Fern desechó con un gesto los agradecimientos.
—¡Por favor! No podía dejar que te marcharas con alguien que lleva puesto un sombrero como ése. ¡Imagina si te viera la gente! —Se echó a reír y Brooke se reafirmó en su opinión de que era una persona muy agradable—. Además, quiero que te quedes por motivos egoístas. A todos mis amigos les encantas.
Supuso que Fern sólo lo decía para hacerla sentir bien. Después de todo, no había tenido ocasión de hablar con casi nadie en toda la velada, aunque era cierto que los amigos de Trent y de Fern le habían parecido simpáticos. Pero ¿qué más daba? El halago tuvo los efectos deseados y la hizo sentirse bien, tanto que aceptó brindar con tequila con Trent, en nombre de Julian, y después bebió dos Lemon Drops con Fern y sus amigas de la fraternidad universitaria (cuya capacidad para beber era superior a la de cualquier mujer que Brooke hubiese conocido). Siguió sintiéndose bien en torno a la medianoche, cuando apagaron las luces y alguien encontró la manera de conectar un iPhone al sistema de audio del restaurante, y se sintió bien durante dos horas más, durante las cuales bebió, bailó y (si había de ser completamente sincera) flirteó como en los viejos tiempos con uno de los médicos internos compañeros de Trent. Todo completamente inocente, desde luego. Pero se le había olvidado lo que era tener a un hombre atractivo totalmente pendiente de ella durante toda la noche, llevándole copas e intentando hacerla reír. Aquello también la hizo sentirse bien.
Lo que ya no la hizo sentir nada bien, como era de esperar, fue la espantosa resaca de la mañana siguiente. Aunque eran casi las tres cuando volvió a su habitación, se despertó a las siete mirando al techo, segura de que iba a vomitar en cualquier momento y preguntándose cuánto tiempo tendría que sufrir hasta entonces. Media hora después, estaba en el suelo del baño, respirando trabajosamente y rezando para que los Alter no llamaran a la puerta. Por fortuna, consiguió arrastrarse de vuelta a la cama y dormir hasta las nueve.
A pesar del tremendo dolor de cabeza y del gusto desagradable que tenía en la boca, sonrió cuando abrió los ojos y miró el teléfono. Julian había llamado y enviado mensajes media docena de veces, preguntando dónde estaba y por qué no contestaba al teléfono. Iba de camino al aeropuerto para coger el avión de vuelta a casa, la echaba de menos, la quería y no veía la hora de encontrarse con ella en Nueva York. Fue agradable que se volvieran las tornas, al menos por una noche. Por fin había sido ella la que había trasnochado, la que había bebido demasiado y la que había estado de fiesta hasta la madrugada.
Brooke se duchó y bajó al vestíbulo para tomar un café, rezando para no toparse con los Alter por el camino. Le habían dicho la noche anterior que tenían pensado pasar el día con los padres de Trent; las dos mujeres tenían cita para una sesión de peluquería y maquillaje, y los dos hombres pensaban jugar una partida de squash. Elizabeth la había invitado para que fuera con ellas, pero Brooke le había mentido descaradamente y le había dicho que planeaba ir a casa de Fern, para almorzar con ella y sus damas de honor. Acababa de sentarse, con el periódico y un tazón de café con leche, cuando oyó que la llamaban por su nombre. Junto a su mesa estaba Isaac, el atractivo internista con el que había estado flirteando la noche anterior.
—¿Brooke? ¡Hola! ¿Qué tal estás? Tenía la esperanza de verte por aquí.
Ella no pudo evitar sentirse halagada por su interés.
—Hola, Isaac. Me alegro de verte.
—No sé tú, pero yo estoy destrozado después de lo de anoche.
Brooke sonrió.
—Sí, fue demasiado. Pero me divertí mucho.
Para asegurarse de que el comentario sonara completamente inocente (el flirteo había sido divertido, pero ella era una mujer casada), añadió:
—A mi marido le dará mucha pena habérselo perdido.
Una extraña expresión apareció en la cara de Isaac. No era de asombro, sino de alivio de que ella finalmente hubiera dicho algo al respecto. En ese momento, ella lo comprendió.
—Entonces ¿es cierto que estás casada con Julian Alter? —preguntó, mientras se sentaba en la silla de al lado—. Oí que todo el mundo lo comentaba anoche, pero no estaba seguro de que fuera verdad.
—Sí, con el auténtico —replicó Brooke.
—¡Es una locura! ¡Si yo te contara! Lo sigo desde que actuaba en el Nick's, en el Upper East Side. ¡Y de pronto está en todas partes! No puedes abrir una revista, ni encender el televisor, sin ver a Julian Alter. ¡Es increíble! ¡Debe de ser fantástico para ti!
—Ni te lo imaginas —dijo ella, automáticamente, mientras poco a poco se reafirmaba en su impresión de que la había perseguido por eso.
Se preguntó cuánto tendría que esperar, hasta poder levantarse sin resultar abiertamente grosera, y calculó un mínimo de tres interminables minutos.
