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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (20 page)

BOOK: La yegua blanca
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—Esperan que yo me traslade a vivir a la Casa del Rey contigo y con tus hombres. —Al decir esto, la voz se le encogió un poco. El príncipe la miraba fijamente.
De modo que lástima,
se dijo Rhiann, y levantó la barbilla—. Sin embargo, conservaré mi casa a fin de poder cumplir con mis obligaciones como sacerdotisa y como curandera, para lo cual necesito paz y espacio. Pasaré allí la mayor parte del tiempo.

—Comprendo.

Guardaron silencio.

—Bien, en ese caso —apostilló el príncipe—, yo también tengo asuntos que atender. Señora…

Se marchó después de hacer una grácil reverencia. Los refuerzos de su cinturón y su espada tintineaban a cada paso.

Rhiann se desplomó sobre el banco con un profundo suspiro. Compartía un secreto con su marido. En otras palabras, pese a sus deseos y en contra de todos sus planes, entre ambos se había establecido una especie de vínculo.

Un vínculo entre ella y el príncipe de Dalriada.

La piedra salida de la honda zumbó en el aire gélido del pantano y cayó sin hacer blanco sobre la superficie helada de las aguas. La bandada de gansos se elevó entre graznidos antes de describir una curva sobre el Add y alejarse hacia el norte, en dirección a los montes.

—¡Por los apestosos huevos de Hawen! —juró Conaire, golpeándose con la honda en la pierna sana.

—Como sigas gritando así, los vas a espantar a todos. —Eremon estaba en cuclillas, escondido entre los juncos, y se calentaba las manos con el aliento.

—Ah, no tengo tanta paciencia como tú, hermano. ¡Dame un jabalí y verás!

Conaire volvió a agacharse con torpeza, cuidándose todavía de no hacerse daño en la pierna, que ya había cicatrizado. Se puso a hurgar en el zurrón.

Eremon preparó su honda y la hizo girar.

—¿Paciencia? Ah, sí, una de mis grandes virtudes.

No podía evitar la amargura de su voz. Conaire, que había cogido un pellejo de cuero de jabalí, levantó la vista.

—Sigue tan esquiva, ¿eh?

Eremon asintió, tocándose la pequeña costra del cuello. A quien le había preguntado, le había explicado que se había cortado con una cuchilla. No había podido contarle a Conaire lo que en realidad había ocurrido en la choza nupcial hacía una semana. Estaba demasiado avergonzado, aunque no de su propio comportamiento, que, pese a lo que le había dicho a la muchacha, le parecía más bien sin tacha. Pero ¿cómo admitir que todavía no había consumado su matrimonio? ¿O que su esposa le había amenazado con un cuchillo, y le había hecho sangre? No hubiera podido soportar tanto oprobio. Y, a ojos de Talorc y del resto de los epídeos, perdería el respeto que tanto le había costado granjearse. Y podía despedirse de guiarlos en la batalla, o de hacerse un nombre, o de regresar a Erín cubierto de gloria…

—Estoy seguro de que pronto cederá —dijo Conaire, encogiéndose de hombros—. Será tímida, eso es todo.

Está loca, eso es todo.
Bueno, quizá loca no. Algo le habría ocurrido para comportarse así, debían de haberle hecho mucho daño, era evidente. Éste fue el pensamiento, la certeza, que la mañana posterior al incidente había logrado apaciguarle.

Al verla acurrucada en el banco, un súbito arranque de lástima le había sorprendido. Hasta entonces, había sido una figura inalcanzable e intimidatoria, pero en ese momento no le había parecido más que una niña asustada. Luego, había alzado la barbilla, altiva como siempre, y todo había vuelto a su cauce. No obstante, era obvio que ocultaba algún misterio.

¿Y a ti qué te importan esos misterios?,
se dijo, con reprobación.
¿Acaso tienes tiempo para caprichos, para veleidades?
La epídea Rhiann era un enigma, pero mejor era dejarlo sin resolver.

