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Authors: Orson Scott Card

Tags: #ciencia ficción

La voz de los muertos (21 page)

BOOK: La voz de los muertos
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La ribera se estrechó de nuevo, y Libo cruzó el arroyo corriendo sobre las piedras cubiertas de verdín. Unos pocos minutos más tarde estaba en el pequeño claro del este.

Ouanda ya estaba allí, enseñándoles cómo tratar la nata de la leche de cabra para hacer una especie de manteca. Había estado experimentando con el proceso durante las últimas semanas antes de conseguirlo. Habría sido más fácil si hubiera tenido ayuda de Madre, o incluso de Ela, puesto que ellas conocían mucho mejor las propiedades químicas de la leche de cabra, pero cooperar con un Biologista estaba fuera de la cuestión. Os Venerados habían descubierto hacía más de treinta años que la leche de cabra era nutritivamente inútil para los seres humanos. Por tanto, cualquier investigación sobre cómo procesarla para almacenarla sólo podía ser en beneficio de los cerdis. Miro y Ouanda no podían arriesgarse a nada que pudiera permitir saber que estaban quebrantando la ley e interviniendo activamente en la vida de los cerdis.

Los cerdis más jóvenes se dedicaban a fabricar manteca con deleite: habían celebrado una danza mientras sobaban las ubres de las cabras y ahora cantaban una canción sin sentido en donde se mezclaba el stark, el portugués y dos de los lenguajes cerdis, en un galimatías ininteligible pero gracioso. Miro intentó identificar los lenguajes. Reconoció el Lenguaje de los Machos, naturalmente, y también algunos pocos fragmentos del Lenguaje de los Padres, que usaban para hablar a sus árboles tótem; lo reconoció solamente por el sonido; ni siquiera Libo hubiera podido traducir ni una sola palabra. Todo sonaba como mms y bbs y ggs, sin ninguna diferencia detectable para las vocales.

El cerdi que había estado vigilando a Miro en el bosque apareció y saludó a los otros con un gran bufido. La danza continuó, pero la canción se detuvo inmediatamente. Mandachuva se apartó del grupo en torno a Ouanda y se acercó a recibir a Miro en el borde del claro.

—Bienvenido, Yo-te-miro-con-deseo —Aquello era, por supuesto, una traducción extravagantemente precisa del nombre de Miro en stark. A Mandachuva le encantaba traducir los nombres del portugués al stark, aunque Miro y Ouanda le habían explicado que sus nombres realmente no significaban nada, y que sólo era una coincidencia el que parecieran palabras. Pero Mandachuva disfrutaba con estos juegos de lenguaje, como muchos otros cerdis, y por eso Miro respondía a Yo-te-miro-con-deseo lo mismo que Ouanda atendía pacientemente por Va-ga, la palabra portuguesa que traducían por «wan-der», la que más sonaba en stark como «Ouanda».

Mandachuva era un caso sorprendente. Era el cerdi más viejo. Pipo lo había conocido y había escrito de él como si fuera el más prestigioso de los cerdis.

Libo, también, parecía pensar que era un líder. ¿No era acaso su nombre un término en argot portugués que significaba «jefe»? Sin embargo, a Miro y Ouanda les parecía como si Mandachuva fuera el cerdi con menos poder y prestigio. Nadie parecía consultarle nada: era el único cerdi que siempre tenía tiempo libre para conversar con los Zenadores, porque casi nunca estaba ocupado con un asunto importante.

Sin embargo, era el cerdi que les daba más información. Miro no sabía si había perdido su prestigio por intercambiar información o si compartía información con los humanos por su bajo prestigio entre los cerdis. Ni siquiera importaba. El hecho era que a Miro le gustaba Mandachuva. Pensaba que el viejo cerdi era su amigo.

—¿Te ha obligado la mujer a comer esa pasta maloliente? —le preguntó Miro.

—Pura basura. Incluso los bebés cabras lloran cuando tienen que mamar de una teta —rió Mandachuva.

—Si lo regaláis a las hembras del bosque, nunca os volverán a hablar.

