Las canicas, las «cuquis» y el novio tontito de Mamá (11 page)

—Modesto, intuyo que ese búfalo siente curiosidad por nosotros.

—Tranquilo, señor, sólo es eso, curiosidad.

Una curiosidad malsana, porque se aproxima con disimulo y no deja de vigilarnos. Por si acaso, he establecido una distancia de cinco metros entre la cerca y mi yo, quedando a un salto del Jeep. El resto está en lo suyo, mordisqueando hierbas nuevas, pero el búfalo cada vez que lo miro está más cerquita.

—Cuidado, Modesto.

La voz le ha molestado. Y sin aparentar esfuerzo, ha embestido en nuestra dirección.

Modesto, agilísimo, con un escorzo de circo, se ha metido en el coche en un santiamén. Yo, menos capacitado para la huida, he tardado siete segundos en ponerme a salvo. Y digo a salvo, porque la bestia, a la que no hemos hecho nada, ha destrozado la cerca como quien rompe un lapicero. Y no contento con su destrozo, le ha arreado al coche un cabezazo que me va a salir el arreglo por un ojo de la cara. A un toro como éste no se le puede llevar ni a Madrid, porque es muy capaz de saltar del ruedo a las gradas y hacer una escabechina de las gordas. Se lo tengo que decir al ganadero y a mi amigo Ramón Calderón, que figura en la nueva concesionaria de la Plaza de Las Ventas, y que no puede ser cómplice de una masacre entre el público, por muy tonto que sea el público de Madrid, que lo es bastante.

El asesino sabe. Mete la cabeza por debajo del coche y empuja hacia arriba. Quiere volcar el Jeep. Modesto toca la bocina, pero al toro parece que le gusta el sonido. No hace ni caso. Menos mal que ha llegado el mayoral a todo galope y con esa naturalidad que tiene la gente del campo y del toro, se ha llevado al criminal con el resto de sus parientes. He estado enérgico.

—Mayoral, esa cerca hay que arreglarla.

—Eso se hace en un minuto, señor. No se preocupe.

—Un asesino, el toro.

—Al que le toque, va avisado, señor.

—¿Siempre ha sido así?

—Desde que era un eral, ha tenido el cabronerío en la sangre.

—No se olvide de la cerca.

La vuelta a casa, en silencio profundo. Creo que me he salvado gracias al masaje de Guadalupe. Piernas firmes y gráciles. De todas formas, por si acaso, esta noche no saldré al jardín a fumar el cigarrillo del antesueño. Con un criminal a tan pocos kilómetros de distancia, la noche es una amenaza.

En la comida, cara larga de don Crispín y alegría desbordada en Mamá.

—Reconocerás, Susú, que el tío Pochito es tronchante.

—Su primo, señora marquesa, es un tontito muy peligroso —ha comentado don Crispín.

—Y usted un sacerdote muy rencoroso y sin sentido del humor—, le ha replicado Mamá.

Urge mi intervención.

—La verdad, Mamá, que me pareció un pelmazo. Y lo de jugar a las prendas, no tiene nombre.

—Es como es, pero encantador. Y está guapísimo.

—Eso sí que no, Mamá.

—Parece un actor de cine de los de antes.

Y dicha esa tontería, se zampó la ensalada.

* * *

Siestecita antes del entrenamiento. Pero no puedo dormir. Tengo un grave asunto pendiente. Cosas de la política. Cuando uno reina en un territorio de veintitantas mil hectáreas, la adaptación a los tiempos modernos es obligada. Si Mamá se entera, el escándalo va a ser mayúsculo. Don Crispín, que está enterado, me ha dicho que no cuente con su colaboración. La presión me viene del rojerío, al que también hay que tener en cuenta.

Lo he callado durante meses, esperando que la noticia fuera un rumor de viento.

Pero no. Tomás me ha traído la temida carta. En ella me confirma Fermín Naranjo, el secretario general de la Agrupación de Gays y Lesbianas de la comarca, que dos de mis trabajadores, Manolito
El Cepos
y Felipe
El Taleguillas,
desean celebrar su boda en La Jaralera.

Los hijos de madres con mucho carácter lo pasamos regulín durante la infancia.

