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Authors: Jorge Javier Vázquez

Tags: #Biografía

La vida iba en serio (3 page)

Viernes por la tarde. Suena el teléfono en casa. Mis padres y yo estamos viendo la tele y comiendo pipas.

—Coge el teléfono —me ordena mi padre con un tono de voz que no admite réplica.

Me levanto de la silla dejando bien patente mi desgana, probablemente con un ruidoso chasquido de la lengua o un bufido.

—¿Diga?

Es mi tía.

—Nene, ¿te vienes esta noche al cine a Barcelona?

—¿Qué vamos a ver? —pregunté sin necesidad de obtener respuesta porque, como cualquier otro viernes, no tenía plan y estaba decidido a apuntarme a lo que se me propusiera.


La ley del deseo
.

—Vale.

Dije «Vale» cuando en realidad debería haber pegado un grito de entusiasmo, pero como advertí que mi padre me estaba observando intenté que mis palabras no denotaran excesiva euforia. Él, por principio, se oponía a que hiciéramos algo que nos produjera satisfacción o una mínima sensación de alegría sin esfuerzo. Era de aquellos que consideraban que la vida era un valle de lágrimas, de ahí que el placer debiera llegar siempre y únicamente después de haber experimentado la correspondiente dosis de sufrimiento. Borro la palabra «placer» y la sustituyo por «tranquilidad». En mi casa, el placer siempre estuvo asociado al sexo oscuro y chillón, a los gemidos calientes de gente desaforada.

—Me voy a Barcelona al cine, con la tía.

—¿Por qué no sales con gente de tu edad?

Comenzaba el suplicio —¡y eso que me iba con su hermana!—. Pero no debía perder los estribos. Estaba acostumbrado al «no», sabía que tenía que comerme las ganas de mandarlo a la mierda, aguantar el tirón. Me sentía capaz de conseguirlo, porque llevaba entrenando para soportar sus envites desde que tenía uso de razón.

—Es que los viernes no salen…

—Pues ponte a estudiar.

Apareció la frase mágica. Él arreglaba invariablemente las lagunas de mi tiempo libre invitándome a hincar los codos.

—Todavía no tengo exámenes.

—Pues repasa. —Menos mal que a esa edad ya no me decía la otra frase a la que recurría cuando pensaba que me aburría: «Pues coge un martillo y date en las rodillas». Debía de deducir que el no hacerlo me produciría alegría y entonces el aburrimiento desaparecería inmediatamente. Filosofía de posguerra en estado puro.

Mi madre no intervenía porque sabía cómo acababan aquellos partidos de tenis dialécticos en los que nos enzarzábamos tan a menudo: él seguiría refunfuñando hasta que yo cerrara la puerta de casa y entonces le preguntaría a mi madre, con voz no exenta de pena, por su incapacidad para domar a su hijo y, a continuación, un «¿Qué hay de cena?».

Hasta que comenzó
La ley del deseo
tuvimos que tragarnos un tostonazo —o al menos así me lo pareció a mí— en blanco y negro basado en la vida de Freud. Yo me revolvía en el asiento porque me reconcomían las ganas de que comenzara aquella película de la que tanto había oído hablar y en la que se hablaba sin tapujos de amor y sexo entre tíos. ¿Dónde se había visto aquello antes? Mi tía aguantaba con la mirada fija en la pantalla no porque estuviera interesada en lo que le contaban, sino porque previamente le había dado varias caladas a un canuto de proporciones considerables. Antes de entrar en el cine me ofreció compartir el porro con ella, lo hacía desde que yo había cumplido quince años, pero en aquella ocasión pasé. No quería correr el riesgo de quedarme dormido en el cine. Aquella noche no.

Por fin acabó
Freud
y comenzó la de Almodóvar. En la primera escena aparecía un tío joven que, siguiendo las órdenes de una voz masculina en
off
, comenzaba a despelotarse y acababa haciéndose una paja. La cosa no podía comenzar mejor. Intenté controlar la respiración para disimular la excitación que me había producido la escena. Me habría gustado desahogarme con mi tía, pero todavía no había alcanzado tal grado de confianza en mí mismo como para hablarle de aquel tema con franqueza. Yo sabía que ella lo intuía, porque era de las pocas que no me preguntaba cuándo me iba a echar novia; sin embargo, aún no me sentía con fuerzas para revelarle mi secreto. En cualquier caso no hacía falta: nuestros silencios estaban repletos de sobreentendidos.

Mi pasión por Madrid se acabó de forjar aquella noche: quería bailar en esas discotecas repletas de gente sudada que aparecían en la película, pasear después de la caída de la tarde por la Gran Vía y cruzarme en la oscuridad con miradas ávidas de contacto, toparme de madrugada con unos barrenderos y pedirles a gritos que me regaran, desayunar en un
VIPS
de Princesa con un tío que muriera por mí y que luego me llevara a su casa para follar sin parar hasta corrernos escuchando a Los Panchos.