—Y sin embargo, tenemos que hacerlo, tenemos que hacerlo —suspiró Mandachuva —. ¡Los entrometidos macios tienen que verlo todo!

Ah, sí, el epíteto de las hembras. A veces los cerdis hablaban de ellas con respeto sincero y elaborado, casi con temor, como si fueran diosas. Luego alguno las llamaba algo tan rudo como «macios», los gusanos de la corteza de los árboles. Los Zenadores ni siquiera podían preguntar sobre ellas: los cerdis nunca respondían a esas preguntas. Hubo una época —hacía mucho tiempo —en la que los cerdis ni siquiera mencionaban la existencia de las hembras. Libo siempre había dado a entender que el cambio tenía algo que ver con la muerte de Pipo. Antes, la mención de las hembras era tabú, y sólo lo hacían, con reverencia, en los escasos momentos de gran santidad; después, los cerdis mostraron esta forma reflexiva y melancólica de hablar y hacer chistes acerca de «las esposas». Pero los Zenadores nunca conseguían respuestas. Los cerdis dejaban claro que las hembras no eran asunto suyo.

Hubo un silbido en el grupo que rodeaba a Ouanda. Mandachuva inmediatamente empezó a empujar a Miro hacia ellos.

—Flecha quiere hablar contigo.

Miro se sentó junto a Ouanda. Ella no le miró —habían aprendido hacía tiempo que los cerdis se incomodaban cuando tenían que observar a los machos y hembras humanos en conversación directa, o incluso mirándose mutuamente —. Hablaban con Ouanda mientras estaba sola, pero cuando Miro estaba presente, no, ni soportaban que ella les hablara. A veces a Miro le volvía loco no poder ni hacerle un guiño delante de los cerdis. Podía sentir su cuerpo como si desprendiera calor igual que una estrella pequeña.

—Mi amigo —dijo Flecha —, tengo que pedirte un gran favor.

Miro pudo oír a Ouanda tensarse junto a él. Los cerdis no pedían cosas a menudo, y cuando lo hacían siempre causaba problemas.

—¿Me oirás?

Miro asintió lentamente.

—Pero recuerda que entre los humanos no soy nada y no tengo poder.

Libo había descubierto que los cerdis no se sentían insultados al pensar que los humanos les enviaban delegados sin poder a tratar con ellos, mientras que la imagen de la impotencia les ayudaba a explicar las estrictas limitaciones de lo que podían hacer los Zenadores.

—No es una petición que venga de nosotros, en nuestras conversaciones tontas y estúpidas en torno al fuego de la noche.

—¡Ojalá pudiera yo oír la sabiduría de lo que tú llamas estupidez! —dijo Miro, como siempre hacía.

—Fue Raíz, hablando desde su árbol, quien lo dijo.

Miro suspiró en silencio. Le gustaba tan poco tratar con la religión de los cerdis como con el catolicismo de su propia gente. En ambos casos tenía que aparentar que tomaba en serio las creencias más absurdas. Cada vez que se decía algo particularmente atrevido o inoportuno, los cerdis lo atribuían siempre a un antepasado u otro cuyo espíritu habitaba en uno de los árboles de los alrededores. Poco antes de la muerte de Libo, habían empezado a mencionar a Raíz como la fuente de las ideas más preocupantes. Era irónico que un cerdi al que habían ejecutado por rebelde fuera ahora tratado con tanto respeto en su culto adorador de los antepasados.

Sin embargo, Miro respondió como Libo había respondido siempre.

—No tenemos nada más que honra y afecto hacia Raíz, si vosotros lo honráis.

—Debemos tener metal.

Miro cerró los ojos. Se acabó la política de no usar nunca herramientas de metal delante de los cerdis. Obviamente, tenían observadores propios y vigilaban a los humanos mientras trabajaban desde algún punto cercano a la verja.

—¿Para qué necesitáis metal? —preguntó tranquilamente.

—Cuando bajó la lanzadera con el Portavoz de los Muertos, desprendió un calor terrible, mucho más caliente que ningún fuego que podamos hacer. Y sin embargo la lanzadera no ardió, ni se quemó.