—Digamos que más vale que nuestra alianza demuestre su valor —dijo, con una sonrisa forzada.

—¿Tan mal están las cosas? —Conaire echó un trago de cerveza de saúco y le ofreció el pellejo a Eremon—. A lo mejor es que te hacen falta algunas lecciones.

Eremon no le devolvió la sonrisa a su hermano. El brillo de los ojos de Conaire desapareció antes de que se limpiara la boca.

—¡Oh, vamos! Necesitan un heredero, es cuanto debes darles. Así están las cosas. Tú aprieta los dientes una vez a la semana y piensa en Erín. Mientras tanto, encontrarás montones de mujeres con ganas de juerga. Esa doncella, Garda, dice que eres la comidilla de la ciudad. Que todavía no te hayas aprovechado de sus encantos las tiene desesperadas. Mi consejo es que te diviertas.

Eremon bebió del pellejo con la mirada ausente. Pero no tardó en volver en sí y en esbozar una sonrisa sincera.

—Tienes razón, por supuesto. Y, de todas formas, tenemos cosas más importantes en qué pensar. Ven conmigo.

Continuaron andando por el camino que discurría entre matas de musgo rojo, perladas de escarcha bajo las sombras de la mañana.

—He decidido pedir al Consejo que convoque a lodos los jefes epídeos para que organicen levas —anunció Eremon—. Podemos alojar a los nuevos guerreros aquí, en Dunadd.

—Pero eso supone formar una partida de guerreros estable, y no es así como se hacen las cosas aquí, Eremon. Cada jefe mantiene a su propio grupo, igual que en Erín.

En el punto en que se encontraban, les azotaba el viento helado de las marismas. Eremon metió la honda bajo el cinturón y volvió a calentarse las manos.

—Eso está bien a la hora de robar ganado, hermano, pero los romanos son un ejército invasor. Los epídeos tendrán que adaptarse… o morir.

—De acuerdo, pero creo que al Consejo no le va a gustar la idea de traer a Dunadd guerreros de otros clanes. Recuerda que a los ancianos les preocupa que algún otro clan quiera arrebatar el trono al clan de Brude.

—Pues mi idea es el mejor modo de evitarlo —dijo Eremon, y se detuvo, señalando los juncales—. ¡Mira! ¿Son cisnes?

Pasaron un rato buscando un sendero hacia el Sur. En cuanto lo encontraron, siguieron por él. El viento soplaba menos allí y pudieron hablar con mayor tranquilidad.

—La mejor forma de tomar el control es impedir la división de los clanes —señaló Eremon—. Traeremos a Dunadd a los guerreros más jóvenes y conseguiremos que me sean fieles. No tendrán oportunidad de intervenir en ninguna conspiración. No sólo estarán alejados de sus ancianos, sino que se espiarán entre sí, lo cual me ahorrará mucho trabajo.

—Veo que, como de costumbre, has pensado y repensado la idea.

Eremon resopló.
Qué otra cosa puedo hacer en estas noches tan largas en las que mi esposa se empeña en darme la espalda.

—Hay otro motivo —prosiguió—. Tengo que convertirles en una fuerza de combate cohesionada. Ese tratado griego era tajante: los romanos luchan como si fueran uno solo. Nosotros no.

Conaire suspiró.

Te entiendo, pero ¿qué ocurrió en Erín cuando intentamos eso mismo? Todo el mundo rompió la formación y se dispersó. Pero, por el Jabalí, ¡luchamos como diablos! ¿Quién puede pensar en la estrategia cuando está sediento de sangre? Un hombre ha de luchar solo. Por su honor.

—En ese caso, moriremos todos —repuso Eremon—. Solos.

Conaire se paró en seco.

—¡Sí que son cisnes! ¡Rápido! —dijo, tirando de Eremon para que se agachase a su lado—. Y ahora tranquilos. Despacio y con calma.

—A mí no hace falta decirme, ¡oso pesado y grandullón!

