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Authors: Jorge Javier Vázquez

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La vida iba en serio (8 page)

Nadie me había prevenido de lo que sucedía en aquellas convivencias, así que desde el primer día hasta el último viví en un estado cercano al misticismo. Sólo me faltó levitar, y todavía hoy no acabo de tener claro si estuve o no a punto de conseguirlo en algún momento. Nos despertaban muy pronto, a las siete de la mañana, y nos echaban al monte a correr porque el deporte era fundamental para ayudar a tener el alma sana y luchar contra las tentaciones de la carne. No sólo fuimos a misa todos los días, sino que a las doce del mediodía se paralizaba cualquier actividad que estuviéramos haciendo para rezar el ángelus; luego, a las ocho de la tarde, rezábamos también el rosario y, antes de irnos a dormir, orábamos de nuevo, no fuéramos a perder la costumbre.

En un momento dado comenzaron a llamarnos uno por uno para tener un encuentro con un cura al que conocía de vista porque también jugaba al fútbol. Cuando me tocó hablar con él yo estaba nervioso, pues jamás había visto tan de cerca a un cura con sotana, ni siquiera al hacer la comunión: bastante difícil lo tenía el cura de la iglesia de mi barrio para evangelizar a los rojos que vivían allí como para encima tener que vestirse de una manera que lo distanciara todavía más de sus feligreses.

El cura acabó hablándome de la santa pureza, y yo contesté a sus preguntas admitiendo que claro que me masturbaba, aunque evité decirle que cuando lo hacía pensaba en tíos, porque sabía que aquello contaba como pecado doble. Me propuso confesarme y acepté, pues creía que no debía comenzar con mal pie en el colegio. No tenía fuerzas ni ganas de entrar a formar parte del grupo de los rebeldes, sin embargo, cuando el cura me dio la absolución, no me sentí del todo limpio. Eso sí, intuí que en un ambiente tan severo como aquel no debía explayarme acerca de mis gustos sexuales, porque lo mismo me expulsaban, y si aquello llegara a producirse no quería ni imaginar la que podía montarse en mi casa después de todo el sacrificio económico para darme las mejores oportunidades y blablablá.

Los cuatro días de convivencia constituyeron el pistoletazo de salida a la esquizofrenia en la que viví durante los años que estuve en aquel colegio.

Si hubo un fantasma que campara a sus anchas en el piso de Badalona fue el del paro. Era uno de los temas preferidos de mi padre: lo utilizaba para flagelarse, para advertir continuamente a mi madre de que debíamos contener gastos porque cualquier día lo ponían en la calle y qué iba a hacer él a los cuarenta y cinco y con mujer e hijos a los que mantener, la ruina pura, quién iba a querer a alguien tan mayor en otra empresa. No contribuían a levantar el ánimo de mi padre las habituales visitas que semana tras semana nos hacía uno de sus compañeros de trabajo, el señor Ferrer. Este era de Cuenca y no tendría más de treinta y cinco años, pero, como era ingeniero, mi padre lo llamaba de usted y a los demás nos obligaba a llamarlo por el apellido y con el «señor» siempre por delante. La historia es que el señor Ferrer se presentaba en casa sin avisar, sobre las siete de la tarde y con una frecuencia de unas tres veces por semana. Se sentaba frente a mi padre y los dos nos ofrecían a mi madre y a mí un recital de tremendismo puro y duro.

—Esto no va a aguantar mucho, señor Vázquez, la cosa está muy mal.

—Ya lo sé, ya, señor Ferrer. Pero usted lo tendrá más fácil que yo, porque es ingeniero.

—Sí, pero mi nivel de inglés no es muy alto.

—Pues fíjese yo, que ya paso holgadamente de los cuarenta y únicamente tengo nociones de francés.

