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Authors: Jorge Javier Vázquez

Tags: #Biografía

La vida iba en serio (13 page)

BOOK: La vida iba en serio
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—Anda y que las zurzan. Es que sé que si no lo hacemos así no vas a ser capaz de plantarle cara a tu padre y ponerte a trabajar.

Cuando aquella noche llegué a casa comencé a pensar que el plan de la Mari no era ninguna tontería. Me encontré a mi padre sentado en una silla con los brazos cruzados y a mi madre suspirando, como de costumbre. Mi hermana me miraba con mala cara porque pensaba que yo era el culpable de que la familia estuviera pasando por un trance tan amargo, qué disgusto, el Jorge no iba a estudiar y estaba a punto de destrozarse el porvenir por culpa de una mujer que lo tenía hechizado perdido. Una hecatombe.

—Mari, que por mí vale. Si tú tienes valor, yo te sigo.

Se lo dije al día siguiente, cuando fui a recogerla al trabajo. Y ella sonrió.

—Pues tendremos que ponernos a la tarea cuanto antes.

Una vez tomada la decisión, no hablamos más del tema y nos pusimos a follar sin descanso para que se quedara embarazada lo antes posible. Lo hacíamos donde podíamos, del hostal sólo echábamos mano de vez en cuando, ya que nuestra economía no daba para muchas juergas. Al tiempo que estudiaba, ayudaba ocasionalmente a mi padre reparando transistores, y la Mari entregaba en casa la mayor parte de lo que ganaba. Los dos esperábamos ansiosos a que cayera la noche para dirigirnos a la playa y empezar a hacerlo en un lugar apartado, pero también lo hicimos deprisa y corriendo en algún portal, e incluso de pie contra los muros de algún descampado. No descarto que mi hija Ana fuera concebida de esta última forma.

Cuatro meses después, la Mari me dijo un jueves al salir del trabajo:

—Ya está.

Sabía a lo que se refería, claro. Iba a ser padre, pero aquello era lo de menos, lo importante era que con su embarazo estaba concediéndome mi particular carta de libertad.

—Vamos a dar una vuelta por las Ramblas —le propuse no para celebrarlo, sino para diseñar la estrategia que debíamos seguir a partir de aquel momento.

Estábamos sentados en una terraza compartiendo una cerveza y yo no paraba de proponer alternativas: el próximo domingo después de comer hablo con mis padres; o mejor no, el sábado por la noche voy a buscarte y nos presentamos los dos en mi casa; quizá lo que deberíamos hacer es…

—Jorge, paga esto que vamos a decírselo ahora mismo, no tenemos ninguna necesidad de esperar. Cuanto antes, mejor.

Me cagué vivo, pero la Mari tenía razón. Llevábamos varios meses buscando aquella situación, no tenía ningún sentido esperar más tiempo. El camino hacia mi casa lo hicimos en silencio, cogidos de la mano. De vez en cuando yo le daba un apretón fuerte, muy fuerte, y ella, antes de responderme con otro, me miraba, sonreía y acercaba la cabeza a mi pecho. Estaba muerto de miedo, aquello no había quien me lo quitara, y es que temía a mi padre más que a un
nublao
. Sabía que se iba a armar.

—Mari, ¿te acuerdas de cuando se lo dijimos a mis padres?

—Pero, Jorge, ¿qué te ha dado hoy con los recuerdos? Aquello pasó hace ya muchos años.

Llegamos a la puerta de mi casa. Antes de abrirla le di un beso tan fugaz que sólo fue un roce de labios. Ella me dijo con los ojos entrecerrados «Tranquilo», y al entrar nos encontramos una estampa que ya nos resultaba familiar: mi padre con los brazos cruzados, un suspiro de mi madre como bienvenida y Carmen lloriqueando porque en el colegio habían vuelto a llamarla gorda.

—Si te vas a la habitación mañana te compro un bollo —le dije a mi hermana.

