Read Las huellas imborrables Online
Authors: Camilla Läckberg
Sin embargo, cuando se cerró la puerta, sintió una gran desesperanza. Seguramente jamás lograra desentrañar el misterio de la medalla.
Había vivido el traslado como en una espesa niebla. Lo que mejor recordaba era que el oído le dolía y le supuraba. Iba en el tren a Alemania, hacinado con un montón de presos de Grini, y no podía concentrarse en otra cosa más que en el dolor de cabeza, que parecía que iba a estallarle en mil pedazos. Ni siquiera reaccionó ante la noticia de que iban a trasladarlos a Alemania más que con una lánguida indolencia. En cierto modo, lo vivió como una liberación. Comprendía lo que implicaba. Alemania significaba la muerte. No era un hecho comprobado, nadie sabía en realidad qué les esperaba. Pero circulaban habladurías. E insinuaciones. Y rumores sobre que allí los aguardaba la muerte. Sabían que los llamaban presos «NN».
Nacht und Nebel
. La idea era que desaparecieran, que muriesen sin juicio, sin sentencia. Que se deslizasen sin más en la noche y en la niebla. Todos habían oído esas historias y se habían preparado para lo que pudieran encontrarse en la estación final.
Pero nada de lo que habían oído habría podido prepararlos para la realidad. Habían aterrizado en el infierno mismo. Un infierno sin fuego ardiendo bajo sus pies, pero un infierno al fin y al cabo. Ya llevaba allí varias semanas y lo que había visto lo perseguía durante el inquieto sueño nocturno y lo llenaba de angustia cada mañana, cuando lo obligaban a levantarse a las tres para trabajar ininterrumpidamente hasta las nueve de la noche.
Los presos «NN» no lo tenían fácil. Los veían como muertos en vida y eran los últimos en la cadena de aniquilamiento del campo. A fin de que no cupiese la menor duda de quiénes eran, llevaban en la espalda una «N» de color rojo. El rojo indicaba que eran presos políticos. Los presos criminales, en cambio, llevaban símbolos de color verde y las luchas entre uno y otro color por el predominio en el campo eran constantes. El único consuelo era que los presos nórdicos se habían unido. Se hallaban dispersos por el campo, pero cada noche, después del trabajo, se reunían para hablar de lo que estaba sucediendo. Quienes podían guardaban un trozo de la ración diaria de pan. Luego, juntaban todos los trozos y se los llevaban a los nórdicos que se encontraban en la enfermería. Tantos escandinavos como fuera posible debían regresar a casa, esa era la consigna. Aunque para una gran mayoría no sirvió de gran cosa. Ya habían caído muchos más de los que Axel recordaba.
Se miró la mano que sostenía la pala. No era más que huesos, nada de carne, sólo piel que se tensaba sobre las articulaciones. Se apoyó exhausto en la pala un instante, mientras el vigilante más próximo miraba en otra dirección, pero se apresuró enseguida a tratar de cavar de nuevo cuando lo vio volverse hacia él. Jadeaba por el esfuerzo a cada golpe de pala. Axel se obligaba a no mirar hacia el lugar donde se hallaba la razón por la que él y los demás prisioneros estaban cavando. Fue un error que cometió sólo el primer día. Y era una imagen que aún se le imponía cada vez que cerraba los ojos. El cúmulo de personas. De cadáveres. Esqueletos escuálidos amontonados como escoria que ahora iban a arrojar a un hoyo de cualquier manera. Resultaba más fácil no mirar. Lo veía con el rabillo del ojo, mientras hacía un esfuerzo por apartar la cantidad de tierra suficiente para no provocar el descontento de los vigilantes.
