Matt Neylan, antes secretario de Nunziature del Vaticano, futuro escritor, heredero de una próspera finca en el Ould Sod, acabó acostándose una vez a la semana con Marta Kuhn, agente del Mossad asignada a tareas de vigilancia en el Club Alhambra, el lugar de cita de los miembros de La Espada del Islam.

A las diez de una cálida mañana estival, el Pontífice León estaba bebiendo café en la terraza y lidiando con el problema del Cardenal Clemens, un hombre a quien él mismo había designado, que había cumplido escrupulosamente las instrucciones del propio Papa, pero que ahora era un obstáculo para los planes de su superior.

Una bandada de pájaros cruzó el cielo; el Papa elevó la mirada y vio a un hombre moviéndose dificultosamente alrededor de la bóveda que albergaba el telescopio del Observatorio del Vaticano. Le reconoció. Era el padre John Gates, director del observatorio y superior de la pequeña comunidad de jesuítas que lo dirigía. Hizo señas a Gates y le invitó a bajar y beber con él una taza de café.

Aunque el observatorio estaba encaramado en las colinas a mayor altura que el propio castillo, casi no cumplía ninguna función útil, porque el aire de Roma y sus alrededores estaba tan contaminado que el anticuado equipo apenas podía trabajar. Gates y sus colegas pasaban la mayor parte del año en el Instituto de Astrofísica de Houston, Texas. Cuando el pontífice residía en Castel Gandolfo, Gates acudía a presentarle sus respetos. Después se convertía en un elemento más del paisaje, como el personal de la casa y los peones.

Era un hombre robusto que frisaba en la cincuentena, con una sonrisa fácil y una inteligencia serena. Su italiano era fluido y preciso. Tenía la desenvuelta confianza del hombre que está seguro de sí mismo y de su saber. El Pontífice, ansioso de compañía y deseoso de distraerse de sus propios pensamientos sombríos, le abrumó a preguntas, corteses y casuales al principio y después cada vez más incisivas.

—Siempre me he preguntado de qué modo un astrónomo concibe el tiempo y la eternidad. ¿Cómo concibe a la Divinidad?

Gates consideró un momento la pregunta y después, como buen jesuita, trató de definir los términos.

—Si Su Santidad pregunta si yo pienso de distinto modo que otros creyentes, la respuesta es necesariamente afirmativa. En ciencias siempre afrontamos nuevas revelaciones acerca del universo. Por lo tanto, nos vemos obligados a elaborar nuevas hipótesis y a inventar nuevos términos para expresarlas. Siempre nos damos de cabeza contra las limitaciones del lenguaje y las matemáticas. Esa fue la última protesta de Einstein: «Me he quedado sin matemáticas». Goethe formuló la misma queja, con distintas palabras: «¡Más luz!». Usted me pregunta cómo concibo a la Divinidad. No puedo concebirla. No lo intento. Me limito a contemplar la inmensidad del misterio. Al mismo tiempo, tengo conciencia de que yo mismo soy parte del misterio. Mi acto de fe es un acto de aceptación de mi propio desconocimiento.

—¿Sugiere que las fórmulas tradicionales de la fe carecen de sentido para usted?

—Todo lo contrario. Significan mucho más de lo que puedan decir. En realidad, son definiciones humanas de lo indefinible.

—Bien, consideremos una fórmula —le presionó el Pontífice—. La que está en la base de nuestra fe cristiana. «
Et verbum caro factum est
: Y el Verbo se hizo carne y moró entre nosotros.» Dios se hizo hombre. ¿Qué significa eso para usted?

—Lo que afirma… pero también mucho más de lo que afirma; si no fuera así, estaríamos convirtiendo las palabras humanas en la medida del infinito misterio de Dios.

—Padre, no estoy seguro de entenderle.

—En la noche contemplo los cielos. Sé que lo que estoy presenciando es el nacimiento y la muerte de galaxias, a años luz de las nuestras. Contemplo estas tierras, estas colinas, esas aguas oscuras de ahí abajo. Veo otro aspecto del mismo misterio, Dios revistiéndose literalmente con su propia creación, trabajando en ella como la levadura en la masa, renovándola día tras día y sin embargo al mismo tiempo trascendiéndola. La Divinidad que se reviste de carne humana es sólo parte de ese misterio. Descubro que yo mismo me alejo cada vez más de los antiguos términos dualistas —cuerpo y alma, materia y espíritu— en los que se expresa gran parte de nuestra teología. Cuanto más se alejan de mí los límites del saber, más me experimento a mí mismo como una unidad.

El Pontífice le dirigió una mirada prolongada y sagaz, y después permaneció un rato en silencio. Cuando al fin habló, las palabras fueron amables, pero había un frío helado en la voz.

—¿Por qué cuando escucho estas formulaciones tan personales me inquieto? Me pregunto si nuestros fieles reconocen en ellas el sencillo evangelio que nosotros debemos predicar. —Trató de suavizar el golpe—. Créame, mi intención no es hacerle un reproche. Usted es mi invitado. Me honra con su franqueza. Pero yo quiero entender.

El jesuita sonrió. Sacó su pluma y el cuaderno y garabateó una ecuación. La mostró al Pontífice.

—Santidad, ¿puede decirme lo que significa esto?

—No, no puedo. ¿De qué se trata?

