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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (73 page)

BOOK: Las correcciones
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Le reconfortaba el foucaltiano corazón, en cierto modo, vivir en un país donde la propiedad de las cosas y el control del discurso público dependían, a ojos vistas, de quién poseyera las armas.

El lituano con más pistolas era de origen ruso, se llamaba Víctor Lichenkev y le había sacado tal partido al dinero procedente de su cuasimonopolio de la heroína y del éxtasis, que se había hecho con el control absoluto del Banco de Lituania, cuando el dueño anterior, el FrendLeeTrust de Atlanta, erró catastróficamente en su evaluación del apetito consumidor que podía despertar su Dilbert MasterCard. Los fondos en efectivo que poseía Víctor Lichenkev le permitieron armar un cuerpo de quinientos «vigilantes» privados, con el cual tuvo la osadía de someter a sitio una central nuclear de características similares a la de Chernobyl, situada en Ignalina, a 120 kilómetros al noreste de Vilnius, que suministraba tres cuartas partes de la electricidad del país. El asedio proporcionó a Lichenkev un magnífico apoyo para negociar la compra del más importante servicio público de Lituania a un oligarca local que, a su vez, lo había comprado muy barato durante el período de las grandes privatizaciones. De un día para otro, Lichenkev se hizo con el control de todos y cada uno de los litai que saltaban en los contadores eléctricos del país; pero, temeroso de que su origen ruso le granjeara animosidades nacionalistas, puso muy buen cuidado en no abusar de su nuevo poder. En prueba de su buena voluntad, redujo en un quince por ciento el precio del suministro eléctrico, sobrecargado por el oligarca anterior. Subiéndose a la ola de popularidad que de tal medida se le derivó, montó un partido político nuevo (Partido de la Energía Barata para el Pueblo) y presentó su lista de candidatos para los comicios nacionales de mediados de diciembre.

Y la tierra seguía produciendo, y los litai circulando. En el Lietuva y el Vingis se estrenó una película de puñaladas traperas titulada
La fruta enfurruñada.
En
Friends,
de la boca de Jennifer Aniston salían graciosas frases en lituano. Los empleados municipales volcaron contenedores de basura revestidos de cemento en la plaza de delante de Santa Catalina. Pero cada día era más corto y más oscuro que al anterior.

A escala mundial, Lituania venía perdiendo papel desde la muerte de Vytautas el Grande, ocurrida en 1430. Polonia, Prusia y Rusia estuvieron seiscientos años pasándose el país entre ellas, como un regalo de bodas muy reciclado (la cubitera con forro de símilcuero; las pinzas para ensalada). Sobrevivió la lengua del país y sobrevivió el recuerdo de tiempos mejores, pero el hecho más determinante de Lituania era no ser muy grande. Ya en el siglo XX, la Gestapo y las SS pudieron cargarse 200.000 judíos lituanos, y los soviéticos pudieron deportar otro cuarto de millón de ciudadanos a Siberia, sin atraerse indebidamente la atención internacional.

Gitanas Misevicius procedía de una familia de sacerdotes y soldados y burócratas de cerca de la frontera con Bielorrusia. Su abuelo paterno, juez local, no logró pasar una sesión de Preguntas & Respuestas ante la nueva Administración comunista, en 1940, y lo mandaron a un gulag, y a su mujer también, y no se volvió a saber de ellos nunca más. El padre de Gitanas tenía un
pub
en Vidiskés y proporcionó ayuda y solaz a la resistencia partisana (los llamados Hermanos del Bosque) hasta que cesaron las hostilidades, en 1953.

Un año después del nacimiento de Gitanas, Vidiskés y otros ocho municipios vecinos fueron vaciados por el gobierno títere con objeto de dejar sitio para la primera de dos plantas nucleares previstas. A las quince mil personas así desplazadas («por razones de seguridad») se les ofreció alojamiento en una ciudad pequeña y nuevecita, llamada Khrushchevai, levantada a toda prisa en la zona lacustre del oeste de Ignalina.