A su lado, un prisionero cayó al suelo vencido. Tan escuálido, tan desnutrido como el propio Axel, se vino abajo exánime y no pudo volver a levantarse. Axel sopesó la posibilidad de acercarse a ayudarle, pero esas ideas ya no arraigaban en su cerebro, no desembocaban en acción alguna. Porque, a aquellas alturas, se trataba simplemente de sobrevivir. Sólo para ese objetivo bastaba la escasa energía que aún le quedaba. Cada uno tenía que arreglárselas solo, sobrevivir como pudiera. Recordaba los consejos de los presos políticos alemanes, «Nie auffallen», no destacar nunca, no llamar nunca la atención. Al contrario, se trataba de mantenerse en el centro discretamente y de mantener la cabeza gacha cuando estallaba algún altercado. De ahí que Axel se limitase a contemplar con indiferencia cómo el vigilante se dirigía al preso que tenía a su lado, lo cogía del brazo y lo arrastraba hasta el centro del hoyo, hasta el punto más profundo, hasta el lugar donde ya habían terminado de cavar. El vigilante salió trepando tranquilamente del agujero, tras haber dejado al preso allí dentro. No malgastó en él una sola bala. Corrían tiempos de escasez y sería un despilfarro efectuar un disparo contra alguien que, en principio, ya estaba muerto. Sencillamente, arrojarían los cadáveres encima y, si no había muerto antes, moriría entonces, asfixiado. Axel apartó la vista del preso del hoyo y continuó cavando en su rincón. Ya no pensaba en su familia. Si quería sobrevivir, no debía albergar tales pensamientos.
Dos días después, Erica seguía desanimada. Había puesto demasiadas esperanzas en que la medalla le proporcionase información relevante. Sabía que Patrik se sentía igual tras el intento fallido de averiguar a qué se debían las transferencias. Pero ninguno de los dos se había rendido; Patrik aún alentaba ciertas expectativas de que los documentos de Wilhelm Fridén arrojasen alguna luz, y ella estaba resuelta a seguir investigando el origen de la medalla.
Erica se había instalado en el despacho con la idea de trabajar un rato, pero era incapaz de centrarse en el libro. Demasiadas ideas le rondaban por la cabeza. Echó mano de una bolsa de Dumle y degustó con placer el caramelo cuando el chocolate empezó a derretírsele en la boca. Pronto tendría que dejar de comerlos, pero últimamente estaba tan agobiada que no se sentía capaz de negarse el placer de comer caramelos de forma compulsiva. En fin, ya le pondría freno más adelante. De hecho, había logrado perder peso para la boda la primavera anterior, y lo consiguió con esfuerzo de voluntad, o sea, que podía lograrlo de nuevo. Aunque no hoy, sino otro día.
–¡Erica! –se oyó la voz de Patrik desde la planta baja. Erica se levantó y salió al distribuidor de la primera planta para ver qué quería.
–Ha llamado Karin. Maja y yo nos vamos a dar un paseo con ella y con Ludde.
–¡Vale! –respondió Erica con una articulación un tanto turbia, pues todavía estaba procesando el Dumle en la boca. Volvió al despacho y se sentó ante el ordenador. Seguía sin tener muy claro qué pensaba de aquel asunto. Es decir, de los paseos con Karin. Cierto que le había parecido simpática y que hacía ya mucho tiempo que Patrik y ella se separaron. Y Erica estaba convencida de que era una historia totalmente superada desde antiguo, al menos por lo que a Patrik se refería. Pero aun así se sentía un tanto extraña dejando que fuera a verse con su ex mujer. Después de todo, hubo un tiempo en que se acostaba con ella. Erica meneó la cabeza como para ahuyentar las imágenes que se le presentaban en la retina y se consoló con otro Dumle de la bolsa. Debía comportarse. Ella nunca se ponía celosa.
A fin de distraerse, entró en Internet y estuvo navegando un rato. Se le ocurrió una idea. Puso el cursor en el campo de búsqueda y escribió «Ignoto militi», antes de darle a buscar, esperanzada. Enseguida aparecieron un montón de resultados. Eligió el primero y leyó con sumo interés lo que decía. Ahora recordaba por qué le resultaba familiar aquella expresión. Hacía un número escalofriante de años, una excursión escolar a París llevó a todo el grupo de alumnos de francés, escasamente interesados, al Arco del Triunfo. Y a la tumba del soldado desconocido. «Ignoto militi» significaba sencillamente «Al soldado desconocido».