Entre un bollo y presenciar una conversación paternofilial ella tenía bien claras sus preferencias: dio las buenas noches y se fue a su habitación. La Mari y yo nos sentamos frente a ellos y mi padre se puso tieso como un palo y mi madre dejó de suspirar. Sin duda advirtieron que iba a suceder algo porque ambos estábamos muy serios. Yo había ido ensayando mi discurso desde que la Mari me había dicho que pagara la cerveza en la terraza de las Ramblas, así que comencé a hablar como si recitara una lección muy bien aprendida:

—Tenemos que contaros algo, sabemos que no va a gustaros mucho…

Mi padre cortó mi discurso:

—Me cago en Dios, me cago en la madre que parió a Peneque, me cago en mi estampa. ¡La manchega está embarazada!

No hizo falta que siguiera hablando. La Mari me dio la mano y me la apretó, ya sólo quedaba aguantar el tirón. Miré a mi padre y me vino a la cabeza aquella canción que decía «Rascayú, cuando mueras qué harás tú / tú serás un cadáver nada más…». Joder, estaba a punto de escapárseme la risa.

Mi padre se tapó la cara con las manos y mi madre se puso a llorar, pero aquella vez de verdad:

—Qué vergüenza, se enterará todo el mundo. Qué vergüenza me va a dar salir a la calle, con qué cara voy a ir yo ahora a comprar a la plaza.

—Conozco a una persona que… —intentó proponer mi padre.

—¡Ni se le ocurra! —fue la Mari la que cortó en seco la frase—. Quítese de la cabeza que yo vaya a quitarme de encima lo que venga. No se preocupen, de momento el Jorge se viene a vivir a casa de mis padres y luego ya nos apañaremos.

—¿Y los estudios?

—Papa, no quiero seguir estudiando. Quiero ponerme a trabajar.

Le cayeron de repente diez años encima. Sus sueños se fueron a tomar por culo y se convirtió en la viva imagen de un hombre vencido, derrotado. Mi madre era incapaz de mirar a otro sitio que no fuera al suelo y, con voz apenas audible, nos preguntó:

—Os casaréis, ¿verdad?

Y la Mari se levantó, la acunó como si fuera una niña y la tranquilizó:

—No se preocupe, Ana. Claro que nos casaremos. Y va a irnos muy bien. Y ustedes van a ser unos abuelos buenísimos.

Mi padre comenzó a llorar. Primero en silencio, luchando contra su llanto, intentando que no fueran demasiadas las lágrimas que rodaran por sus mejillas. Pero una vez hubo comprobado que por mucho que se empeñase no iba a poder luchar contra su dolor, se dejó ir y empezó a llorar como un recién nacido. Mi madre, que jamás lo había visto así, se olvidó por una vez de que ella era la sufridora oficial de su casa y se dedicó a tranquilizar a su marido pasándole la mano por la nuca como si fuera un perrito.

—Yo no quería esto para ti —acertó a decir mi padre entre sollozos.

—Y yo no quería seguir viviendo así. Estamos en paz. Vámonos, Mari, que te acompaño a tu casa.

—Mari, ¿y si nos casamos otra vez?

—¿Es que no tuviste bastante con la primera?

No. No tuve bastante. Tuvimos que casarnos deprisa y corriendo para que se le notara la tripa lo menos posible. Cuando alguna vecina nos paraba por la calle y nos preguntaba con malicia por qué nos casábamos tan pronto, la Mari la cortaba:

—Mira, Angelita, es que me he quedado embarazada. Chica, un descuido, puede pasarle a cualquiera, pero dile a tu hija que ande con cuidado, no vaya a pasarle lo que a mí… Qué le vamos a hacer, no era buscado pero, ya que estoy, pues seguimos
p’alante
, total, íbamos a casarnos dentro de pocos meses.

