Brooke subió por la escalera abierta detrás de Amber.
—Sí, creo que sí —murmuró, aunque conocía perfectamente la historia.
Para no conocerla, habría tenido que pasar seis semanas metida en una cueva el verano anterior.
Amber se detuvo, se volvió hacia Brooke y bajó la voz hasta convertirla en un susurro.
—Sí, bueno, ¿recuerdas que el bueno de Ed tenía debilidad por las prostitutas? Ni siquiera buscaba señoritas de compañía de alta gama, no, nada de eso, sino putas callejeras. Lo peor fue que Diana acababa de presentar su candidatura para fiscal general de la ciudad. Una pena.
—¡Bienvenidas! —canturreó una mujer de poco más de cuarenta años desde lo alto de la escalera.
Llevaba una falda malva de corte impecable, unos zapatos realmente preciosos de piel de serpiente y el collar de perlas más elegante que Brooke había visto en su vida.
Amber llegó a lo alto de la escalera.
—Brooke Alter, te presento a Diana Wolfe, la dueña de esta casa adorable. Diana, ésta es Brooke Alter.
—Gra-gracias por recibirme —tartamudeó Brooke, intimidada al instante por aquella mujer mayor que ella y exquisitamente arreglada.
Diana desechó su tono formal con un gesto.
—Por favor, nada de solemnidades. Pasad y picad algo. Como seguramente te habrá contado Amber, mi marido tiene… tenía… En realidad no sé si «tiene» o «tenía», porque ya no es mi marido, aunque no es fácil perder los hábitos. Verás, mi marido tiene cierta inclinación por las prostitutas.
Brooke no debió de ser capaz de disimular el asombro, porque Diana se echó a reír.
—¡Ay, querida, no te estoy contando nada que no sepa ya todo el país! —Se inclinó y le tocó el pelo a Brooke—. Pero no sé si todo el mundo sabe lo mucho que le gustan las pelirrojas. ¡Ni yo misma lo sabía, hasta que vi los vídeos secretos del FBI! Después de las primeras veinticinco chicas, más o menos, empiezas a detectar patrones, y se puede decir que Ed tiene un tipo de chica muy definido.
Diana rió de su propia gracia, y dijo:
—Kenya está en el salón. Isabel no puede venir, porque se ha quedado sin niñera. Pasad vosotras. Yo iré dentro de un minuto.
Amber condujo a Brooke al salón completamente blanco, y Brooke reconoció de inmediato a la escultural afroamericana en pantalones de cuero y suntuoso chaleco de pieles, como Kenya Dean, ex mujer de Quincy Dean, atractivo protagonista de un sinfín de películas y aficionado a las menores de edad. Kenya se puso en pie y recibió a Brooke con un abrazo.
—¡Me alegro mucho de conocerte! Siéntate —le dijo, señalándole un lugar a su lado, en el sofá blanco de piel.
Cuando Brooke iba a darle las gracias, Amber le sirvió un vaso de vino. Brooke dio un largo sorbo agradecido.
En ese momento, Diana entró en la habitación con una bandeja grande de mariscos sobre hielo: cócteles de langostinos, ostras de diferentes tamaños, pinzas de cangrejo, colas de langosta y vieiras, todo ello acompañado de platillos de mantequilla y salsa rosa. Depositó la bandeja sobre la mesa baja central y dijo:
—¡No agobiemos a Brooke! ¿Qué os parece si le contamos un poco nuestras experiencias, para que se sienta a gusto entre nosotras? Amber, empieza tú.
Amber dio un mordisquito a un langostino.
—Todas conocéis mi historia. Me casé con mi novio del instituto de secundaria, que por otra parte era un completo tarado en el colegio, y al año siguiente de casarnos, va y gana el programa «American Idol». Digamos que Tommy no perdió el tiempo, en cuanto pudo disfrutar de la fama. Cuando terminó el recorrido por Hollywood, se había acostado con más chicas que jerseys con cuello en pico tiene Simon, el presentador. Pero eso no fue más que el calentamiento, porque ahora ya debe de llevar un número próximo a las tres cifras.