—Algo espantoso de ver —le dijo Gitanas a Chip»—: puro hormigón, ni un árbol a la vista. El nuevo
pub
de mi padre tenía la barra de hormigón, los compartimentos de hormigón, las estanterías de hormigón. La planificación económica socialista había dado lugar a que Bielorrusia produjera demasiados bloques de hormigón, y los daban gratis, o eso nos decían. Pero allá que nos mudamos. Nos dieron nuestras camas de hormigón y nuestras zonas de juego de hormigón y nuestros bancos de hormigón en los parques. Pasan los años, acabo de cumplir los diez, y, de pronto, todos los padres y todas las madres empiezan a tener cáncer de pulmón. Quiero decir
todo el mundo.
Y mi padre también, claro, mi padre tiene un tumor en un pulmón, y por fin llegan las autoridades y le echan un vistazo a Khrushchevai, y, mira tú por dónde, tenemos un problema de radón. Un grave problema de radón. Un problema de radón verdaderamente de la hostia, un desastre total. Porque resulta que los bloques de hormigón son ligeramente radioactivos. Y el radón se acumula en todos los recintos cerrados de Khrushchevai. Especialmente en recintos como los
pubs,
no muy bien ventilados, donde el dueño se pasa el día encerrado, fumando. Como hace mi padre, por ejemplo. Bueno, pues Bielorrusia, república socialista hermana (que, por cierto, perteneció a los lituanos), dice que lo siente muchísimo. Por alguna razón, algo de pechblenda ha debido de ir a parar a esos bloques de hormigón, dice Bielorrusia. Un gran error. Perdón, perdón, perdón. Así que nos marchamos de Khrushchevai, todos, y mi padre muere, horriblemente, diez minutos después de la medianoche del día siguiente a su aniversario de boda, porque no quiere que mi madre rememore su muerte en la misma fecha de su matrimonio, y luego pasan otros treinta años, y cae Gorbachov, y por fin podemos echarles un vistazo a los viejos archivos, y ¿qué crees que descubrimos? Pues que no había habido ningún insólito exceso de hormigón por ningún error en los planes. Que no había sido por ninguna pifia del plan quinquenal. Que se hizo deliberadamente, que decidieron reciclar desechos nucleares de baja radiación y hacer con ellos material de construcción. Todo sobre la base teórica de que el cemento de los bloques de hormigón hace inofensivos los radioisótopos. Pero los bielorrusos tenían contadores Geiger, y ahí terminó ese feliz sueño de inocuidad, y por eso nos enviaron a nosotros, que no teníamos motivo alguno para sospechar nada malo, más de mil vagones de tren cargados de bloques de hormigón.

—Caray —dijo Chip.

—Es algo más que caray —dijo Gitanas—. Aquello mató a mi padre cuando yo tenía once años. Y al padre de mi mejor amigo. Y a otros varios cientos de personas, a lo largo de los años. Y todo encajaba. Siempre hubo un enemigo con una enorme diana roja colocada en la espalda. Había un papá muy grande y muy malo, la U.R.S.S., que todos pudimos odiar hasta los años noventa.

La plataforma del VIPPPAKJRIINPB17, del que Gitanas fue cofundador, tras la Independencia, era una especie de losa, grande y muy pesada: hay que hacer pagar a los rusos por su violación de Lituania. Durante cierto tiempo, en los años noventa, fue posible llevar el país a base de puro odio. Pero pronto surgieron otros partidos cuyas plataformas, sin renunciar al revanchismo, también apuntaban hacia delante. A finales de los noventa, cuando el VIPPPAKJRIINPB17 ya había perdido su último escaño en la Seimas, lo único que quedó del partido fue aquel palacete a medio rehabilitar.

Gitanas trató de encontrarle sentido político al mundo que lo rodeaba, y no pudo. El mundo tuvo sentido mientras el Ejército Rojo estuvo ahí para detenerlo ilegalmente, para hacerle preguntas que rehusaba contestar, para irle cubriendo poco a poco el lado izquierdo del cuerpo de quemaduras de tercer grado. Pero, tras la Independencia, la política perdió su coherencia. Incluso una cuestión tan simple y tan vital como las reparaciones soviéticas a Lituania quedaba malamente ensombrecida por el hecho de que durante la segunda guerra mundial los propios lituanos ayudaran a perseguir a los judíos y por el hecho de que muchas de las personas que ahora gobernaban el Kremlin eran antiguos patriotas antisoviéticos que se merecían las reparaciones casi tanto como los lituanos.

—¿Qué puedo hacer ahora —le preguntó Gitanas a Chip— que el invasor es un sistema y una cultura, no un ejército? El mejor futuro que puedo desearle a mi nación es que se vaya pareciendo cada vez más a cualquier país occidental de segunda fila. Que se aproxime a los demás, en otras palabras.

—Que sea más como Dinamarca, con sus atractivos restaurantes y boutiques de la zona portuaria —dijo Chip.

—Nos sentíamos todos la mar de lituanos —dijo Gitanas— cuando podíamos señalar con el índice a los soviéticos y decir:
No, no somos así.
Pero decir
No, no pertenecemos al mercado libre; no, no estamos globalizados…
Eso no me hace sentirme más lituano. Me hace sentirme idiota y cavernícola. De modo que ¿cómo me las apaño para seguir siendo un patriota? ¿Qué cosa
positiva
propugno yo? ¿Cuál es la definición
positiva
de mi país?

Gitanas seguía viviendo en el palacete semiderruido. Le ofreció a su madre los aposentos del ayuda de campo, pero ella prefirió quedarse en su piso de las afueras de Ignalina. Como era de rigor para todos los funcionarios lituanos de aquella época, especialmente para los revanchistas como él, Gitanas compró una pedazo de propiedad ex comunista —una participación del veinte por ciento en Sucrosas, la refinería de azúcar de remolacha que era el segundo dador de empleo de Lituania— y de sus dividendos vivía con bastante desahogo, en calidad de patriota retirado.

