—Para, para, por Dios —chillaba Robin—, que te cargas las lechugas nuevas.
Luego ya estaba Brian en casa, y empezaron a correr estúpidos riesgos. Robin le explicó a Erin que Denise no se encontraba bien y que había tenido que echarse un rato en el dormitorio. Hubo un febril episodio en la despensa de Panamá Street, mientras Brian, a menos de diez metros, leía a E. B. White en voz alta. Por último, una semana antes del Día del Trabajo, sucedió lo de aquella mañana en el despacho del director del Proyecto Huerta, cuando el peso de dos cuerpos sobre la silla de Robin, antigua y de madera, hizo que el respaldo se quebrara hacia atrás. Se reían ambas cuando oyeron la voz de Brian.
Robin se levantó de un salto, quitó el cierre de la puerta y la abrió en un solo movimiento, para que no se notara que había estado cerrada. Brian traía una cesta de erecciones verdes y con motitas. Se sorprendió al ver a Denise —y se alegró mucho, como siempre.
—¿Qué está pasando aquí?
Denise de rodillas junto a la mesa de Robin, con la blusa fuera.
—Se jodio la silla de Robin —dijo—. Estoy viendo a ver.
—¡Yo le he pedido que intentara arreglarla! —chilló Robin.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Brian a Denise, con mucha curiosidad.
—He tenido la misma idea que tú —dijo ella—. Vine por calabacines.
—Pues Sara me dijo que no había nadie. Robin iba alejándose poco a poco.
—Ya se lo diré. Lo menos que se espera de ella es que sepa si estoy o no estoy.
—¿Cómo ha roto Robin la silla? —le preguntó Brian a Denise.
—No sé —dijo ella, refrenando el impulso de echarse a llorar, como una niña mala sorprendida in fraganti.
Brian recogió la parte superior de la silla. Denise nunca antes había pensado concretamente en su padre al verlo, pero esta vez la impresionó el parecido con Alfred en su inteligente compasión por el objeto roto.
—Es roble bueno —dijo Brian—. Es raro que de pronto le haya dado por romperse.
Denise, que seguía de rodillas, se levantó del suelo y se perdió por el vestíbulo, metiéndose la blusa en el pantalón mientras andaba. Siguió andando, igual de perdida, hasta que se encontró en la calle y se metió en el coche. Subió por Bainbridge Street, en dirección al río. Se detuvo frente a una barandilla galvanizada y paró el motor levantando el pie del embrague, y el coche saltó hacia delante y dio contra la barandilla y rebotó y se quedó inmóvil, y ahora, por fin, Denise se vino abajo y lloró por la silla rota.
Llegó a El Generador con la cabeza algo más clara. Vio que se estaba imponiendo el desbarajuste en todos los frentes. Había varios mensajes sin contestar, de un periodista gastronómico del
Times,
de un redactor jefe de
Gourmet
y del último dueño de restaurante con ganas de robarle la jefa de cocina a Brian. Mil dólares de pechugas de pato y chuletas de ternera se habían estropeado al fondo de la despensa, por falta de rotación. La cocina entera lo sabía, y nadie se lo había dicho: había aparecido una aguja en el cuarto de baño de empleados. El jefe de repostería aseguraba que le había dejado a Denise dos notas de su puño y letra, presumiblemente relacionadas con asuntos salariales, y Denise no tenía ni la menor noción de haberlas visto.
—¿Cómo es que nadie pide costillas a la campesina? —le preguntó Robin a Rob Zito—. ¿Cómo es que los camareros no proponen mis costillas a la campesina, con lo fenomenalmente deliciosas y lo insólitas que son?
—A la gente de aquí no le gusta el chucrut —dijo Zito.
—Una leche, no le gusta. Los platos vuelven como espejos, cuando alguien las pide. Se puede uno contar las pestañas mirándose en ellos.
—Será que nos vienen alemanes —dijo Zito—. Esos platos como espejos tienen que ser responsabilidad de individuos con pasaporte alemán.
—¿No será que a ti no te gusta el chucrut?
—Es un plato interesante —dijo Zito.
No supo nada de Robin y tampoco ella la llamó. Concedió una entrevista al
Times
y se dejó fotografiar, le dio unas palmaditas en el ego al jefe de repostería, se quedó hasta muy tarde y metió en una bolsa las piezas de carne estropeadas, sin que nadie se enterara, despidió al pinche que se había picado en el váter, y no dejó ni un almuerzo ni una cena sin seguir de cerca la lista de espera e ir resolviendo los problemas que se presentaban.