Enrollaron las hondas en sus manos y avanzaron agachados por el camino. A través de un claro de los juncales, sobre las aguas oscuras, nadaban cuatro cisnes blancos.

Eremon cargó su honda con una bola que sacó de la bolsilla que llevaba colgada del cinturón y, por un lado de la boca, susurró:

—¿Qué es lo que decía Garda de las mujeres de la ciudad?

Se presentaron en las puertas de Dunadd a media mañana, cada uno con un cisne a la espalda, los dedos pelados de frío y las tripas cantando de hambre. Cerca de la Casa del Rey, Eremon cogió del brazo a un par de criadas que pasaban.

—¡Niña! —dijo, dejando el cisne en el suelo y dirigiéndose a la muchacha y a su compañera—. Quiero que le llevéis estos pájaros a la señora Rhiann. Decidle que las plumas son un regalo de mi parte. De mi parte, ¿comprendéis?

—Sí, señor —respondieron las niñas entre risas, y se alejaron, mirando furtivamente entre los plumones de los cisnes y Conaire.

El príncipe captó la mirada de reojo de su hermano.

—Qué pierdo con intentarlo —dijo, encogiéndose de hombros—. Al fin y al cabo es una mujer.

Por fin había llegado la fiesta del Samhain, la más importante de las cuatro fiestas del fuego, porque marcaba la muerte de un año y el nacimiento del siguiente.

Ya días antes, los pastores habían llevado grandes reatas de ganado desde los pastos de verano hasta los campos situados cerca de Dunadd. Allí los encerraban en cercados, hasta que los druidas escogían qué cabezas había que reservar para cría y cuáles para alimento. El aire estaba lleno de sus mugidos y del intenso olor de sus boñigas.

Pero no sólo llegaba el ganado de las cañadas más lejanas, también muchas gentes, porque toda la tribu debía participar en el Samhain. En aquel tiempo, el velo que separaba el Otro Mundo de Este Mundo se hacía más delgado. Era una época peligrosa: los mortales podían caer en manos de los feéricos, los muertos volvían a caminar junto a los vivos, bestias de formas cambiantes merodeaban por la tierra.

Frente a estas amenazas, las gentes debían reunirse para recibir la renovación que dispensaba la Diosa, para comulgar con los antepasados y aplacar a las potencias que amenazaban con arrastrarlas al caos.

La víspera del día de Samhain, Rhiann estaba sentada ante el hogar de su choza en silencio. Aquella noche llevaba tan sólo un vestido de lana sin teñir y ningún adorno aparte de una corona de frutos del serbal. Sentía su cuerpo más leve que el día de su boda, sin duda porque en los esponsales estuvo obligada a llevar oro y un pesado manto de lana. Aquél había sido un rito mundano y, por ello, requería de algunos objetos materiales que la ligaran a la tierra. Esta noche, sin embargo, entre el Otro Mundo y ella debía haber el menor número de obstáculos.

—Señora.

Era Brica, que le traía una vasija de cerámica con un líquido oscuro. El
saor.

Rhiann apuró la pócima, reprimiendo las náuseas que provocaba en su vientre. La de Samhain era la más sagrada de las noches, el comienzo del nuevo año. Había que facilitar el camino a la Diosa, dejar que se manifestase, ponerlo todo de su parte para que así pudiera aparecer y tranquilizar a las gentes ante la llegada de la larga oscuridad. Pero ¿y si aquélla era la noche en que la desenmascaraban? Si esto ocurría, ¿sabrían todos que ya no podía sentir a la Diosa en su interior?, ¿que ya no tenía visiones?

Suspiró y se puso en pie, acercándose a las estatuillas que presidían su choza. Sus dedos se posaron en una de ellas, la imagen de Ceridwen, representada como una bruja anciana, con el caldero del renacimiento entre las manos. Con mucha suavidad, metió la figura en su bolsita, bajo el vestido, cerca de la piel.

Brica levantó la tela que cubría la puerta y miró al exterior. Rhiann contempló el cielo de la noche, negro y moteado de estrellas. Su séquito no tardaría en llegar.