Erica leía la pantalla con el ceño fruncido. Las ideas le transitaban por la mente como un torbellino y se convertían en preguntas. ¿Era pura casualidad que Erik Frankel hubiese garabateado aquella frase en el bloc que tenía sobre la mesa, o tendría algún significado? Y, de ser así, ¿cuál? Siguió leyendo en la red, pero no halló nada de interés, de modo que cerró el navegador. Con el tercer Dumle en la boca, colocó los pies sobre la mesa y se puso a reflexionar sobre cómo continuar indagando. Justo antes de engullir el último trozo del caramelo, se le ocurrió una idea. Había una persona que quizá supiese algo. Era una idea un tanto rebuscada, pero… Bajó a toda prisa, cogió las llaves del coche que había en la mesa de la entrada y se marchó rumbo a Uddevalla.
Cuarenta y cinco minutos después se encontraba en el aparcamiento, consciente de que carecía de un buen plan para continuar. Le resultó relativamente fácil averiguar en qué sección del hospital de Uddevalla estaba ingresado Herman, pero no tenía la menor idea de lo difícil que podría resultarle entrar en su habitación. En fin, ya lo arreglaría. Tendría que improvisar. Por si acaso, accedió al edificio por la puerta de la tienda del hospital y compró un gran ramo de flores. Cogió el ascensor y se bajó en la planta correspondiente, antes de dirigirse con paso decidido a la sección indicada. Nadie pareció reparar en ella. Erica iba mirando los números de las habitaciones. Treinta y cinco. Allí encontraría a Herman. Ya sólo cabía esperar que estuviese solo y que ninguna de sus hijas estuviera con él, porque entonces le armarían un escándalo.
Erica tomó aire antes de abrir la puerta. Enseguida respiró aliviada. No tenía visita. Entró y cerró despacio tras de sí. Herman yacía en una de las dos camas. Su compañero de habitación parecía profundamente dormido. Él, en cambio, tenía la mirada perdida en el horizonte y los brazos muy bien colocados a lo largo de los costados, por fuera de la sábana.
–Hola, Herman –saludó Erica en tono amable al tiempo que acercaba una silla a la cama–. No sé si se acuerda de mí. Fui a visitar a Britta. Y se enfadó usted conmigo.
En un primer momento, creyó que Herman no podía o no quería oírla. Luego desplazó la mirada hacia ella.
–Sé quién eres. La hija de Elsy.
–Exacto, la hija de Elsy –corroboró Erica sonriendo.
–Estuviste en casa… el otro día también –añadió observándola sin pestañear. Erica sintió una honda ternura por aquel hombre. Rememoró cómo lo había visto tendido junto a su mujer muerta, convulsamente aferrado a ella. Y ahora parecía tan menudo en aquella cama, menudo y decrépito. Había dejado de ser el hombre que la recriminó por haber alterado a Britta aquel día.
–Sí, estuve en su casa, con Margareta –confirmó Erica. Herman asintió sin más. Guardaron silencio un instante, hasta que Erica dijo:
–Estoy intentando recabar más información sobre mi madre. Así fue como di con el nombre de Britta. Y cuando hablé con ella, tuve la sensación de que sabía más de lo que quería o podía contarme.
Herman sonrió con una expresión extraña, pero no respondió. Erica se animó a continuar:
–Además, me parece que es una coincidencia muy llamativa el que dos de las tres personas cuya compañía frecuentaba mi madre en aquella época hayan muerto en un espacio de tiempo tan breve… –Calló para ver cómo reaccionaba.
Una lágrima le cayó rodando por la mejilla. Herman se la secó con la mano.
–Yo la maté –aseguró, de nuevo con la mirada perdida–. Yo la maté.