Mi madre no sólo tenía que luchar por levantar el ánimo de su marido, sino que también se veía en la obligación de jalear al señor Ferrer. De vez en cuando levantaba la vista de sus zurcidos y decía que pasara lo que pasase seguro que saldríamos adelante. El efecto balsámico de sus palabras duraba unos cinco minutos, tras los cuales el señor Ferrer y el señor Vázquez regresaban a la carga hasta que mi madre se hartaba, se iba a la cocina y volvía con una fuente de embutidos y pan con tomate.

—Madre mía, qué cosa tan buena. ¿Y dónde dice que las compra, señora Mari? Porque mi mujer me dice que no sabe dónde encontrarlas. Pero qué cosas tan buenas…

Y mi madre le decía siempre siempre lo mismo:

—El jamón en una tienda muy pequeña que hay en Congreso, el salchichón en una parada que hay en la plaza vieja, enfrente de la de las olivas, y la mortadela negra en una travesía que hay en la calle del Mar, en Badalona.

Hablábamos de Badalona como quien hablaba de otra ciudad, nuestra periferia conformaba un universo tan distinto del centro que vivíamos con la sensación de que no pertenecíamos a la ciudad.

De aquellas visitas saqué una firme conclusión: yo no quería vivir con ese miedo al paro que aterrorizaba a mi padre. Se decía que el Opus Dei estaba plagado de personas influyentes y que si mostrabas cierta proximidad a la Obra podías contar con un puesto de trabajo fijo para toda la vida. Y a los quince años aquello era lo que yo quería: un empleo que me permitiera llevar una existencia tranquila.

Mi objetivo, pues, sería acercarme a ellos pero no pertenecerles, calentar sin llegar a quemar.

Me costó mucho adaptarme. Así como en el anterior colegio el respeto a nuestros profesores se confundía con el cariño, en Dauradell había algunos que nos provocaban simple y llanamente terror. El que más imponía era el señor Rovira, un hombre muy atractivo de unos cuarenta años, peinado a lo cepillo, rubio y con los ojos azules, que ejercía de jefe de estudios de
BUP
, amén de impartir clases de religión y dibujo. Era un Clint Eastwood pasado por Miami que sonreía con una dureza tal que cuando lo hacía lograba el efecto contrario al que solía despertar cualquier otra sonrisa: cuando te dedicaba una de las suyas no lograbas relajarte del todo, y cuando se cabreaba, ya directamente te cagabas, porque advertías un temblor en su mandíbula motivado por la rabia que hacía presentir sin asomo de duda que iba a soltarte una hostia como la que le propinó en las convivencias a un compañero al que se le escapó una blasfemia en la piscina, aunque por la noche —y para demostrar que había que saber perdonar— lo llamó para que se sentara a su diestra en la tertulia que se montaba después de cenar y en la que se cantaba, se contaban chistes absurdamente naíf —terminantemente prohibidos los verdes— y se llevaban a cabo actividades que no fueran peligrosas para la moral. El señor Rovira era Dios en el colegio, aunque sus maneras fueran tan siniestras que a su lado el demonio pareciese una nenaza.

Si durante la
EGB
había sido un alumno muy popular entre mis compañeros, en el Bachillerato entré a formar parte del pelotón del olvido desde el primer momento. En esa época de tu vida poco importa de cara al resto de compañeros que seas un alumno aplicado o que tengas destreza tocando algún instrumento, lo que de verdad puntúa es tener un aspecto físico atractivo, acompañarlo de ropa puntera y ser bueno en deporte. Y yo no destacaba en ninguna de esas tres materias: no era feo pero tampoco tenía un cuerpo bonito, jamás llevé ropa de marca y era una nulidad absoluta en gimnasia, hasta el punto de que el plinto y el potro eran para mí aparatos de tortura, nunca aliados que me ayudaran a lucirme ante el resto.