Día del Trabajo: la muerte negra. Se obligó a salir de la oficina y echar andar por la ciudad desierta y calurosa, desviando sus pasos, por la fuerza de la soledad, hacia Panamá Street. Experimentó una reacción pavloviana líquida cuando vio la casa. La fachada de arenisca seguía siendo una cara, y la puerta una lengua. El coche de Robin estaba aparcado delante, pero no el de Brian: se habían ido a Cape May. Denise tocó el timbre, aun sabiendo, por algo parecido al polvo en torno a la puerta, que no había nadie en casa. Abrió el cerrojo con la llave en que había escrito «R/B» y entró en la casa. Subió dos pisos hasta el dormitorio principal. Los antiguos acondicionadores de aire, rehabilitados a muy alto precio, cumplían con su cometido, y el aire fresco enlatado competía con los rayos del sol de aquel Día del Trabajo. Al acostarse en la cama de matrimonio, que estaba sin hacer, recordó el olor y la quietud de las tardes veraniegas de St. Jude, cuando la dejaban sola en casa y, durante un par de horas, podía ser todo lo rarita que le viniese en gana. Se trabajó un poco. Yacía sobre sábanas revueltas, y una franja de sol le caía en el pecho. Se dobló la ración de sí misma y estiró abundantemente los brazos. Bajo la almohada de matrimonio, su mano rozó la esquina de papel de estaño de algo parecido a un envoltorio de condón.
Era un envoltorio de condón. Rasgado y vacío. Literalmente, lanzó un quejido al imaginar el penetrante acto de que ese objeto daba testimonio. Literalmente, se agarró la cabeza entre las manos.
Salió gateando de la cama y se alisó la falda por las caderas. Escudriñó las sábanas en busca de alguna otra sorpresa repugnante. Claro está que los matrimonios practican el sexo. Pero Robin le había dicho que no tomaba la píldora, que Brian y ella ya no tonteaban lo suficiente como para preocuparse al respecto; y en todo el verano Denise no había detectado, ni por sabor ni por olor, ninguna huella de marido en el cuerpo de su amante, y ello la condujo a olvidarse de lo obvio.
Se arrodilló junto a la papelera del lado de Brian. Movió varios
Kleenex
, comprobantes de compras y segmentos de seda dental, hasta encontrar otra funda de preservativo. El odio a Robin, el odio y los celos, le ocupaban la cabeza como una migraña. Fue al cuarto de baño del dormitorio y encontró otros dos envases y una goma arrugada en la lata de debajo del lavabo.
Literalmente, se dio de puñetazos en las sienes. Oía el ruido de su propio aliento mientras bajaba corriendo las escaleras y salía a la calle vespertina. La temperatura andaba por los treinta y tantos grados y ella estaba temblando. Qué raro todo. Fue por su propio pie hasta El Generador y entró por la dársena de carga y descarga. Hizo inventario de aceites y quesos y harinas y especias, trazó muy minuciosas hojas de pedido, dejó veinte sardónicos y fluidos y civilizados mensajes de voz, despachó su correo electrónico, se preparó unos riñones en la Garland, añadiéndoles un toque de grappa, y a medianoche llamó un taxi.
Robin se presentó a la mañana siguiente en la cocina, sin avisar. Llevaba una camisa blanca, muy grande, que daba la impresión de haber pertenecido a Brian. A Denise se le puso el estómago boca arriba cuando la vio. La condujo al despacho de dirección y cerró la puerta.
—No puedo seguir haciendo esto —dijo Robin.
—Muy bien, porque yo tampoco.
La cara de Robin era un puro borrón. Se rascaba la cabeza y se estrujaba la nariz, con pertinacia de tic nervioso, y se subía las gafas.
—Llevo desde junio sin ir a la iglesia —dijo—. Sinéad me ha pillado en algo así como diez mentiras diferentes. Quiere saber por qué no apareces nunca. Ya no conozco ni a la mitad de los chicos que colaboran con el Proyecto. Es todo un lío tremendo, y no puedo seguir así.
Denise se desatragantó una pregunta:
—¿Cómo está Brian?
Robin se ruborizó.
—No tiene ni idea de nada. Es el mismo de siempre. Ya lo sabes: las dos le gustamos.
—Seguro que sí.
—Todo se ha vuelto muy raro.
—Bueno, tengo muchas cosas que hacer, de modo que…
—Brian nunca me hizo nada malo. No se merecía esto.
Sonó el teléfono y Denise lo dejó sonar. Se le estaba resquebrajando la cabeza, a punto de partirse en dos. No soportaba oír el nombre de Brian pronunciado por Robin.
Robin levantó la cara hacia el cielorraso, con perlas de lágrimas ensartadas en las pestañas.
—No sé para qué he venido. No sé qué estoy diciendo. Me siento fatal y estoy increíblemente sola.
—Supéralo —dijo Denise—. Como pienso hacer yo.
—¿Cómo puedes portarte con tanta frialdad?
—Porque soy fría.
—Si me hubieras llamado, si me hubieras dicho que me querías…
—¡Supéralo! ¡Por el amor de Dios, supéralo! ¡Supéralo!
Robin le imploró con la mirada; pero, la verdad, aun admitiendo que el asunto de los condones hubiera quedado más o menos aclarado, ¿qué iba a hacer Denise? ¿Dejar su trabajo en el restaurante que la estaba elevando al estrellato? ¿Irse a vivir al gueto y convertirse en una de las dos mamas de Sinéad y Erin? ¿Empezar a llevar zapatillones de deporte y a no preparar más que comida vegetariana?