Erica lo oía repetir aquella confesión y recordó que, según Patrik, no había en realidad nada que demostrase lo contrario. Pero sabía que Martin se mostraba escéptico y había en la voz de Herman, al decir aquello, un eco extraño que ella era incapaz de interpretar.
–¿Usted sabe qué era lo que Britta no quería contarme? ¿Fue algo que sucedió entonces, en los años de la guerra? ¿Algo relacionado con mi madre? Creo que tengo derecho a saberlo –insistió Erica con la esperanza de no estar presionando demasiado a un hombre a todas luces inestable en aquellos momentos, pero tenía tantos deseos de averiguar qué se ocultaba en el pasado de su madre que no estaba segura de estar actuando con suficiente tacto. Al ver que él no respondía, prosiguió:
–Cuando Britta empezó a desvariar el primer día que estuve en vuestra casa, dijo algo de un soldado desconocido que hablaba en voz baja. ¿Sabe a qué se refería? Ella creía que yo era Elsy, no su hija. Y me habló de un soldado desconocido. ¿Sabe qué quería decir?
En un primer momento, no fue capaz de interpretar el sonido que Herman acababa de emitir. Luego comprendió que estaba riéndose. Una imitación de la risa infinitamente triste. Erica no comprendía qué podía haber de divertido en aquello. Pero quizá no fuese divertido en absoluto.
–Pregúntale a Paul Heckel. Y a Friedrich Hück. Ellos podrán responder a tus preguntas –volvió a reír, más y más alto, hasta que la cama empezó a temblar. Aquella risa causaba en Erica más temor que las lágrimas, pero atinó a preguntar:
–¿Quiénes son esas personas? ¿Dónde puedo dar con ellas? ¿Qué tienen que ver con todo esto?
Sintió deseos de zarandear a Herman para obligarlo a responder, sacarle una información clara, pero en ese preciso momento se abrió la puerta:
–¿Qué está pasando aquí? –preguntó un médico desde el umbral, con los brazos cruzados y expresión severa.
–Lo siento, me he equivocado de habitación. Y este buen hombre decía que quería charlar un rato. Pero luego… –Erica se levantó bruscamente y se apresuró a salir del cuarto con cara compungida.
El corazón le bombeaba en el pecho mientras llegaba al coche que había dejado en el aparcamiento. Dos nombres, eso había sacado en claro. Dos nombres que no había oído jamás con anterioridad y que nada significaban para ella. ¿Qué tendrían que ver dos alemanes en todo aquello? ¿Guardaría relación con Hans Olavsen? Él había luchado contra los alemanes antes de huir. Erica no entendía nada.
Recorrió todo el trayecto de regreso a Fjällbacka con los dos nombres resonándole en la cabeza. Paul Heckel y Friedrich Hück. Qué extraño. Estaba tan segura de no haberlos oído antes. Y, al mismo tiempo, le resultaban vagamente familiares.
–Aquí Martin Molin. –Respondió al teléfono al primer tono de llamada y escuchó con atención durante unos minutos, interrumpiendo tan sólo para intercalar una pregunta breve. Luego, cogió el bloc en el que había tomado algunas notas durante la conversación y se encaminó al despacho de Mellberg. Una vez allí, lo halló en una curiosa postura. Mellberg estaba sentado en el suelo, en medio de la habitación, con las piernas estiradas al frente e intentaba, con muchísimo esfuerzo, tocarse con las manos los dedos de los pies. Sin éxito alguno.
–Eh… Perdón, ¿molesto? –dijo Martin, que se había detenido en seco en la puerta.
Ernst
, por su parte, se alegró de verlo aparecer y se encaminó hacia él meneando efusivamente la cola para lamerle la mano. Mellberg no respondió, sino que frunció el entrecejo e intentó levantarse. Pero, con gran irritación, tuvo que rendirse y tenderle al fin una mano a Martin, que consiguió ponerlo de pie.