—Eso no era metal, era un escudo plástico que absorbe calor.

—Quizás eso ayude, pero el metal está en el corazón de esa máquina. En todas vuestras máquinas, donde usáis fuego y calor para mover las cosas, hay metal. Nunca podremos hacer fuegos como los vuestros hasta que tengamos metal propio.

—No puedo —dijo Miro.

—¿Nos dices que estamos condenados a ser siempre varelse y nunca ramen?

«Desearía, Ouanda, que no les hubieras explicado la Jerarquía de Exclusión de Demóstenes, pensó Miro.»

—No estáis condenados a nada. Lo que hasta ahora os hemos dado lo hemos sacado de cosas que crecen en vuestro mundo natural, como las cabras. Si nos descubrieran, eso bastaría para que nos exiliaran de este mundo y nos prohibieran volver a veros.

—El metal que los humanos usáis también sale de nuestro mundo natural. Hemos visto a vuestros mineros cavando en el terreno al sur de aquí.

Miro guardó esa información para referencias futuras. No había ningún lugar desde la verja desde donde fueran visibles las minas. Por tanto, los cerdis debían de estar cruzando la verja de algún modo y observando a los humanos desde el interior del enclave.

—El metal proviene del suelo, pero sólo en algunos lugares, y yo no sé cómo encontrarlos. Incluso cuando lo han sacado, se mezcla con otras clases de roca. Tienen que purificarlo y transformarlo a través de procesos muy difíciles. Cada lámina de metal cuesta mucho esfuerzo. Si os diéramos una simple herramienta, un destornillador o un serrucho, se los echaría en falta y los buscarían. Nadie busca leche de cabra.

Flecha le miró fijamente unos instantes.

—Pensaremos sobre esto —dijo Flecha. Llamó a Calendario, quien puso tres flechas en su mano —. Mira. ¿Son buenas?

Eran tan perfectas como de costumbre, bien compensadas y rectas. La innovación era la punta. No estaba hecha de obsidiana.

—Hueso de cabra —dijo Miro.

—Usamos la cabra para matar a la cabra —devolvió las flechas a Calendario. Entonces se puso en pie y se marchó.

Calendario sostuvo el haz de flechas en la mano y les cantó algo en el Lenguaje de los Padres. Miro reconoció la canción, aunque no entendió las palabras. Mandachuva le había explicado una vez que era una oración en la que se pedía al árbol muerto que los perdonara por usar herramientas, que estaban hechas de madera. De otro modo, dijo, los árboles pensarían que los Pequeños les odiaban. Religión. Miro suspiro.

Calendario se llevó las flechas. Entonces el joven cerdi llamado Humano tomó su lugar, balanceándose delante de Miro. Llevaba un bulto envuelto en hojas que colocó en el suelo y abrió con sumo cuidado.

Era el libro de la Reina Colmena y el Hegemón que Miro les había dado cuatro años antes. Aquello había provocado una pequeña discusión entre Miro y Ouanda. Ella la empezó, al hablar con los cerdis de religión. No fue realmente culpa suya. Fue Mandachuva quien le preguntó:

—¿Cómo podéis vivir los humanos sin árboles?

Ella entendió la pregunta, por supuesto. No le hablaba de plantas, sino de dioses.

—Tenemos también un dios, un hombre que murió y que sin embargo vive aún —le explicó.

—¿Sólo uno? ¿Entonces dónde vive ahora?

—Nadie lo sabe.

—¿Entonces para qué sirve? ¿Cómo podéis hablar con él?

—Habita en nuestros corazones.

Esto les desconcertó; más tarde, Libo se había reído y había dicho:

—¿Veis? Para ellos, nuestra sofisticada teología les suena a superstición. ¡Habita en nuestros corazones de verdad! ¿Qué clase de religión es ésa comparada con los dioses que podemos ver y sentir…?

—Y a los que pueden escalar y coger macios de su corteza, por no mencionar el hecho de que talan a algunos para hacer su casa de troncos —dijo Ouanda.