Dos ejemplos inapelables. El hijo de Margaret Thatcher y yo. A los niños no se les puede cambiar el rumbo de la lógica, porque no están preparados para luchar contra la anomalía. Escribió don Pedro Muñoz-Seca, que era del Puerto de Santa María y abuelo de ese presumido de Alfonso Ussía, que su profesor de Gramática en el colegio de los Jesuitas del Puerto, les enseñaba cosas muy raras. Don Pedro era compañero de clase de Juan Ramón Jiménez y Fernando Villalón, y un día el profesor les soltó lo siguiente, en un andaluz cerrado: «Niños, "sordado", "barcón", "ardaba" y "mardita sea tu arma" se escriben con "ele".» Los pobres niños estuvieron varios días intentando comprender ese galimatías. Y algo de eso va a suceder, con fundamentos más graves, si se aprueban los matrimonios «gays», esa palabreja extranjera que nos obligan a pronunciar para no hablar de los mariquitas y las tortis de toda la vida, que tienen todo mi cariño y respeto.

Si yo lo pasé mal teniendo un padre que se llamaba Ildefonso y una madre bautizada Cristina, no puedo ni pensar lo que habría sido mi infancia con un padre llamado Ramón y una madre que respondiera al nombre de Manolo, o con un padre que se llamara Vanesa y una madre María Dolores. Por mucho que lo intenten los políticos y eso que llaman «colectivos de "gays" y lesbianas», no van a conseguir que los hijos adoptados por esas parejas conozcan la armonía de la normalidad.

Además, que he consultado el Diccionario de la Real Academia Española, que me compré meses atrás en Sevilla, y esos señores que forman parte de ella dicen que

«matrimonio es la unión de un hombre y una mujer concertada mediante determinados ritos o formalidades legales, y en el catolicismo, el sacramento por el cual el hombre y la mujer se ligan perpetuamente con arreglo a las prescripciones de la Iglesia». Es decir, que siempre en un matrimonio hay un hombre y una mujer de por medio, no dos hombres y dos mujeres, y mucho me temo que los políticos no van a poder con la fuerza de las palabras. Porque un «matrimonio» entre hombres o entre mujeres es lo mismo que referirse a un «desierto frondoso», un «cielo subterráneo» o «un pescadito de la dehesa». Están como cabras.

No obstante, y para cerrar la boca a quienes me acusan de retrógrado, voy a autorizar en La Jaralera las bodas entre «gays». Y si quieren casarse aquí El Cepos, y El Taleguillas, allá ellos. El Cepos, como su nombre indica, es un hábil alimañero, y El Taleguillas se retiró del toro antes de conocerlo personalmente. Un día me dijo:

—Señor marqués, me voy a apuntar a una cuadrilla de tronío.

Le pagué el vestido de torear, rioja y plata, le compré los capotes, una montera, medias y zapatillas, y se marchó la mar de contento a buscar un torero que le contratara. A los tres días volvió a casa con una cara de susto que no se le ha quitado todavía, nada le pregunté, menos me contó, y aquí paz y después gloria. Las malísimas lenguas dicen que al ver a un toro de cerca —como nos ha pasado a Modesto y a mí—, se puso fatal y se le cortó la digestión. Y ya en casa, conoció a El Cepos que acababa de entrar para ocuparse de las malas cosas del campo, y han decidido casarse. Para mí que El Cepos es el que hace de hombre en la pareja, porque El Taleguillas, sin ofender a nadie, cada día que pasa está más loca.

Se lo he consultado a Tomás.

—Se quieren casar aquí El Cepos y El Taleguillas.

—Usted no puede hacerlo porque no es alcalde ni concejal.

—Se quieren traer al alcalde o al concejal.

—No lo permita. Si abre la mano esto se va a convertir en los «Salones Sodoma y Gomorra». ¿Quién lo ha pedido?

—Naranjo, el secretario de los «gays y las lesbianas».

—No se preocupe, señor, yo hablaré con él. Es mi proveedor de aceites para el cuerpo.

—¿Y tú qué haces con aceites para el cuerpo?

—Ay, qué tontorrón e inocente es usted, señor. Se olvida, me lo deja a mí y vamos al entrenamiento.

—Me has quitado un peso de encima, Tomás.

—Por algo soy el mayordomo jefe de esta casa.

—Mayordomo jefísimo, desde ahora.

—A entrenar.

* * *

Seis tandas de cincuenta canicas cada una. Resultados irregulares. En la primera, siete aciertos; en la segunda, nueve; en la tercera, catorce; en la cuarta, ocho; en la quinta, doce, y en la sexta y última, dos. El cansancio y la tensión. Tomás, mi entrenador, inflexible.

—Jugando así no hay nada que hacer, señor.

