Mi padre murió de madrugada, en su cama, rodeado de su mujer, sus tres hijos, su hermana Carmen, su cuñada favorita —mi tía Gloria, hermana de mi madre— y un cocker que me había comprado hacía poco y al que había puesto de nombre
Pronto
, como la revista en la que trabajaba. Durante aquel día fuimos pasando por la habitación para estar a su lado y cubrirlo de besos, abrazarlo, tumbarnos a su lado diciéndole al oído lo que le queríamos, dándole las gracias por todo lo que había hecho por nosotros y aprovechando las últimas horas que le quedaban de vida. Hasta que llegó un momento en que comenzó a pasar demasiado tiempo entre una inspiración y otra. No sé quién dio la voz de alarma, pero no tardamos nada en reunirnos en torno a él esperando a que todo se acabara. De repente y ante nuestra sorpresa, se incorporó con una fuerza inusitada, abrió los ojos —quiero creer que se dio cuenta de que estaba rodeado de amor— y murió.
Empecé a escuchar unos llantos que me taladraban la cabeza. No, no quería pasar por aquello, no tenía valor, no quería ver a nadie sufrir. Llevábamos ya mucho tiempo haciéndolo, desde el día en que le diagnosticaron a mi padre el tumor; no estaba preparado para consolar ni ser consolado. Después comenzaron a llegar los vecinos, y fue entonces cuando me tomé un Valium y supe que lo mejor que podía hacer era encerrarme en mi habitación.
Al día siguiente, nada más despertarme, mi madre me pidió que fuera a darle un beso. Así lo hice. Mi padre seguía tumbado en su cama y le habían anudado un ridículo pañuelo en torno a la cabeza para sujetarle la mandíbula y evitar que se quedara con la boca abierta para los restos.
Cuando desaparecieron los de la funeraria nos quedamos en la casa sólo mi madre,
Pronto
y yo. Bueno, y también mi padre, porque aunque acababan de llevárselo ya nunca más se iría. Siempre lo llevaríamos con nosotros.
Había sido Carlos, el marido de mi hermana Esther, quien me había llamado a Madrid un viernes por la tarde.
—Jorge, vente a Badalona, que tu padre está muy mal.
—Pero ¿qué ha pasado?
—No lo sabemos, pero no está bien.
—¿Es grave?
—Jorge, ven.
Me senté en el sofá sin fuerzas para reaccionar, incapaz de dirigirme a la habitación para hacer una bolsa de viaje con lo básico y largarme al aeropuerto. Al poco rato, cuando apenas había metido un par de cosas en la maleta, volvió a llamarme mi cuñado:
—Jorge, tranquilo, ha recuperado la consciencia. Si quieres vente mañana.
Al día siguiente, al llegar a Badalona, mi madre me contó lo que había sucedido:
—¡Ay, Jorge, fue todo muy raro! Salió antes del trabajo porque decía que no se encontraba bien, que todo le olía raro, muy raro. Yo había estado con tu hermana Ana y al llegar a casa me lo encontré sentado en el sillón. Y cada dos por tres diciendo que olía raro. Hasta que de repente le dieron unos temblores y yo me puse muy nerviosa, llamé a tu cuñado Carlos al móvil y él pidió una ambulancia. Y ahora mira dónde estamos, no sé lo que le habrá pasado. Él dice que está bien, pero, claro, los médicos quieren hacerle pruebas. Normal, vaya susto nos hemos llevado.
¡Mi Jorge, ya sabía yo que en Roma te pasaba algo! A tu Mari no la engañas, eso de que durmieras tanto… Ya sabía yo que no estabas bien, allí ya estabas tú malico. Qué rápido ha ido todo, hace dos meses que íbamos con tu hijo paseando por la plaza Narbona esa, y ahora en el Clínico, recién operado, y yo estoy tan nerviosa que no sé si sentarme a tu lado, ponerme a mirar por la ventana o hacer un crucigrama. Menuda mierda todo. Mecachis, qué mala suerte, ahora que te quedaba poco para jubilarte… Vaya palo.