La Angelita de turno se quedaba a cuadros, como era lógico. Y la Merche de la panadería, y la Pepa de las longanizas, y la Josefina de la tintorería… A mí, cuando la Mari empezaba con sus explicaciones, me entraba la risa, y cuanto más notaba ella que yo me reía, más se extendía con sus peroratas y más detalles se inventaba:

—Y fíjate, Juani, que siempre poníamos de nuestra parte para que no pasara lo que ha pasado, pero cuando está de Dios, está de Dios. ¡Tengo ya unas ganas de verle la carita! Y no me lo preguntes: me da igual que sea niño o niña, lo que quiero es que venga sano.

Y yo venga a reírme más todavía. Incluso el día de la boda tuve fuerzas para reírme, aunque me costó lo mío, porque parecía que nos llevaran al matadero. La Mari estaba ya de cuatro meses y comenzaba a notársele la tripa. Por aquella época todas las mujeres que se casaban de penalti intentaban disimular las barrigas, pero la Mari tenía muy claro que no iba a pasar por el aro.

—Y una leche que se coman. Yo no me voy a poner un saco. Bastante que me obligan a casarme a las seis de la mañana.

Y se plantó un traje de chaqueta oscuro y tan ajustado que no sólo no disimulaba la tripa, sino que la realzaba.

Vaya gentuza los curas. A las seis de la mañana tuvimos que casarnos porque consideraban que no era de recibo plantarse con una barriga en el altar para pronunciar el «Sí, quiero». Habíamos sido malos, nos habíamos comido el cocido antes de las doce, ¿es que no sabíamos aquello de «besos y abrazos no traen niños pero tocan a vísperas»? Según ellos no nos merecíamos casarnos a la luz del día, debíamos hacerlo a escondidas para que nuestra desvergüenza no adquiriera notoriedad. Qué asco, joder. ¡Qué asco! A las cinco y media de la mañana nos encontramos la Mari y yo delante de la iglesia, todavía era noche cerrada y parecía que íbamos a perpetrar un crimen. Mis padres y los suyos se saludaron con tristeza y todo pintaba fatal, porque los escasos familiares que habíamos invitado llegaban con tal cara de circunstancias que parecía que iban de funeral en vez de a una boda. A las seis menos diez apareció por fin el cura que iba a oficiar la ceremonia y se dirigió a la Mari.

—Usted podría haberse vestido con más decoro, con un traje más holgado… Se le nota la barriga.

—Y usted podría haber tenido un poco de compasión y casarme a las doce, porque no sabe lo que me ha costado levantarme a las cuatro y media de la mañana. Con decirle que he estado a punto de no venir…

Silencio. La Mari no apartaba la mirada del cura y este no sabía si perdonarnos o enviarnos directamente al infierno. Yo a duras penas pude decir «Mari, por Dios», y cuando parecía que la situación no podía ir a peor, oímos al padre de la Mari emitir unos sonidos extraños. Todas las miradas se dirigieron entonces hacia él y comprendimos que estaba haciendo lo imposible por contener la risa. Yo no sabía dónde meterme, porque la risa de mi suegro comenzó a contagiarse al resto de la gente: primero a mí, luego a mi padre y después a mi futura esposa. Las únicas que guardaban la compostura eran nuestras madres. Si no hubiera sido pecado el cura nos habría asesinado allí mismo.

—¡Acabemos con esto cuanto antes! —bramó.

—Eso, eso, rapidito, que son las seis de la mañana y se nos está haciendo tarde —remató la Mari.

Aquello ya fue el despiporre. ¿Cómo no iba a querer pasar el resto de la vida con una mujer que era capaz de darle la vuelta a una situación tan miserable?

Estaba ya bastante borracho cuando le dije:

—Venga, Mari, vámonos a la cama a ver si cae algo.

—Anda, que estás tú bueno para moverte mucho.