—Espero que no te molestes si te pregunto…
«¡Oh, no!», pensó Brooke. Estaba segura de que iba a preguntarle por las fotos. Había disfrutado de dieciocho horas de paz, durante las cuales nadie se las había mencionado, y ahora Isaac estaba a punto de estropearlo todo.
—¿Te apetece un café? —lo interrumpió Brooke, en un intento desesperado de distraerlo de lo inevitable.
Él pareció confuso durante un momento, pero en seguida negó con la cabeza. Metió la mano en el bolso de lona que tenía apoyado en el suelo, sacó un sobre de papel marrón y dijo:
—Quería preguntarte si no te importaría darle esto a Julian en mi nombre. Ya me imagino que estará terriblemente ocupado, y de entrada te digo que no tengo ni la décima parte de su talento, pero llevo mucho tiempo dedicándole a mi música el poco tiempo libre que tengo, y… bueno, ya sabes, me gustaría que me diera su opinión.
Y a continuación, sacó del sobre un cedé metido en una funda y se lo dio a Brooke.
Ella no supo si reír o llorar.
—Hum, claro, desde luego. O mejor, ¿qué te parece si te doy la dirección de su estudio y se lo envías tú mismo por correo?
La cara de Isaac se iluminó.
—¿De verdad? Sería genial. Creía que con todo lo que está pasando… Bueno, pensaba que ya no…
—Sí, todavía pasa todo el tiempo en el estudio, trabajando en su próximo álbum. Oye, Isaac, ahora tengo que subir a la habitación a hacer una llamada. Nos vemos esta noche, ¿de acuerdo?
—Claro, sí, de acuerdo. Eh… ¡Brooke! Otra cosa… Mi novia, que todavía no ha venido (vendrá esta noche), tiene un blog en el que habla de famosos, fiestas de sociedad y ese tipo de cosas. Bueno, verás, le encantaría hacerte una entrevista. Me ha pedido que te lo diga, por si necesitas un foro justo e imparcial donde contar tu versión de la historia. En cualquier caso, estoy seguro de que le gustaría mucho que…
Brooke sintió que si no se marchaba en ese instante, iba a decir algo horrible.
—Gracias, Isaac. Dile que le agradezco que haya pensado en mí, pero de momento no necesito nada. Gracias.
Antes de que él pudiera articular una palabra más, Brooke se metió en el ascensor.
Cuando volvió a su habitación, se encontró que se la estaban limpiando, pero no podía arriesgarse a volver al vestíbulo. Le sonrió a la señora de la limpieza, que en todo caso parecía agotada y necesitada de un descanso, y le dijo que lo dejara todo como estaba. Cuando la limpiadora recogió sus cosas y se marchó, Brooke se dejó caer en la cama deshecha e intentó mentalizarse para trabajar un poco. No tenía que empezar a arreglarse hasta seis horas más tarde y había resuelto dedicar ese tiempo a buscar ofertas de empleo, enviar su curriculum y escribir un par de cartas generales de presentación, que podría personalizar cuando llegara el momento.
Sintonizó en la radio despertador una emisora de música clásica, como pequeña rebelión contra Julian, que le había llenado el iTunes no sólo con su música, sino con la de todos los otros artistas que Brooke «debía» escuchar, y se sentó a la mesa de escritorio. Durante la primera hora, mantuvo maravillosamente la concentración (lo cual no fue fácil, teniendo en cuenta que aún le dolía la cabeza) y consiguió enviar el curriculum a las principales webs de búsqueda de empleo. En la segunda hora, pidió al servicio de habitaciones una ensalada de pollo asado y se distrajo viendo en el portátil un episodio antiguo de
Prison Break
. A continuación, hizo una siesta de media hora. Cuando poco después de las tres recibió una llamada sin identificar en el móvil, estuvo a punto de no contestar, pero lo hizo, pensando que quizá fuera Julian.
—¿Brooke? Aquí Margaret, Margaret Walsh.
La sorpresa fue tal que el teléfono estuvo a punto de caérsele de las manos. Su primera reacción fue de miedo (¿habría vuelto a perderse una guardia?), pero en seguida recuperó la lógica y recordó que lo peor ya había pasado. Fuera cual fuese el motivo de la llamada de Margaret, Brooke podía estar razonablemente segura de que no la llamaba para despedirla.
—¡Margaret! ¿Cómo estás? ¿Todo bien?
—Sí, todo está muy bien. Escucha, Brooke. Siento molestarte en fin de semana, pero no he querido dejar esto pendiente hasta la semana próxima.
—No es ninguna molestia. De hecho, ahora mismo estaba enviando mi curriculum a diferentes sitios —dijo, sonriendo al teléfono.
—Bueno, me alegro de oírlo, porque creo que tengo un sitio adonde puedes enviarlo.
—¿En serio?
—Acaba de llamarme una colega, Anita Moore. En realidad, es una ex empleada mía, pero de hace muchos años. Trabajó durante años en el Hospital Mount Sinai, pero lo ha dejado hace poco y está a punto de abrir un centro sanitario.