—Lo siento muchísimo —murmuró Brooke, sin saber qué otra cosa decir.
—No, no lo sientas —replicó Amber, mientras cogía otro langostino—. Me llevó un tiempo comprenderlo, pero estoy mucho mejor sin él.
Diana y Kenya asintieron.
Kenya volvió a servirse vino y bebió un sorbo.
—Sí, yo pienso lo mismo, aunque no creo que lo pensara cuando lo mío estaba tan reciente como lo tuyo —dijo, mirando a Brooke.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Brooke.
—Sólo que después de la primera chica, pensé que no volvería a pasar nunca, e incluso que mi marido no había hecho nada malo. Pensé que quizá le habían tendido una trampa. Pero después siguieron llegando las acusaciones y al poco empezaron los arrestos, y las chicas eran cada vez más jóvenes: dieciséis años, quince… Al final, ya no lo pude negar.
—Sé sincera, Kenya. A ti te pasó lo que a mí. La primera vez que detuvieron a Quincy, no creíste que hubiera hecho nada malo —dijo Diana.
—Es cierto. Pagué la fianza. Pero cuando «48 Hours» mostró imágenes tomadas con cámara oculta de mi marido acechando a las chicas en un partido de fútbol escolar y tratando de hablar con ellas, entonces empecé a creérmelo.
—Oh —dijo Brooke.
—Fue espantoso. Pero al menos la mayor parte del horror mediático se concentró en mostrarlo a él como el absoluto cretino que es. Para Isabel Prince, que no ha podido venir esta noche, fue mucho peor.
Brooke sabía que Kenya se refería al vídeo de contenido sexual que el marido de Isabel, el famoso rapero Major K, había enviado deliberadamente a los periódicos y canales de televisión. Julian lo había visto y se lo había descrito a Brooke. Al parecer, mostraba imágenes de Isabel y de Major K metidos en el jacuzzi de una terraza, bebidos, desnudos y desinhibidos, y captados por la cámara profesional de alta definición del propio Major K, el mismo que poco después había enviado el vídeo a toda la prensa de Estados Unidos. Brooke recordaba haber leído entrevistas en las que le preguntaban por qué había traicionado la confianza de su mujer. Su respuesta había sido: «Porque es una máquina, tío, y creo que todo el mundo merece disfrutar al menos una vez de lo que yo disfruto todas las noches».
—Sí, fue espantoso para ella —dijo Amber—. Recuerdo que las revistas publicaban fotogramas del vídeo sexual y señalaban con círculos rojos las mollas de Isabel. Los presentadores de los programas nocturnos estuvieron haciendo bromas a su costa durante semanas. Debió de ser horrible.
Hubo un momento de silencio, mientras todas reflexionaban al respecto, y Brooke se dio cuenta de que empezaba a sentirse sofocada, atrapada. El piso blanco y espacioso le parecía cada vez más una jaula y aquellas mujeres tan amables (que unos minutos antes le habían parecido simpáticas y acogedoras) la hacían sentirse todavía más sola e incomprendida. Sentía pena por sus problemas y le parecían agradables, pero no eran como ella. El mayor delito de Julian había sido emborracharse y tener un lío con una chica corriente de su edad, algo que tenía muy poco que ver con la difusión de vídeos pornográficos, la adicción al sexo, la pederastia o la prostitución.
Algo en su expresión debió de revelar lo que estaba pensando, porque Diana chasqueó la lengua y dijo:
—Estás pensando que tu situación es muy diferente de la nuestra, ¿verdad? Ya sé que es difícil, querida. Tu marido sólo ha tenido una o dos aventuras fugaces en una habitación de hotel, ¿y qué hombre no las ha tenido? Pero no te engañes, por favor. Puede que así sea como empieza… —Hizo una pausa y señaló con un movimiento de la mano el espacio en torno al sofá—. Y así es como termina.