Cuando me tumbé todo me daba vueltas, demasiadas, pero al abrazarla me sentí seguro. Allí estaba siempre ella, consiguiendo que me calmara cuando a mi alrededor todo eran turbulencias. Estaba eufórico. Había visto a mi hijo mejor que nunca, no se había resistido a la hora de salir a pasear conmigo y hasta nos había dicho que en Madrid nos echaba de menos.

—¿Sabes qué te digo, Mari?

—Qué.

—Que prefiero tener un hijo maricón a fraile.

—¡Ese no lo había oído yo nunca! La gente dice que prefiere tener un hijo muerto antes que maricón.

—Ya, ya, pero yo sé muy bien lo que me digo.

Y aunque intenté meterle mano para ver si podíamos hacer algo me quedé dormido en el intento.

11

DANIEL

Cuando moví la pierna me di cuenta de que había alguien en mi cama. Intenté hacer memoria. Salí a cenar con Pablo y con Luis, luego nos fuimos a tomar una copa, después nos metimos en el Why Not a tomar otra, y luego otra, y después también otra. Sí, creo recordar que ellos se largaron porque me habían dejado con un ligue, por lo tanto el tío que me daba la espalda debía de ser un cordobés bastante mono que estudiaba Empresariales. Quise incorporarme para verle la cara y certificar su identidad, pero él se me adelantó, se dio media vuelta y nuestras miradas se toparon. No era el cordobés.

—¿Quién eres? —le pregunté con los ojos abiertos como platos—. Tú no eres cordobés, ¿verdad?

—Vaya, ayer estabas más cariñoso. Bastante más cariñoso, diría yo.

Intenté escarbar de nuevo en mi memoria. Él lo notó.

—El cordobés acabó dándote puerta porque no entendía lo que le decías, ibas un poco
tocao
. Yo también, aunque no tanto como tú, y tengo que decirte que te olvidaste pronto del otro. Me asombró tu capacidad de recuperación, porque a las primeras de cambio intentaste meterme en tu cama.

—Pues parece que no te resististe mucho. —Me picaron tanto sus palabras que se me vino a los labios una contestación algo resabiada, y sellé mis labios para no seguir metiendo la pata.

El tío no estaba mal. Mucho mejor que el cordobés, que resultó ser un niñato de provincias que pretendía tomarse un café al día siguiente para que nos conociéramos mejor antes de follar. Qué manía con lo de los cafés. Puede llegar a ser más embarazoso tomarse un café que follar.

—Creo que he salido ganando con el cambio —solté, y no mentía—. ¿Cuántos años tienes?

—Cuarenta y uno. Bien puestos, creo.

Creía bien. O al menos eso intuía yo, porque todavía no había tenido la oportunidad de hacerle un reconocimiento exhaustivo. La persiana estaba casi echada, así que me levanté a subirla un poco más con la excusa de saber la hora y poder mirar el reloj que había en la mesilla de noche.

—¡Las dos de la tarde! —exclamé falsamente asustado.

Aproveché para mirarlo. Sí, valía la pena. Moreno, rostro anguloso, bonitos ojos, sonrisa agradable. Y, lo mejor de todo, tenía todas las piezas dentales.

—¿Estás examinándome?

Me había pillado. Podría haberle mentido, pero estaba corto de reflejos. Preferí guardar silencio en vez de inventarme una respuesta idiota.

—Ven a la cama —me propuso.

—¿Es una orden? —pregunté con un tono de voz que bien podría haber utilizado Mae West. O, mejor, una aspirante a Mae West.

No respondió. Me agarró del brazo, me tumbó en la cama y me metió la lengua en la boca con una voracidad que me sacudió toda la tontería que llevaba encima. Cuando se puso sobre mí noté que estaba empalmado y, como es lógico, no me costó nada empalmarme también. Me acariciaba el cuerpo con ansia, y su lengua comenzó a viajar de mi boca al cuello, de ahí a las orejas y volvió de nuevo a juntarse con mi lengua para después descender a mis pezones y recrearse en ellos alternando lametones y mordiscos. Lo aparté de mí con brusquedad.

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