Durante cierto tiempo, como le ocurrió a Chip, Gitanas vislumbró la salvación en la persona de Julia Vrais: en su belleza, en su muy americana búsqueda del placer por el camino de menor resistencia. Pero Julia lo dejó tirado en un avión con destino a Berlín. La suya fue la última traición en una vida que había acabado por parecerse a una abotargante sucesión de traiciones. Le habían dado por el culo los soviéticos, le habían dado por el culo los electores lituanos, le había dado por el culo Julia. Y, por último, le habían dado por el culo el FMI y el Banco Mundial, y pudo aportar una carga de cuarenta años de amargura a la broma de Lithuania Incorporated.

Contratar a Chip para que llevara el Partido del Mercado Libre y Compañía había sido su mejor decisión en mucho tiempo. Gitanas había ido a Nueva York a conseguirse abogado divorcista y, quizá, a contratar a un actor norteamericano barato, ya maduro y en decadencia, que pudiera instalarse en Vilnius para dar confianza a los clientes y visitantes potenciales que Lithuania Incorporated pudiera atraer. Le costó trabajo creer que un hombre tan joven y con tanto talento como Chip estuviera dispuesto a trabajar para él. El hecho de que Chip hubiera estado acostándose con su mujer apenas llegó a desanimarlo. La experiencia le decía que todo el mundo acababa traicionándolo, tarde o temprano. Fue un tanto a favor de Chip que éste hubiera consumado su traición antes de conocer a Gitanas.

En cuanto a Chip, su sentido de inferioridad ante el hecho de estar en Vilnius y ser un «patético norteamericano» que no hablaba ni lituano ni ruso, cuyo padre no había muerto prematuramente de cáncer de pulmón y cuyos abuelos no habían desaparecido en Siberia, y que nunca había sido torturado por sus ideales en la celda de una prisión militar sin calefacción, quedaba contrarrestado por su competencia como empleado y por el recuerdo de ciertas comparaciones extremadamente halagüeñas que Julia había trazado entre Gitanas y él. En los
pubs
y los clubes donde ambos hombres ni se molestaban, a veces, en aclarar que no eran hermanos, Chip tenía la sensación de ser el más exitoso de los dos.

—Fui un viceprimer ministro buenísimo —decía Gitanas, en tono lúgubre—. No soy tan bueno como señor de la guerra y delincuente.

«Señor de la guerra» era un término un tanto excesivo, aplicado a las actividades de Gitanas, en quien empezaban a manifestarse síntomas de fracaso que demasiado bien conocía Chip. Pasaba una hora dándoles vueltas a las cosas por cada minuto que invertía en hacer algo concreto. Inversores de todo el mundo le enviaban estupendas sumas de dinero que todos los viernes por la tarde él ingresaba en su cuenta del Crédit Suisse, pero no acababa de decidirse entre utilizar el dinero «honradamente» (léase comprar escaños del Parlamento para los miembros del Partido del Mercado Libre y Compañía) o incurrir en el fraude más descarado y trasvasar sus divisas fuertes, tan arteramente conseguidas, en actividades aún menos conformes con la Ley. Pasó un tiempo haciendo ambas cosas, o ninguna de las dos. Finalmente, su investigación de mercado (llevada a cabo con una sarta de desconocidos que, pasados de copas, le tomaban el pelo en los bares) lo convenció de que, dado el actual clima económico, hasta un bolchevique tenía más posibilidades de atraerse al electorado que un partido con «Mercado Libre» en el nombre.

Renunciando a toda noción de mantenerse en la legalidad, Gitanas contrató guardaespaldas. Víctor Lichenkev no tardó en preguntarles a sus espías: ¿Por qué el antiguo patriota llamado Misevicius se afana tanto en su seguridad personal? Gitanas había gozado de mayor seguridad como patriota sin protección que ahora, como comandante en jefe de diez jóvenes de Kalashnikov en bandolera. Se vio obligado a contratar más guardaespaldas, y Chip, temeroso de que le pegaran un tiro, dejó de salir del recinto sin escolta.

—Tú no corres peligro —lo tranquilizaba Gitanas—. Lichenkev puede tratar de matarme a mí y quedarse con la compañía. Pero tú eres la gallina de los ovarios de oro.

Pero a Chip se le ponían de punta los pelos del cogote, nada más pensar en su vulnerabilidad cuando aparecía en público. La noche del día en que Estados Unidos conmemoraba la Acción de Gracias vio a dos hombres de Lichenkev abrirse paso entre la multitud de un club de suelo pringoso llamado Musmiryté y abrirle seis agujeros en la barriga a un pelirrojo «importador de vinos y licores». Que los hombres de Lichenkev pasaran rozando a Chip sin hacerle daño demostraba que Gitanas tenía razón. Pero el cuerpo del «importador de vinos y licores» le dio la impresión de ser tan blando, en comparación con las balas, como él siempre había temido que fuesen los cuerpos. Sobrecargas de corriente eléctrica inundaban los nervios del agonizante. Violentas convulsiones, reservas ocultas de energía galvánica, descargas electroquímicas inmensamente perturbadoras, llevaban toda la vida en el cableado de aquel hombre, esperando el momento de manifestarse.

Gitanas se presentó en el Musmiryté media hora más tarde.

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