Yo nunca pensé que esto fuera a pasarme a mí, con la de viejos de noventa años que no paran de decir que están cansados de vivir y tú no vas a llegar a los sesenta. Dios egipcio del Sol: «Ra». Anda, qué cosas que se me vienen ahora a la cabeza.
Ya sabía yo que cuando me dijeron que tenían que operarte de la cabeza, malo, porque esas cosas es muy difícil que terminen bien por mucho que la medicina haya avanzado tanto y que las operaciones no sean tan complicadas como las de antes. Por eso no me he venido abajo cuando después el médico ha salido para decirnos a tu hermana y a mí que ha intentado eliminar todas las células malas pero que cree que en tres meses volverán a reproducirse porque el tumor es muy agresivo. Pero no te preocupes, que tú no vas a acabar en un hospital, ya le he preguntado al médico que cómo será el final y me ha dicho que podrás estar en la casica, porque vas a ir quedándote dormido poco a poco. No quiero llorar. No quiero llorar. No quiero que me veas llorar. ¡Ay, qué tonta soy! Si estás recién operado, aquí, dormidico, cómo vas a verme llorar.
Jorge, tú no te preocupes de nada, que vas a tener a tu Mari siempre cerca. Tú no te preocupes, ¿eh?, mi vida, que te voy a cuidar hasta que te vayas. En cuanto podamos nos vamos al piso y ya verás qué bien vamos a estar. Nos ha dicho el médico que disfrutemos el tiempo que podamos, y eso es lo que vamos a hacer, ya lloraremos después, qué coño, y oye, ¿quién dice que los médicos no se equivocan?, a ver si luego va a resultar que son más de tres meses los que tarda eso en volver a salir, ¿y si es un año?, ¿o dos? ¡Ay, Jorge!, cuanto más tarde mejor, yo no quiero quedarme sola, que es muy pronto, Jorge, muy pronto. Nombre de pila de Maura, célebre actriz española: «Carmen». Mira, Jorge, que somos muchos los que nos preocupamos por ti. Y tu hermana,
la progre
, como tú la llamas, también se ha quedado planchada, no te creas. A ver, se queda sola, la Carmen, aunque más sola voy a quedarme yo, porque a ver con quién me voy ahora los domingos a las Ramblas o a comer algún sábado a Barcelona, y cómo voy a ir yo a ver a tu hijo a Madrid, con lo bien que íbamos en coche los dos, parándonos donde nos daba la gana, ¿tú te imaginas cómo voy a hacer yo ahora el viaje sola, acordándome de todos los sitios en los que he estado contigo? Pero déjalo, no quiero pensar ahora en eso, nos ha dicho el médico que te disfrutemos y eso es lo que voy a hacer, ya tendré tiempo de estar triste, pero sola en mi casa, cuando nadie me vea. Símbolo del Litio: «Li»; capital de Francia: «París».
Cuando mi madre me dijo que a mi padre le quedaban tres meses no quise creerlo, no me daba la gana de creérmelo. ¿Cómo iba a morirse mi padre tan joven? Los padres se mueren viejos, cuando sus hijos tienen ya una cierta edad. Pero no hay dudas: lo han operado y han dicho que volverá a reproducirse. No puedo asumirlo, ya lo haré cuando llegue el momento. Ahora no quiero pensar. Y lo de las pruebas ya veremos, no estoy de humor. Menos mal que Daniel se hace cargo.
—Tranquilo, Jorge, ya te las harás —dijo—. Pero en esta ocasión, con lo de tu padre, es distinto. No le des la espalda a la realidad como con las pruebas, ahora la cosa es seria y los médicos no suelen equivocarse en los plazos. Aprovecha a tu padre porque va a irse. Vete a Badalona los fines de semana, si quieres te acompaño alguno, pero márchate todos los que puedas, porque si no acabarás arrepintiéndote de no haberlo hecho.
—No tengo ganas de follar. No pasa nada, ¿verdad?
Cuando Daniel me abrazó me di cuenta de que no, no pasaba nada. Estando a su lado parecía imposible que sucediera algo malo.