A continuación, Brica volvió a acercarse al hogar y apagó las últimas ascuas con el agua de la pava. La choza se sumió en la oscuridad y, con la luz, se fue el año viejo. El año nuevo comenzaría cuando Rhiann encendiera la gran hoguera en el valle de los antepasados, situado al Norte, y los jinetes regresaran a la ciudad para encender con sus antorchas todos los fuegos de Dunadd.

En la pared de la choza se oyeron tres golpes de cayado.

—Madre de la Tierra, amazona de la Yegua Blanca, tu pueblo te ruega que renueves el fuego. Ven.

La voz de Meron se elevó hasta las frías estrellas que iluminaban el cielo. Desde su lugar en la cima del viejo montículo, Rhiann podía ver el negro pozo donde estaba preparada la hoguera, aún apagada, con las nueve maderas sagradas. La multitud permanecía en silencio pero, aunque la Luna estaba oscura, presentía su presencia: su aliento se elevaba desde la llanura.

El
saor
empezó a palpitar en sus venas al compás del tambor que acompañaba a Meron. Cuando el bardo terminó su tonada, Gelert entonó la canción de los muertos, que, aquella noche, caminaban por el Este Mundo como si estuvieran vivos.

Para entonces, Rhiann se encontraba en ese estado de levedad en el que veía muy poco y sentía todavía menos. Pese a ello, una breve pena la rozó, leve como ala de golondrina, al depositar un pastel de miel para que su familia adoptiva disfrutase de él en el banquete de los muertos. Pero ahí quedó la pena.

Sentía la presencia de la Diosa en las fronteras de la conciencia, un poco más allá de las yemas de los dedos. Pero el fuego que solía envolverla no era más que un débil calor que no conseguía derretir su corazón. Albergaba la esperanza de que el pueblo no advirtiera la fragilidad de su comunicación con la Diosa, que sus gentes la vieran como la que siempre había sido, envuelta de atractivo, de un manto de fascinación, más alta, más erguida, más grandiosa…

Notó que Linnet la tocaba en el codo. A sus pies, dos druidas habían encendido fuego y uno de ellos le tendió una rama empapada en brea. Rhiann metió la antorcha en la pequeña hoguera y esperó que prendiera. Luego la levantó por encima de su cabeza, que iluminaron las chispas.

Y entonces, a través del fuego, vinieron las palabras de la Diosa, y la voz de la sacerdotisa, cuyo deber era transmitirlas, fue más resonante y más antigua que su propia voz.

—¡Pueblo! —clamó—. La tierra regresa a Mi vientre, donde habrá de renovarse. Todo dormirá el largo sueño, pero en Mi Oscuridad, lo viejo se convertirá en nuevo. Y lo mismo os sucederá a vosotros. Tomad este fuego como símbolo de la luz que continuará brillando, lista para florecer una vez más cuando regrese el Sol. ¡No temáis! ¡Porque estaré con vosotros en cada giro de los días!

Desde el fondo del valle, Eremon observó el arco de luz que describió la antorcha en el momento en que Rhiann la arrojó al pozo del luego. No pudo apartar los ojos de ella, de su esposa, ni siquiera cuando la multitud hizo hueco para dejar paso a los jinetes que, cubiertos con un manto, exaltaban a la diosa antes de regresar a Dunadd al galope y con antorchas llameantes.

Era la primera vez que veía a su esposa como Diosa, y al oír su voz, transfigurada, atronadora, profunda, se le erizó el vello de la nuca. Sin embargo, cuando los tambores y los pífanos comenzaron a tocar y unas figuras iniciaron una danza alrededor del rugiente fuego, advirtió que la liberación que invadía a todos, manifestada en la reanudación de las risas y las conversaciones, no la afectaba. Ella permanecía inmóvil, en la cima del montículo. A la luz de su pálido vestido y con el pelo brillando bajo el resplandor de las estrellas, parecía una esquirla de hielo: distante, altiva, inalcanzable.

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