Cuando acabó la película tardé unos minutos en poder levantarme del asiento. Quizá mi tía pensase que había llegado el momento de que yo vomitara todo lo que llevaba callando desde hacía tiempo y comenzara a destruir el muro emocional que había empezado a construir el día que me di cuenta de que no era como los demás. Pero no. Me limité a decir:

—Qué bien actúa Carmen Maura.

Me propuso tomar algo antes de volver a Badalona, pero yo estaba deseando volver a casa para recordar los polvos que habían echado Antonio Banderas y Eusebio Poncela. Y, sobre todo, necesitaba quitarme de encima el calentón que me había provocado la película.

Y entonces, seis años después, allí estaba yo, en Madrid, dispuesto a experimentar todo lo que habían vivido los protagonistas de la de Almodóvar. Me lancé a la calle rumbo al barrio de Chueca y tuve que atravesar la plaza de Isabel
II
, subir por la calle Arenal hasta Sol, de ahí a la Red de San Luis pasando por Montera, confundiéndome entre la gente sin pensar nada en especial, porque bastante tenía con entretenerme con la visión de los edificios, sonriendo al pasar por delante de la conocida discoteca Joy Eslava, sorprendiéndome de que hubiese una plaza que se llamara Callao, disfrutando con los enormes carteles que anunciaban las películas que se exhibían en los cines de la Gran Vía y fantaseando con algunos de los nombres de los establecimientos. ¿Cómo no iba a parecerme especial que unos cines se llamaran Palacio de la Prensa?

Hasta que por fin llegué a mi destino. Paseé por las aceras de Chueca con estudiada lentitud, sintiéndome afortunado de poder aprovechar una oportunidad semejante. No existía resquicio alguno por donde pudiera colarse la duda: había hecho lo correcto largándome de mi ciudad natal. Estaba empezando a descubrir que existía placer fuera del sexo.

Cuando el cielo comenzó a oscurecerse el barrio se dispuso a cobrar vida. Todo me llamaba la atención porque todo me parecía de una antigüedad hasta entonces desconocida: los edificios se me antojaban desvencijados, las escaleras oscuras, los comercios me recordaban a muchos de los que había visto en las películas españolas en blanco y negro. Y los cafés. Me emocionaba saber que esa ciudad acogía los cafés que tantas veces aparecían en todas aquellas novelas que había devorado: el Gijón, el Comercial, el Varela, el Lyon.

¿Y la gente? Mucho más cordial que en Barcelona, adónde iba a parar. Menos envarada. Más accesible. No me sentí extraño entrando solo en un bar porque era algo que llevaba haciendo mucho tiempo, pero en Madrid aprendí muy pronto que los bares ofrecían más calor de hogar que las propias casas. Me tomé la primera caña en un café que estaba muy animado. Había varias mesas ocupadas por grupos de tíos con ganas de juerga, mientras que la barra y las paredes estaban reservadas para que se apoyaran en ellas los que llegaban tan solos como yo.

No buscábamos conversación. Es decir: no buscábamos «sólo» conversación. Los que nos lanzábamos a la calle en soledad teníamos muy claro que nuestro fin último era follar, así que no nos interesaban los típicos encuentros que se producen con el fin de pasar el rato y buscábamos charlas insinuantes que nos permitieran iniciar un juego de seducción cuyo fin último sería la cama. No había que ponerse nervioso: el café era un primer paso, si no surgía nada podría intentarse en la discoteca, y si en la discoteca la cosa no acababa de pintar bien, siempre quedaba el recurso del cuarto oscuro y, en última instancia, la sauna.

No pasó nada en el café. Vaya. Pregunté en la barra por la discoteca a la que se iba luego y me mandaron a una que estaba al lado de la plaza de Benavente; Refugio, se llamaba. Era fea, como la mayoría de las discotecas de ambiente de la época, con un absurdo gotelé marrón claro que le daba el aspecto de una cueva siniestra, dos barras de bar y unos barrotes que servían para separar la zona de baile de unos asquerosos sofás, repletos de quemaduras de cigarros y receptores de fluidos de diversa índole, estratégicamente situados en las zonas menos iluminadas.

Como no había nadie que me gustara, me bebí un gin-tonic. Después, como no había nadie que se me acercara, me bebí el segundo. Comenzaba a estar borracho, pero no lo suficiente como para insinuarme a alguno de los tíos que rondaban por la discoteca, así que me tomé un tercero y me puse a ligar con resultados infructuosos. Me coloqué en la esquina de una de las barras e intenté entablar conversación con cualquiera mínimamente follable que se acercara a pedir una copa. Lanzaba el anzuelo a tíos algo mayores porque pensaba que irían tan salidos como yo y querrían resolver lo antes posible, pero se largaban en cuanto abría la boca, pues mis palabras comenzaban a fluir ya con dificultad. Pedí otro gin-tonic con la intención de eliminar de mi mente cualquier atisbo de lucidez: necesitaba sentirme perdido, sucio y malo para reunir las fuerzas suficientes, meterme en un cuarto oscuro y correrme a manos de un desconocido. Al fin y al cabo aquello era lo que llevaba haciendo desde que Joan comenzara a sacarme de marcha por Barcelona.