Si es que tenía que pasar. Ya me lo advirtió el médico, que a los tres meses volvería y entonces no tendríamos nada que hacer. No quiero que se dé cuenta, pero es que como no me siente no sé yo si voy a aguantar mucho tiempo derecha. Me estoy mareando.
—Jorge, voy al váter.
—Oye, ¿no irás a atufar la casa ahora?
—¡Ah!, pues no lo sé.
He intentado sonreír pero no he tenido fuerzas. No sé por qué, pero cuando sonó el teléfono ya sabía yo que no podía ser nada bueno, es como si me hubiera dado un presentimiento. Descolgué, y cuando una señorita me dijo que el doctor Sánchez Redondo quería hablar conmigo, pensé: «Ya está». Pues sí, ya está.
—¿Señora Vázquez?
—Sí, soy yo.
—Buenas tardes, soy el doctor Sánchez Redondo.
—Ah, hola.
—¿Puede hablar? ¿La pillo en buen momento?
—Espere. —Cerré la puerta del recibidor, el Jorge estaba en el comedor y no quería que se enterara de nada—. Ahora sí.
—Verá, siento muchísimo comunicarle que el tumor de su marido se ha reproducido. A partir de ahora todo va a ser muy rápido, probablemente vuelva a sufrir una convulsión. Si eso sucede tráiganlo inmediatamente al Clínico y les diremos qué es lo que tienen que hacer a partir de ese momento. Señora Vázquez, ya sabe que estoy a su disposición para lo que usted quiera. ¿Desea preguntarme algo?
Silencio. La cabeza me daba vueltas. Tenía ganas de llorar. De chillar. De romper cosas. Pero no podía hacer ninguna de las tres porque el Jorge no es tonto e iba a darse cuenta de que algo raro pasaba.
—No, ahora no. Más tarde. Ya lo llamaré yo. Gracias, muchas gracias.
Al abrir la puerta me preguntó:
—Mari, ¿quién era?
—Nadie, que si queríamos dejar el Ocaso y cambiarnos a una oferta mejor, pero les he dicho que no, que estábamos muy contentos.
Anda que vaya excusa más tonta he puesto, hablar ahora de seguros y de muertes con la que tengo encima.
Necesitaba hablar con Daniel. Mis miedos se rebajaban cuando hablaba con él.
—¿Cómo va todo, Jorge? —me preguntó nada más oír mi voz.
—Bueno… —A duras penas conseguí controlar el llanto—. No he podido ir a buscar a mi padre al Clínico. Les he dicho a mi madre y a mí tía que me perdonaran, que estaba muy cansado, pero la verdad es que no tengo valor, Daniel. No tengo valor. Cuando aterricé ayer en Barcelona me fui directamente para el hospital, y al verlo otra vez allí, en la camilla, cogiéndole la mano a mi madre, me vine abajo. Él cuando me vio aparecer sonrió y me dijo: «¡La que estoy liando!», pero se notaba que estaba muy contento de que hubiese volado desde Madrid sólo para estar con él. Esto se acaba, Daniel, tienes razón. Ayer ya lo empezamos a tener todos claro: esto se acaba. Pero no quiero estar aquí, no quiero ver cómo se apaga. Quiero huir a Madrid, estar contigo, trabajar, no pensar. Que todo esto se acabe cuanto antes.
—Mañana voy a recogerte al aeropuerto y luego, si quieres, te llevo a cenar a un sitio tranquilo —me propuso.
—Muchas gracias.
—¿Te has dado cuenta de la suerte que tienes de tenerme a tu lado?
Sabía que estaba bromeando, pero tenía razón; podía darme con un canto en los dientes. Si Daniel no hubiese aparecido en mi vida habría tenido todas las papeletas para acabar aquella noche borracho y en un cuarto oscuro.
En cuanto mi madre y mi tía entraron con mi padre por la puerta del octavo tercera, me encerré con la segunda en mi habitación.
—Tía, ¿cómo ha sido?