—Es una expresión matemática del efecto Doppler, la variación de la longitud de onda provocada por un movimiento cualquiera de una fuente luminosa a lo largo de una línea de visión.

El Pontífice sonrió y abrió las manos en un gesto de desesperación.

—¡Incluso esa descripción me dice poco!

—Podría explicársela; pero como usted no sabe de matemáticas, tendría que apelar a la metáfora. Que es exactamente lo que hizo Jesús. No explicó a Dios. Describió lo que Dios hace, lo que Dios es, usando las imágenes de un pueblo campesino de una época anterior. Usted y yo somos personas de otra era. Tenemos que hablar y razonar en el lenguaje de nuestro tiempo, porque de lo contrario nuestras palabras carecerían de sentido. ¡Vea! Parte de mi tarea en Estados Unidos es ayudar el entrenamiento de hombres que serán astronautas, viajeros del espacio. La imaginería que ellos usan es muy distinta a la suya o a la mía, o la del propio Jesús. Pero, ¿acaso eso justifica que nos mostremos suspicaces? ¿Por qué en estos tiempos, en esta era, tratamos de aplicar una camisa de fuerza al espíritu humano?

—¿Usted cree realmente que eso es lo que intentamos hacer? El padre Gates se encogió de hombros y sonrió. 

—Santidad, soy un invitado a su mesa.

—Por lo tanto, tiene el privilegio de un invitado. Hable francamente, y recuerde que supuestamente yo soy el servidor de los servidores de Dios. Si no cumplo mi función, merezco que me lo reprochen.

—Pero no soy yo el encargado de reprenderle —dijo el jesuita con sorprendente firmeza—. Permítame abordar de otro modo el asunto. He viajado mucho. Viví en Asia, América del Sur, África y aquí en Europa. En definitiva, llego a la conclusión de que toda la experiencia humana tiene un carácter unificador. El ciclo trágico —la multiplicación, el nacimiento, la muerte— se completa siempre con una metamorfosis. Las turnbas se cubren de flores, los trigales fructifican sobre antiguos campos de batalla. Las modernas técnicas de almacenamiento y recuperación confieren una continuidad que es análoga a nuestro concepto de inmortalidad, e incluso de resurrección. Las bellezas fallecidas recobran vida en la pantalla de la televisión. A veces yo mismo me pregunto, y sé que en ese momento se trata de un tema espinoso, qué podrían haber visto las cámaras de la televisión si hubiesen sido enfocadas toda la noche sobre el sepulcro de Jesús.

El Pontífice emitió una risa breve y tranquila. —Lástima que nunca podamos conocer la respuesta. —Adopto el punto de vista contrario. Una vida entera de exploración científica ha determinado que el acto de la fe me parezca mucho más fácil. Reclamo siempre saber más, pero estoy dispuesto a arriesgar mucho más por la ignorancia creadora.

—¡La ignorancia creadora! —El Pontífice pareció saborear la frase—. Eso me gusta. Porque somos ignorantes tratamos de saber. Porque estamos en la oscuridad, reclamamos luz. Porque estamos solos, anhelamos el amor… Le confieso, amigo mío, que a semejanza de Goethe necesito mucho de la luz… Envidio a sus paseantes espaciales. Seguramente es fácil orar allí arriba.

El jesuíta sonrió feliz.

—Cuando era jovencito, yo no percibía el verdadero sentido de las doxologías, Gloria a Dios en las Alturas, y cosas así. Me sonaba como si la gente estuviese aplaudiendo en un partido de fútbol, y adulase al Creador diciéndole que era un gran personaje. Pero ahora, cuando miro por los telescopios y escucho la miríada de señales que me llegan desde el espacio exterior, la plegaria de elogio es la única que puedo formular. Incluso el despilfarro y el horror del universo parecen tener cierto sentido, aunque la agobiadora presencia del mal se eleva siempre como una miasma en un pantano… Estoy hablando demasiado. Debería dejar en paz a Su Santidad. Gracias por el café.

—Gracias por su visita, padre. Gracias por compartir conmigo su persona.

Cuando Gates se alejó, el Pontífice León se formuló a sí mismo una pregunta casi infantil: ¿Por qué él mismo se había negado tanto tiempo el placer de la presencia de hombres así alrededor de su mesa? ¿Por qué no se había otorgado él mismo —apelando a los recursos que considerase necesarios— el grato placer de aprender de ellos? En el estado de ánimo depresivo que comenzó a dominarle, encontró una sola y lamentable respuesta; era un campesino que nunca había aprendido a ser príncipe.

La interpretación de Katrina Peters sobre la situación entre Tove Lundberg y Sergio Salviati estaba muy cerca de la verdad. Cada uno por sus propias razones, ambos vivían en estado de tensión, y ésta se manifestaba incluso en esa parte de la vida de los dos que compartían del modo más total e íntimo.

Salviati estaba profundamente irritado por el hecho de que otra vez, en su país natal, él y los seres más cercanos a él se veían amenazados sencillamente porque el propio Salviati era judío. Cada vez que subía al Mercedes, saludaba al chófer, inspeccionaba la alarma de su casa y vigilaba las idas y venidas de Tove, experimentaba un fiero resentimiento. Ése no era el modo de vivir de un hombre, perseguido por otro hombre a quien jamás había visto, y que a juzgar por lo que se sabía estaba viviendo como un pacha y comerciando bajo la protección del gobierno italiano.

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