Eso fue la gota que colmó el vaso. Brooke no pudo aguantar más.
—No, no es eso. Es que… Veréis, aprecio muchísimo vuestra hospitalidad y agradezco que me hayáis invitado esta noche, pero ahora me tengo que ir —dijo, quedándose casi sin voz, mientras recogía el bolso y evitaba el contacto visual con todas ellas.
Sabía que estaba siendo grosera, pero no pudo contenerse. Tenía que salir de aquel lugar cuanto antes.
—Espero no haberte ofendido —dijo Diana en tono conciliador, aunque Brooke notó que estaba disgustada.
—No, no, en absoluto. Lo siento, es sólo que…
La frase se perdió en la nada. En lugar de buscar algo que decir, para llenar el silencio, Brooke se puso en pie y se volvió hacia sus interlocutoras.
—¡Ni siquiera te hemos dejado contar tu historia! —dijo Amber, que parecía consternada—. Ya te dije que hablamos demasiado.
—Lo siento mucho. Por favor, no quiero que penséis que ha sido algo que ha dicho alguna de vosotras. Es sólo que… Supongo que todavía no estoy preparada para esto. Gracias a todas otra vez. Muchas gracias, Amber. Lo lamento —dijo, mascullando las palabras, mientras cogía el bolso y el abrigo y se dirigía a la escalera, donde vio que uno de los chicos iba subiendo.
Tras apartarlo para bajar con más fuerza de la necesaria, oyó que murmuraba:
—¡Qué imbécil!
Y un momento después, en voz alta:
—¡Mamá! ¿Hay más Coca-Cola? Dylan se la ha bebido toda.
Fue lo último que oyó mientras atravesaba la pista de baloncesto, antes de bajar por la escalera, en lugar de usar el ascensor. En seguida estuvo fuera y el aire frío le azotó la piel, lo que le hizo sentir que ya podía respirar de nuevo.
Un taxi libre pasó a su lado y después otro, y aunque la temperatura debía de rondar los cero grados, no les prestó atención y empezó a caminar o casi correr hacia su casa. La cabeza le funcionaba a toda velocidad, mientras repasaba todas las historias que había oído aquella noche, para desecharlas una a una, tras encontrar en cada una las lagunas o los detalles que la diferenciaban de su historia con Julian. Era ridículo pensar que Julian y ella iban a acabar así, sólo por un único tropiezo, por un solo error. Se adoraban. Estaban pasando por una época difícil, pero eso no significaba que su matrimonio estuviera condenado. ¿O sí que lo estaba?
Brooke cruzó la Sexta Avenida y después la Séptima y la Octava. Las mejillas y los dedos se le estaban empezando a entumecer, pero no le importaba. Había salido de esa casa y estaba lejos de todas aquellas historias espantosas, de todas aquellas predicciones de que su matrimonio no iba a durar. Esas mujeres no conocían a Julian ni a ella, ni sabían cómo eran. Cuando logró calmarse, aminoró el paso, hizo una inspiración profunda y se dijo que todo iba a terminar bien.
¡Si sólo hubiese podido deshacerse de la vocecita tenaz que le repetía lo mismo una y otra vez! «¿Y si tienen razón?»
Loca antes de llegar al mostrador del hotel
Sonó el teléfono de la mesilla y Brooke se preguntó por milésima vez por qué los hoteles no ofrecerían el servicio de identificación de llamada; pero como cualquier otra persona la habría llamado al móvil, alargó el brazo, descolgó el auricular y se preparó para la arremetida.
—Hola, Brooke. ¿Sabes algo de Julian?
La voz del doctor Alter sonó en el teléfono como si le estuviera hablando desde la habitación contigua, que era precisamente donde estaba, pese a los esfuerzos de Brooke para que no fuera así.