—¿Talar? ¿Con herramientas de madera o de piedra? No, Ouanda, ellos les rezan para que se caigan.

Pero a Ouanda no le hacían gracia los chistes sobre la religión.

Más tarde, a petición de los cerdis, Ouanda les dio una edición del Evangelio de San Juan de la paráfrasis simplificada en stark de la Biblia Douai. Pero Miro había insistido en darles también un libro de la Reina Colmena y el Hegemón.

—San Juan no dice nada de seres que habitan en otros mundos —señaló Miro —. Pero el Portavoz de los Muertos explica los insectores a los humanos… y los humanos a los insectores.

Ouanda se había enfadado por su blasfemia. Pero antes de que pasara un año vieron que los cerdis encendían sus fuegos con páginas de San Juan, mientras que envolvían cuidadosamente en hojas la Reina Colmena y el Hegemón. Durante una temporada, esto causó gran dolor en Ouanda, y Miro aprendió que era mejor no pincharle sobre el tema.

Ahora Humano abrió el libro por la última página. Miro advirtió que todos los otros cerdis se congregaban silenciosamente alrededor. La danza había terminado. Humano tocó la última palabra del libro.

—El Portavoz de los Muertos —murmuro.

—Sí, lo conocí anoche.

—Es el Portavoz verdadero. Así lo dice Raíz.

Miro les había advertido que había muchos Portavoces, y que el escritor de la Reina Colmena y el Hegemón seguramente estaría ya muerto. Aparentemente, aún no podían dejar de mantener viva la esperanza de que el que había venido fuera el real, el que había escrito el libro.

—Creo que es un buen Portavoz —dijo Miro —. Fue amable con mi familia, y creo que se puede confiar en él.

—¿Cuándo vendrá y nos Hablará a nosotros?

—No se lo he preguntado todavía. No es algo que yo pueda decidir. Tomará tiempo.

Humano echó la cabeza hacia atrás y aulló.

«¿Es ésta mi muerte?», pensó Miro.

No. Los otros tocaron a Humano suavemente y le ayudaron a envolver de nuevo el libro y a llevárselo. Miro se levantó para marcharse. Ninguno de los cerdis le vio hacerlo. Estaban todos ocupados haciendo algo. Miro podría haberse vuelto invisible y no se hubieran dado cuenta.

Ouanda le alcanzó en el borde del bosque, donde la vegetación les hacía invisibles a cualquier posible observador de Milagro, aunque ninguno se molestaba nunca en mirar hacia allí.

—Miro —llamó suavemente. Él se giró a tiempo de tomarla en sus brazos; ella tuvo tal sobresalto que Miro tuvo que dar un paso para evitar que cayera.

—¿Estás intentando matarme? —preguntó él, o intentó hacerlo… Ella le besaba, lo que hacía difícil hablar. Finalmente, él se olvidó del discurso y le devolvió un beso largo y profundo. Entonces, bruscamente, ella le apartó.

—Te estás volviendo libidinoso —dijo.

—Sucede cada vez que una mujer me ataca y me besa en el bosque.

—Enfríate, Miro, aún falta mucho —ella le agarró por la cintura, le atrajo hacia sí y volvió a besarle —. Dos años más hasta que podamos casarnos sin el consentimiento de tu madre.

Miro ni siquiera trató de discutir. No le preocupaban mucho las prohibiciones de los curas sobre la fornicación, pero sabía lo vital que era, en una comunidad tan frágil como Milagro, que las costumbres matrimoniales fueran estrictamente cumplidas. Comunidades grandes y estables podían absorber una cantidad razonable de parejas sin legalizar; Milagro era demasiado pequeña. Lo que Ouanda hacía por fe, Miro lo hacía por convicción racional: a pesar de un millar de oportunidades, eran célibes como monjes. Aunque si Miro pensara por un momento que alguna vez tendrían que cumplir los mismos votos de castidad en el matrimonio que los que se requerían en el monasterio de los Filhos, la virginidad de Ouanda estaría en grave e inmediato peligro.

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