—Mucha presión, Tomás. Me puede la presión.

—Ahora vamos a correr un poco por la dehesa, que es llana.

—No me quedan fuerzas, Tomás.

—Pues dimito como entrenador.

—Bueno, de acuerdo. Corremos doscientos metros.

—Para relajar los músculos, señor.

Modesto nos ha llevado hasta la dehesa en el Jeep que no padeció la embestida del toro. El entrenador me ha engañado. Creía que iba a correr conmigo, pero me deja solo en el duro ejercicio.

—Yo no voy a participar, señor marqués.

—Pero los entrenadores también corren.

—Los entrenadores entrenan a los deportistas en la técnica y hacen la táctica. ¡A correr!

Trescientos metros. Las piernas me fallan. Nunca habría creído que trescientos metros se estiraran tanto. Al llegar a la gran encina, la meta. Sístole y diástole cantarinas. El corazón se me sale por la boca. El canalla del entrenador, en lugar de animarme, me hiere.

—¡Eso no es correr! ¡Así no vamos a ninguna parte! ¡Otra carrera!

—¡¡¡Nnoooo!!! —he estallado de ira.

Al estallarme la furia, he sentido un ahogo. Claudicación circulatoria.

—Necesito una ambulancia.

—Nada de ambulancia. Descanse un poco, y cien metros más de carrera.

Empiezo a entender la soledad de los campeones olímpicos. Con una diferencia entre ellos y yo. Los deportistas olímpicos sólo se preocupan de entrenarse, en tanto que yo he compaginado mi puesta a punto con mis responsabilidades humanas y profesionales. Es decir, que si Alonso el de los coches, el de la Fórmula Uno, que no es olímpico pero es buenísimo, antes de una carrera tiene que arreglar el problema de las «cuquis», cenar con el tío Pochito, impedir el asesinato de María, calmar a Petra, y tener pendiente de solución la boda de El Cepos y El Taleguillas, y queda el último de la carrera, lo echan de Renault. Y ahora, cien metros más porque le sale del níspero al entrenador.

—Zancadas largas y sostenidas de ritmo, señor.

Ignoro cómo he podido sobrevivir. Todo ha terminado, hasta mañana. Baño largo, con sales y aceites relajantes. Por primera vez en mi vida he rehusado la coyunda con Marsa. Me la miro y no me la encuentro. Y nada de cenar. Inmediata visita al lecho, con precipitación y urgencia.

—Descansa, mi amor.

—Buennn… zzzzz.

* * *

SEIS

Mañana es sábado, el día grande. Florestán me trae el desayuno. El primer palo.

—Tomás se ha largado a su casita del Puerto, señor. Me ha dicho que le desea toda la suerte del mundo. También me ha dicho que le sonaría a milagro que usted ganara. Y que recuerde el toque de uña escorado hacia la izquierda para dar efecto a la canica.

—Tomás es un traidor asqueroso. Llámele y le dice que, o me acompaña, o no vuelvo a dirigirle la palabra en mi vida.

—Me ha adelantado su reacción. Su respuesta es que no. Que está muy disgustado con usted por su forma de entrenar. Y que no puede jugarse su prestigio de entrenador con un jugador como usted, señor marqués.

—Se va a enterar. Cuando le enseñe el Bolón de Oro, va a tragarse todas esas calumnias. Florestán, no me levantaré hasta la hora de comer. Déjeme tranquilo y haga guardia en la puerta. Sólo están autorizados a entrar en el cuarto mi mujer y don Crispín.

—¿Su madre?

—Bajo ningún concepto.

* * *

Juan de Dios intuyó algo extraño en la Petra.

—¿Adónde vas, mujer?

—A pasear por el sotillo. Quiero coger musgo para el Nacimiento.

—Estamos en abril.

—Para mí, el Niño Jesús nace todos los días. De no ser así, ya te habría matado.

—Mujer, no perdonas.

—Se mezclan las calmas y las tormentas. Los perdones y los rencores.

—Nuestra hija nos ha unido.

—Pero se irá pronto. Y ese día nos quedaremos solos tú y yo.

—Por ahí no se va al sotillo, Petra.

Pero la Petra no hacía ningún caso a Juan de Dios.

* * *

Me lo había anunciado el doctor.

—La víspera del campeonato es probable que amanezca con colitis.

En efecto, me siento algo descompuesto. Cuatro veces he acudido al cuarto de baño. Pastillita para cimentar el duodeno y el yeyuno. Nervios. Me siento fatal.

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