Antes de que me decidiera a repetir esquemas me sobrevino un bajón tremendo. Demasiadas emociones a lo largo del día: el viaje a Madrid, el inesperado encontronazo con un huésped imprevisto en el que ya era mi piso de alquiler, los paseos por la ciudad… El alcohol tampoco ayudó a serenar los ánimos.

Decidí volver a casa con la misma sensación de derrota que cuando regresaba a casa de mis padres sin haber ligado. Me desperté pasadas las doce del mediodía del domingo. Con resaca, claro. Acudir al día siguiente a la redacción de
Pronto
en Madrid se me hacía un mundo, así que pasé el resto del día encerrado en casa preguntándome quién coño me pensaba que era para ganarme la vida trabajando en una profesión tan envidiable como la de cronista del faranduleo. Las profecías de mi padre cobraban fuerza. Y comencé a tomar conciencia de que
La ley del deseo
no era más que una película.

4

ÉL SE CREE QUE NO

Él se cree que no lo entiendo, pero vaya si lo entiendo. ¿Cómo no voy a entenderlo?

Vamos a ver, si un jefe te ofrece doscientas mil pesetas para probar suerte en una ciudad como Madrid y encima te asegura que va a encargarte un montón de trabajo para que puedas no ya llegar a fin de mes, sino prosperar en tu carrera, ¿quién en su sano juicio rechazaría algo así? Pues alguien como yo, para qué vamos a engañarnos. Yo, que siempre he sido un cobarde, un triste, un
cagao
, un miedica, malditos padres me tocaron en suerte, tan cenizos, menos mal que apareció mi mujer y me sacó de aquella casa tan lúgubre. Mi Mari. Me gustaría decirle que aunque hace poco más de un cuarto de hora que acabamos de dejarlo en el aeropuerto yo también lo echo ya de menos, pero sé que si hago la más mínima referencia a nuestro hijo se va a poner a llorar, yo tampoco seré capaz de reprimir el llanto y llegaremos a Badalona como si acabásemos de asistir a un funeral. Por eso prefiero dejar que siga contemplando el paisaje a través de la ventanilla del coche. «¡Ay, Mari!», me gustaría decirle. Por fin solos en esa mierda de piso que tenemos, aunque vete tú a saber si ahora no se nos van a quedar grandes esos cincuenta metros cuadrados. Con la de veces que he echado pestes del barrio, del bloque, de ese octavo tercera, y ahora daría lo que fuera porque nuestros tres hijos siguieran viviendo con nosotros. «¡Ay, Mari!». Me siento tan mayor a mis cincuenta y cinco años y tengo tantos miedos, tanto cabreo conmigo mismo por no haber sido de otra forma, por ser tan incapaz de echarle alegría a cualquier asunto… Menos mal que estás a mi lado, aunque ya sabes que tampoco sirvo para contar lo que siento, porque para mi padre eso no era cosa de hombres y nunca me enseñó a hacerlo. A los hombres tenían que gustarles los toros. Harto acabé de tener que acompañarlo a La Monumental domingo tras domingo y de escuchar que a aquel no había que tenerlo en cuenta porque toreaba con el pico de la muleta y que después de Antonio Ordóñez, la nada.

—Mari, esta tarde podemos ir al cine, pero no en Badalona. En Barcelona si quieres, a ver una de estreno.

—Ya veremos. No sé…, no tengo ganas. Estoy triste. Sólo tiene veinticinco años.

—Tampoco es un crío, Mari, ya tiene pelos en los huevos. Con su edad nosotros teníamos ya una hija de cuatro años.

—Pero para mí sigue siendo mi hijo pequeño. Yo sé que está mal pensarlo, pero casi prefiero que le vayan mal las cosas y vuelva pronto a la casa. No quiero que le hagan daño.

Me habría gustado que hubiese dejado de hablar en aquel momento, porque ya sabía yo por dónde iba, pero no estaba dispuesto a afrontar la conversación que los dos sabíamos que teníamos pendiente desde hacía tanto, al menos no en aquel instante.

Que mi hijo era raro no tenía que venir a contármelo nadie. Y que me había hecho pasar mucha vergüenza delante de mis compañeros de trabajo por culpa de su amaneramiento tampoco. No volví a quedar con ellos los sábados por la mañana porque mientras sus hijos se ponían a jugar al fútbol el mío se pasaba el tiempo hablando con sus hermanas. Al principio me gustaba llevármelo a la fábrica, pero dejé de hacerlo cuando me di cuenta de que no les prestaba atención a los carteles de las tías en pelotas que había colgados en los talleres. Lo hice por mí y también por él, porque notaba que lo pasaba mal cuando alguno de mis compañeros le decía que se fijara en las tetas tan grandes que tenía la guarra del calendario y él apartaba la cara rojo como un tomate.

—¿Te acuerdas de cuando le reñías porque antes de que te fueras a trabajar por la mañana temprano él ya estaba metido en nuestra cama? ¿Qué edad tendría el crío por aquel entonces? ¿Ocho, nueve años? —me preguntó la Mari.

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