De las pocas cosas buenas que tenía hacer deporte en aquel colegio era que en las duchas al menos nadie iba a verme desnudo, algo que me obsesionaba desde antes de empezar el curso. Sentía pavor a que, de repente y sin yo controlarlo, me empalmase viendo el culo o el rabo de algún compañero, y vaya si me alivió saber que aquello no iba a suceder gracias a la santa pureza, que nos obligaba a evitar en la medida de lo posible la exhibición gratuita de la carne desnuda. ¿Querían prevenir que chicos como yo se pusieran cachondos con la visión de piernas y culos duros? En cualquier caso, cada vez que acabábamos de hacer deporte se presentaba el profesor en el vestuario para que aquello no se convirtiera en un festival de rabos al sol, lo que nos llevó a convertirnos en maestros en el arte de quitarnos los calzoncillos con la toalla y, una vez duchados, secarnos y ponernos la muda limpia con la toalla a cuestas, sin que en ningún momento se nos vieran nuestras partes pudendas.

No recuerdo cuándo fue la primera vez, quizá con motivo de las Navidades. Era un alumno dócil y sacaba buenas notas, de ahí que no me extrañara que mi tutor me invitase a visitar un centro que la Obra poseía cerca del colegio. Sabía que lo hacía con todos los que prometían y me sentí un elegido. La excusa fue que allí podría estudiar tranquilo, sin el jaleo que normalmente hay en las casas, y mi padre no puso ningún impedimento porque no se oponía a nada que tuviera que ver con mejorar mi rendimiento.

Al llegar al centro coincidí con algunos de los profesores que impartían asignaturas en el colegio y me produjo mucha satisfacción que me trataran de igual a igual, sin aquella barrera que existía durante las clases. Es más, no hacía falta que los tratara de señor ni de usted, bastaba con llamarlos por su nombre. Menos al señor Rovira, que para mí siempre fue «señor» aunque hubiera comenzado a mirarme con otros ojos, más amigables e indulgentes, después de empezar a verme con asiduidad por el centro.

Allí se estudiaba, sí, pero también te invitaban a unirte a una tertulia semanal que dirigía una persona que ellos te asignaban. Y no dije que no por temor a no formar parte del grupo, a que mis profesores me hicieran la vida imposible o a que el Opus Dei en pleno se dedicara a joder mi futuro profesional. Paranoias de adolescente.

Empecé por acudir a unas charlas en las que se profundizaba sobre cualquier aspecto de la religión; trabajábamos el
Camino
de Escrivá de Balaguer, meditábamos diez minutos en silencio sobre lo que se había hablado y, al final, terminábamos departiendo sobre otros temas más banales, como lo difíciles que eran algunas asignaturas o acerca de actividades que iban a llevarse a cabo en el centro. Comencé a apuntarme a algunas de ellas porque, a los quince años, no tenía amigos con los que salir los fines de semana, así que me pasaba por el centro el sábado por la tarde para ver alguna película o salía de excursión los domingos a un pueblo cercano, incluso llegué a visitar un geriátrico para hacer compañía a los ancianos que estaban ingresados. Experimentaba cierta paz al formar parte de un grupo que no sólo no me rechazaba, sino que quería, incluso, que me uniera todavía más a él.

En mi familia reinaba la tranquilidad porque comenzaban a ver que los sacrificios que estaban haciendo daban sus frutos: iba sacando los cursos con relativa facilidad y estaba bien considerado en el colegio.

—Pero, cuidado, que no te coman el tarro, que son muy listos —me repetía mi padre machaconamente—. Ten mucho cuidado de que no te capten.

Captar, captar, captar. La de veces que oí aquel verbo durante mi adolescencia. Y con todo, pese a las recomendaciones de mi padre, cada vez me costaba más separarme de ellos, pues conseguían que todo mi caos empezara a ordenarse.

Yo seguía siendo el marica de la clase, pero como había otro muchísimo más afeminado sólo recibía los insultos sobrantes. Aquello era un problema, sí, pero no el principal. Lo peor era la sensación de no saber a qué mundo pertenecía, porque no encontraba compañeros en el bloque —era el único de mi edad que todavía seguía estudiando—, pero tampoco me sentía a gusto entre la gente que se movía por la ciudad.