—Ah, qué interesante.
—Ella misma te contará todos los detalles, pero creo haber entendido que le han concedido una subvención federal, para establecer una especie de centro de intervención temprana, en una zona de riesgo elevado. Está buscando un logopeda especializado en niños y un nutricionista con experiencia en asesoramiento prenatal y posnatal, así como para la lactancia y el puerperio. El centro funcionará en un barrio sin acceso regular a la atención prenatal, con pacientes que no tienen ni la más remota idea de nutrición, por lo que gran parte del trabajo será muy básico (habrá que convencer a las futuras mamás de que se tomen el ácido fólico y ese tipo de cosas), pero creo que por eso mismo será interesante y gratificante. Como mi amiga no se quiere llevar a ninguno de los nutricionistas actualmente en plantilla en el Mount Sinai, me ha llamado para ver si podía recomendarle a alguien.
—¿Y me has recomendado a mí?
—Así es. Te seré sincera, Brooke. Le conté todo acerca de Julian, los días que faltaste y la vida agitada que llevas, pero también le dije que eras una de las mejores y más brillantes nutricionistas que han trabajado a mis órdenes. De este modo, nadie podrá llamarse a engaño.
—¡Margaret, me parece una oportunidad fabulosa! No sé cómo agradecerte que me hayas recomendado.
—Brooke, sólo te pido una cosa. Si crees que tu agitada vida seguirá interfiriendo en tu trabajo, te ruego que seas sincera con Anita. No creo que pueda cumplir con sus objetivos si no puede contar con todas las personas de su equipo.
Brooke asintió frenéticamente con la cabeza.
—Ni siquiera hace falta que lo digas, Margaret. Te lo aseguro. La carrera de mi marido no volverá a interferir en mi trabajo. Os lo prometo a Anita y a ti.
Casi incapaz de contenerse para no gritar de felicidad, Brooke copió con cuidado la información de contacto de Anita y le dio profusamente las gracias a Margaret. Después de abrir una lata de Coca-Cola Light que encontró en el minibar, con el dolor de cabeza mágicamente curado, abrió un mensaje nuevo en su correo electrónico y empezó a teclear. ¡Iba a conseguir ese trabajo!
El baile de la compasión
Brooke sonrió lánguidamente al doctor Alter, mientras él le abría la puerta trasera del coche alquilado y le hacia un gesto galante con la mano.
—Después de ti, querida —le dijo su suegro.
Por fortuna, parecía haber superado la ira de la víspera contra Hertz y casi no hubo rabietas durante el trayecto.
Brooke se sintió orgullosa de sus modales por no hacer ningún comentario respecto al nuevo sombrero de Elizabeth, que esta vez consistía en un mínimo de medio kilo de tafetán pinzado y un ramillete de peonías artificiales, todo ello combinado con un espléndido vestido de fiesta de YSL, un elegantísimo bolso Chanel y unos Manolos preciosos, con adornos de cuentas. Esa mujer era una lunática.
—¿Has sabido algo de Julian? —preguntó su suegra, mientras giraban para entrar en el camino privado.
—Hoy no. Me dejó varios mensajes por la noche, pero volví demasiado tarde para devolverle la llamada. ¡Dios! ¡Esos estudiantes de medicina saben ir de fiesta y les importa muy poco si estás casada o no!
A través del espejo retrovisor por el que Elizabeth la miraba, Brooke vio que su suegra arqueaba bruscamente las cejas, y sintió una pequeña nota de júbilo ante su pequeña victoria. Prosiguieron en silencio el resto del camino. Cuando llegaron a la impresionante valla con portón gótico que rodeaba la casa de Fern, Brooke vio que su suegra asentía casi imperceptiblemente en señal de aprobación, como diciendo: «Si no tienes más remedio que vivir fuera de Manhattan, ésta es exactamente la manera de hacerlo». El sendero entre el portón y la casa serpenteaba entre añosos cerezos y altísimos robles, y era lo suficientemente largo para decir que aquello era una «finca», y no una simple casa. Aunque era febrero y hacía frío, la sensación era de exuberante verdor y, en cierto modo, de salud. Un sirviente vestido de esmoquin se hizo cargo de su coche y una joven encantadora los acompañó al interior. Brooke notó que la chica miraba con el rabillo del ojo el sombrero de su suegra y que por educación evitaba quedarse mirando.
Rezaba para que los Alter la dejaran en paz, y sus suegros no la defraudaron, porque se apartaron de ella en el instante en que localizaron a los camareros con corbata de pajarita que servían las copas. Brooke se sintió transportada a su época de soltería. Era curioso lo rápido que había olvidado cómo era asistir sola a una boda o a cualquier otra fiesta en la que todos los demás estuvieran en pareja. Se preguntó si así sería su vida a partir de entonces.
Sintió que su teléfono vibraba dentro del bolso y, tras recoger, para darse fuerzas, una copa de champán de una bandeja que pasó a su lado, se metió en un aseo cercano.