—Pues mira, ayer por la tarde me llamó tu madre muy intranquila porque tu padre estaba haciendo movimientos raros con la cabeza, así que, con la excusa de que hacía tiempo que no los veía, me presenté aquí. Todo iba bien hasta que nos pusimos a cenar, entonces tu padre tuvo una convulsión y, tal y como nos dijo el doctor, llamamos inmediatamente a la ambulancia. Fue todo muy rápido, Jorge. En el Clínico nos han dicho que estemos preparados porque empieza la cuenta atrás.
—Y mi madre, ¿cómo está?
—Ella es fuerte, ya lo sabes. Pero no te preocupes por que se venga abajo, que a partir del lunes me vengo a vivir aquí. A tu padre, para que no sospeche, vamos a decirle que no estoy muy bien de ánimo y que necesito compañía.
—¿Y qué hago yo?
—Vuélvete a Madrid. Pero ven todo lo que puedas, porque tu padre se muere.
Fue un fin de semana raro. Sabíamos que se había iniciado la cuenta atrás, pero estábamos muy tranquilos porque mi padre estaba en casa. No me moví de su lado hasta la misma hora de marcharme. Veíamos la tele juntos, abrazados o cogidos de la mano. Tan empalagoso estaba que mi padre, antes de irme, me dijo:
—Qué fin de semana más bueno he pasado. Dan ganas de estar malo toda la vida.
—Pues no te preocupes, porque volveré pronto.
Me marché casi sin despedirme de mi madre, tenía ganas de meterme en el taxi para ponerme a llorar por fin.
En cuanto aterricé en Madrid llamé a la Rigalt.
—¿Ya has vuelto de Badalona, calle Marqués de Montroig, 196-198, octavo tercera?
No entendía nada. No recordaba haberle dicho en ningún momento la dirección de casa de mis padres.
—¡La carta, Jorge, tengo tu carta! ¡La que me enviaste hace años!
—¿Qué dices? ¡Qué vergüenza!
—Ha aparecido este fin de semana mientras ordenaba unos papeles. No sé por qué la guardé al recibirla y no la tiré a la basura.
Sentí algo cercano a la felicidad, y todavía me aproximé más a aquel estado cuando, al salir del aeropuerto, divisé a Daniel. Estaba esperándome, y me descubrí culpable por sentirme de pronto tan bien. Parecía que todo fuese luz en Madrid mientras que en el octavo tercera de una calle de Badalona comenzaba a instalarse inexorablemente el reino de las sombras.
—Nena, vete a Badalona a comprarme pan de payés de ese que me gusta, anda, que quiero que la Mari me ponga un poquito con tomate y jamón —le pedí a mi hermana Carmen.
—Voooy. Anda que no te aprovechas de nosotras…
Quiero quedarme a solas con la Mari. Tengo que hablar con ella antes de que sea demasiado tarde. Lo que no sé es si voy a ser capaz de callarme todo lo que sé. Al menos tengo que intentarlo, pero no las tengo todas conmigo.
—Mari.
—Qué —contestó desde la cocina.
—Ven aquí al comedor conmigo un rato. Siéntate a mi vera en el sofá.
—Voy.
Estuvimos un rato callados, agarrados de la mano. Allá voy. A ver cómo me sale.
—Mari.
—Qué.
—Tú sabes que te quiero mucho.
—Pues claro que lo sé.
—Pero mucho, ¿eh? Mira que nos hemos enfadado veces y hemos pasado días sin hablarnos, pero yo nunca he dejado de quererte. Vaya mierda de vida hubiese llevado sin ti.
Quería seguir hablando, pero me lo impedía un nudo en la garganta. Agarré más fuerte su mano.
—Mari, lo sé todo.
No pude evitarlo, lo solté como me vino, y es que estaba cagado de miedo. Tendría que haber tenido más cojones y haberme quedado callado como una puta, pero no pude. Estuvimos en silencio unos minutos. La Mari estaba esforzándose por no llorar, la conozco, menuda es. Al final me preguntó:
—¿Cómo te has enterado?