A mediados de los ochenta Badalona era una población profundamente clasista en la que comenzaba a vivirse cierta efervescencia nacionalista entre la gente joven. El catalán que nuestros padres no habían podido hablar durante la dictadura, una vez muerto Franco los hijos podían utilizarlo con libertad. Hablar en castellano suponía expresarse en una lengua invasora, y los catalanes lo utilizaban cuando querían hacer referencia a una persona que pertenecía a un estrato social inferior. Yo vivía en el barrio con peor fama y hablaba castellano, así que estaba empezando a forjarse un mundo en el que yo no tenía cabida.

Pese a todo, de vez en cuando quedaba con alguno de mis pocos amigos de clase en la plaza del Ayuntamiento, como hacía la gente de mi edad, y luego paseaba con ellos por la calle del Mar e íbamos Ramblas arriba Ramblas abajo, y a veces nos sentábamos en alguna terraza para tomar una Coca-Cola, aunque a mí no me gustaba llegar hasta el final de las Ramblas, pues iban a dar a la calle Prim, que era la calle de los pijos por excelencia, y por mucho que los dos amigos del Bachillerato con los que salía de Pascuas a Ramos —César y Carlos— se empeñaran en que tomásemos algo en el Antillana, yo me negaba por temor a que todas las miradas se volvieran hacia mí preguntándose qué coño hacía en su territorio uno de San Roque, que además no hablaba catalán. En Badalona, y en aquella zona, o eras pijo o no eras.

Si el Antillana era el bar donde tomaban copas los pijos, Titus era la discoteca donde se desmelenaban. Estaba al otro lado de la vía del tren y tenía un remoto toque ibicenco. Cuando era pequeño soñaba con cumplir los dieciséis años para poder ir allí los sábados por la noche, ya que sabía que nadie de San Roque había conseguido traspasar sus puertas. La gente de mi barrio tenía que conformarse con ir a La Doncella de la Costa o, en el peor de los casos, a Tiburón, que era la que peor fama tenía con diferencia. Tan duras eran las condiciones para acceder a Titus que entre mis vecinos tenía mucho más predicamento ir a aquel lugar que a la universidad, porque estudiar podía hacerlo cualquiera que tuviera ganas —y en San Roque había pocas—, mientras que traspasar la entrada de aquella discoteca significaba ascender inmediatamente varios peldaños dentro de la escala social badalonesa.

César y Carlos tragaban con que no me arriesgara a entrar en el Antillana, pero como tenían hermanos mayores que se movían por Titus no entendían mis remilgos a la hora de entrar allí. Yo no quería ir porque no poseía ni uno solo de los elementos que conformaban el uniforme pijo de la época: no tenía ningún polo Lacoste, ni tampoco vaqueros Levi’s o zapatillas Nike, y sí en cambio miedo al rechazo, a que me avergonzaran no dejándome pasar.

Pero en el fondo deseaba afrontar aquel reto. Tarde o temprano debía hacerlo, porque mi evolución personal pasaba por ser aceptado entre la gente bien de la ciudad.

Fue un viernes por la tarde. Me sentí inquieto desde por la mañana, me costó prestar atención en las clases y durante todo el tiempo que estuve en el colegio no dejé de fabular con el tipo de gente con el que podría llegar a relacionarme si traspasaba las puertas de aquella discoteca. Sabía que no estaba bien, pero no podía dejar de pensar en aquellos tíos que llegaban a las puertas de Titus en Vespa, con las bermudas que vestían en verano, que dejaban ver sus piernas bronceadas, y con aquellos brazos tan bien formados bajo los malditos polos Lacoste. Me ponía cachondo, pero no quería recrearme, porque qué iba a pasar entonces con la santa pureza, cómo iba a contarle al cura con el que me confesaba semana tras semana —para que el señor Rovira se diera cuenta de que el amor a Cristo iba calando en mí— que soñaba con que un tío me montara en su Vespa, me llevara de noche a la playa y me tumbara sobre la arena para que nos comiéramos a besos hasta el amanecer, una ensoñación de romanticismo de película norteamericana que poco tendría que ver con el sexo rápido y sucio al que estaría abonado años después.

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