Sabía que se estaba contando una sarta de mentiras, pero no sabía, en su cabeza, qué cosas eran mentira y qué cosas verdad. Permaneció con los ojos clavados en su mesa de despacho hasta que Robin abrió la puerta y se fue.
A la mañana siguiente, El Generador salió en la mitad inferior de la primera página de la sección de gastronomía del
New York Times.
Debajo del titular («Generando megavatios de admiración») venía una foto de Denise, mientras que las fotografías del interior y del exterior del local quedaban relegadas a la página 6, donde también se resaltaban
sus chuletas a la campesina con chucrut.
Eso estaba mejor. Eso encajaba más en sus expectativas. Antes de las doce de la mañana ya le habían ofrecido ir como invitada al Food Channel, canal gastronómico, y escribir una columna mensual en
Philadelphia.
Puenteando a Rob Zito, indicó a la chica de las reservas que aceptara cuarenta comensales de más por noche. Gary y Caroline, cada uno por su lado, llamaron para felicitarla. Le echó una bronca a Zito por haber rechazado, aquel fin de semana, una reserva a nombre de una presentadora de la NBC local; se pasó un poco, pero le encantó hacerlo.
Se cumulaba ante el bar una multitud de tres en fondo —gente cara, de la que antes no abundaba en Filadelfia— cuando llegó Brian con una docena de rosas. Abrazó a Denise y ella se demoró entre sus brazos, dándole un poco de eso que tanto les gusta a los hombres.
—Necesitamos más mesas —dijo—. Tres de cuatro y una de seis, como mínimo. Necesitamos una chica a tiempo completo para las reservas, y que sepa hacer filtrar. Necesitamos guardias de seguridad en el aparcamiento. Necesitamos un jefe de repostería con más imaginación y menos pretensiones. También hay que pensar en sustituir a Rob por alguien de Nueva York que sepa tratar con los clientes del perfil que vamos a obtener.
Brian se sorprendió.
—¿Vas a hacerle eso a Rob?
—No quiere dar preferencia a las costillas con chucrut —dijo Denise—. Y bien que le gustaron al
New York Times.
No está cumpliendo con su obligación, o sea que le den por culo.
La dureza de su tono de voz hizo que a Brian le brillaran los ojos. Daba la impresión de que así le gustaba más Denise.
—Haz lo que consideres oportuno —dijo.
El sábado por la noche, a última hora, se unió a Brian y Jerry Schwartz y dos rubias de pómulos altos y el cantante y el guitarrista de su grupo favorito, que estaban tomando copas en una especie de plataforma que Brian había instalado en el techo de El Generador, como un nido de cigüeñas. Hacía calor, y los bichos del río, ahí abajo, hacían casi tanto ruido como Schuylkill Expressway. Entrambas rubias hablaban por sus teléfonos. Denise le aceptó un cigarrillo al guitarrista, que estaba con ronquera porque acababa de actuar, y le permitió examinar sus cicatrices.
—¡Me cago en la! Tienes las manos peor que las mías.
—Este trabajo —dijo Denise— consiste en tolerar el dolor.
—Los cocineros tenéis fama de abusar de ciertas sustancias.
—Suelo tomar una copa al final del trabajo —dijo ella—. Y dos Tylenoles cuando me levanto, a las seis de la mañana.
—No hay nadie más duro que Denise —alardeó sosamente Brian, sobre las antenas de las rubias.
El guitarrista replicó sacando la lengua, agarrando el cigarrillo como si hubiera sido un cuentagotas y acercando la brasa a la reluciente grieta. El chisporroteo fue lo suficientemente audible como para distraer a entrambas rubias de sus teléfonos. La más alta chilló el nombre del guitarrista y le dijo que estaba loco.
—Ya me gustaría saber qué sustancia has ingerido tú —dijo Denise.
El guitarrista aplicó vodka frío directamente en la quemadura. La rubia, nada contenta con el numerito, contestó a la pregunta:
—Klonopin con Jameson y lo que sea que le toque ahora.
—Ya. Pero la lengua está húmeda —dijo Denise, mientras se apagaba el cigarrillo contra la suave piel de detrás de la oreja. Sintió como si le hubieran pegado un tiro en la cabeza, pero lanzó el cigarrillo al río con toda la tranquilidad del mundo.
Hubo un gran silencio en la plataforma. Estaba mostrando sus rarezas más de lo que nunca las había mostrado. No le hacía falta en absoluto —podría haberse puesto a trocear un costillar de cordero, o a conversar con su madre—, pero lanzó un grito estrangulado, un sonido cómico, para tranquilizar a su público.
—¿Te pasa algo? —le preguntó Brian luego, ya en el aparcamiento.
—Quemaduras peores me he hecho sin querer.
—Ya, pero insisto: ¿te pasa algo? Ha sido muy inquietante verte hacer eso.
—¿No acababas tú de llamarme dura? Pues ahí lo tienes.
—Estoy tratando de decir que lo siento.
No pudo dormir en toda la noche, por culpa del dolor.
A la semana siguiente, Brian y ella contrataron al gerente del Union Square Cafe y despidieron a Rob Zito.