Brooke se obligó a sonreír al teléfono, para no decir nada verdaderamente desagradable.
—¡Ah, hola! —dijo en tono risueño.
Cualquiera que la conociera habría reconocido al instante su tono profesional de fingida simpatía. Como había hecho en los últimos cinco años, evitó llamar de ninguna manera al padre de Julian. «Doctor Alter» era demasiado formal para un suegro; «William» le parecía un exceso de confianza, y desde luego, él nunca le había propuesto que lo llamara «papá».
—Sí —respondió Brooke a la pregunta, quizá por milésima vez—. Todavía está en Londres y probablemente se quedará hasta principios de la próxima semana.
Sus suegros ya lo sabían. Ella misma se lo había dicho en el instante en que cayeron sobre ella en la recepción del hotel. Ellos, a su vez, le dijeron que la administración del hotel había intentado alojarlos en extremos opuestos del edificio de doscientas habitaciones (como Brooke había pedido), pero que ellos habían insistido en ocupar habitaciones contiguas «para mayor comodidad».
Llegó el momento de que su suegro empezara a hacer reproches.
—¡No puedo creer que vaya a perderse la boda! Esos dos nacieron con menos de un mes de diferencia. Crecieron juntos. Trent pronunció un discurso emocionante en vuestra boda y ahora Julian ni siquiera va a asistir a la suya…
Brooke tuvo que sonreír ante la ironía de la situación. Ella misma le había insistido a Julian para que no se perdiera la boda y lo había hecho más o menos con los mismos argumentos que ahora exponía su suegro. Pero bastó que el doctor Alter los mencionara, para que ella sintiera el impulso de salir en defensa de Julian.
—De hecho, tiene un compromiso bastante serio. Va a actuar delante de gente muy importante, entre ellos el primer ministro británico. —Omitió mencionar que iban a pagarle doscientos mil dólares por un acto de cuatro horas—. Además, no quería convertirse en el centro de atención en lugar de los novios, por todo… por todas las cosas que han pasado últimamente.
Era lo más cerca que había llegado cualquiera de ellos de reconocer en voz alta la situación. El padre de Julian parecía satisfecho fingiendo que todo iba bien y que no había visto las fotos infames, ni leído los artículos que contaban con todo lujo de detalles el aparente colapso del matrimonio de su hijo. Y en ese momento, pese a haber sido informado una docena de veces de que Julian no iba a asistir a la boda de Trent, seguía negándose a creerlo.
Brooke oyó al fondo la voz de su suegra.
—¡William! ¿Para qué la llamas por teléfono, si está aquí al lado?
A los pocos segundos, llamaron a la puerta.
Brooke se levantó de la cama y enseñó a la puerta el enhiesto dedo corazón de las dos manos, mientras articulaba en silencio: «¡Idos a la mierda!»
Después, compuso cuidadosamente una sonrisa, quitó el pasador y saludó:
—¡Hola, vecina!
Por primera vez desde que conocía a su suegra, la veía incongruente e incluso ridícula. El vestido de punto de cachemira era de un precioso tono berenjena y le sentaba como un guante a su figura esbelta. Lo había combinado con el matiz perfecto de medias moradas y con un par de botines de tacón, que pese a ser bastante espectaculares, no llegaban a parecer excesivos. El collar de oro era moderno, pero sobrio, y el maquillaje parecía aplicado por un profesional. En líneas generales, era la imagen de la sofisticación urbana y un auténtico modelo para cualquier mujer de cincuenta y cinco años. El problema era el sombrero. El ala medía lo que una bandeja de canapés, y aunque su tono era exactamente idéntico al del vestido, era difícil fijarse en algo que no fueran las plumas, los ramilletes de flores falsas y el encaje que imitaba una nube de gipsófilas, todo ello unido por un gran lazo de seda. Lo llevaba en precario equilibrio sobre la cabeza, con el ala artísticamente caída sobre el ojo izquierdo.