—¡Victoria por abandono del rival! —exclamó Julian, mientras levantaba el puño y chocaba con la mano en alto una de las pinzas de la langosta, cerradas con gomas.
Walter
se puso a ladrar.
—El ganador las meterá en el agua —anunció Brooke, señalando con un gesto la olla para langostas que habían encontrado en la despensa de los Alter—. No creo que yo pudiera.
Julian se puso en pie y le tendió la mano a Brooke, para ayudarla a levantarse.
—Ve a ver el fuego, mientras yo me ocupo de estas chicas.
Ella aceptó la proposición y se fue al salón, donde un par de horas antes Julian le había enseñado a encender el fuego. Era algo que siempre habían hecho su padre y Randy, y a Brooke le encantó descubrir lo gratificante que resultaba apilar estratégicamente la leña y acomodarla con el atizador. Cogió un tronco mediano de la cesta que había junto al hogar, lo colocó con cuidado en diagonal, encima de la pila, y se sentó en el sofá, para contemplar fascinada las llamas. En la otra habitación, sonó el teléfono móvil de Julian.
Al cabo de un momento, Julian salió de la cocina con dos copas de vino en la mano y se sentó a su lado en el sofá.
—Estarán listas dentro de quince minutos. No han sentido nada, te lo prometo.
—Sí, seguro que les ha gustado. ¿Quién llamaba? —preguntó ella.
—¿Que quién llamaba? Ah, no sé. Nadie, no importa.
—Chin-chin —dijo Brooke, mientras entrechocaba las copas.
Julian hizo una inspiración profunda y dejó escapar un suspiro de satisfacción que parecía decir que todo en el mundo era perfecto.
—¡Qué bien se está aquí! —exclamó.
El suspiro y el sentimiento encajaban a la perfección con el momento, pero algo le olió mal a Brooke. Parecía como si Julian se esforzara demasiado por complacerla.
Las relaciones entre ambos habían sido notablemente tensas en las semanas anteriores a la fiesta de Sony. Julian había confiado hasta el último momento en que Brooke renunciaría a sus obligaciones en Huntley, y cuando no lo hizo (y él tuvo que viajar a los Hamptons sin acompañante), su reacción fue de indignación. En los diez días que habían pasado desde la fiesta, lo habían hablado lo mejor que habían podido; pero Brooke no podía quitarse de encima la sensación de que Julian seguía sin entender su punto de vista, y pese a los heroicos esfuerzos de ambos por seguir adelante y actuar como si nada hubiera pasado, las cosas no acababan de encajar entre los dos.
Brooke bebió un sorbo de vino y tuvo una sensación de tibieza en el estómago que no le era desconocida.
—¡Se está más que bien! Esto es fabuloso —dijo ella por fin, en un tono extrañamente formal.
—No entiendo por qué mis padres no vienen nunca en invierno. Se pone muy bonito cuando nieva; tienen esta chimenea tan impresionante, y todo está desierto.
Brooke sonrió.
—Completamente desierto. ¡Eso es precisamente lo que no pueden soportar! ¿Para qué van a ir a comer a Nick & Tony's, si nadie puede verlos sentados a la mejor mesa?
—Sí, supongo que en ese sentido estarán mejor en Anguila, luchando con los otros turistas. Además, ahora en la isla todo estará dos o tres veces más caro, y eso les encanta, porque hace que se sientan especiales. Seguro que están felices.
Aunque a ninguno de los dos le gustaba admitirlo, ambos se alegraban de que los padres de Julian fueran propietarios de una casa en East Hampton. No pasaban allí ningún fin de semana con los padres de Julian, ni se atrevían a visitarla en los meses de verano (incluso habían celebrado su boda a principios de marzo, cuando todavía había nieve acumulada en el suelo); pero durante seis meses al año, la casa les ofrecía una lujosa posibilidad de huir de la ciudad. Durante los dos primeros años de casados, la habían aprovechado a fondo, para ver el inicio de la primavera, visitar los viñedos locales o pasear por la playa en octubre, cuando el tiempo empezaba a empeorar; pero con el frenético ritmo de los trabajos de ambos, hacía más de un año que no la visitaban. Había sido idea de Julian pasar allí la noche de fin de año, los dos solos, y aunque Brooke sospechaba que lo hacía por restablecer la paz y no por un auténtico deseo de intimidad, había aceptado de inmediato.
—Voy a preparar la ensalada —informó ella, poniéndose en pie—. ¿Quieres algo?
—Te ayudo.
—¿Qué le has hecho a mi marido? —bromeó Brooke.
El teléfono volvió a sonar. Julian le echó un vistazo y se lo guardó otra vez en el bolsillo.
—¿Quién era?
—No sé, número oculto. No sé quién podrá estar llamándome ahora —dijo él, mientras la seguía a la cocina.
Sin que ella se lo pidiera, escurrió las patatas y empezó a hacer el puré.
La conversación durante la cena fue más fluida y relajada, probablemente gracias al vino. Parecía como si hubieran llegado al acuerdo tácito de no mencionar el trabajo de ninguno de los dos. En lugar de eso, hablaron de Nola y de la promoción que acababa de recibir, de lo feliz que estaba Randy con la pequeña Ella y de la posibilidad de hacer una escapada juntos a algún lugar cálido, antes de que Julian tuviera la agenda de las giras mucho más ocupada.
Los bizcochitos de chocolate que Brooke había preparado para el postre le habían quedado menos firmes de lo que hubiera querido, y con la nata montada, el helado de vainilla y las virutas de chocolate por encima, parecían más bien un revuelto de bizcochitos, pero estaban muy buenos. Julian se puso todo el equipo de nieve para darle a
Walter
el último paseo del día, mientras Brooke fregaba los platos y hacía el café. Se encontraron otra vez delante del fuego. El teléfono de Julian volvió a sonar, pero él lo silenció una vez más, sin siquiera mirar la pantalla.
—¿Cómo te sientes por no cantar esta noche? Habrá parecido bastante raro que rechazaras la invitación —preguntó Brooke, con la cabeza apoyada en el regazo de Julian.
Lo habían invitado a actuar en el programa de fin de año de la MTV desde Times Square y, después, a partir de la medianoche, a una fiesta llena de famosos en el Hotel on Rivington. Julian se había entusiasmado cuando Leo se lo dijo al principio del otoño; pero después, a medida que se fue acercando la fecha, la exaltación inicial se había ido enfriando. Cuando finalmente le pidió a Leo que lo cancelara todo con una semana de antelación, nadie se asombró tanto (ni se alegró tanto) como Brooke, sobre todo cuando la miró y le pidió que fuera con él a los Hamptons, para pasar la velada juntos en la casa de sus padres.
—No es preciso que hablemos de eso esta noche —dijo Julian.
Brooke se daba cuenta de que él intentaba ser amable con ella, pero también notaba que estaba molesto por algún motivo.
—Ya lo sé —dijo—. Sólo quería estar segura de que no lo lamentas.
Julian le acarició el pelo.
—¿Estás loca? Entre el drama de la entrevista en
Today
, los viajes que he hecho y las perspectivas para el año próximo, que probablemente será mucho más agitado que éste, necesitaba un descanso. Los dos lo necesitábamos.
—Es cierto —murmuró ella, que hacía meses que no se sentía tan feliz—. Imagino que a Leo no le habrá gustado, pero a mí me encanta.
—Leo cogió el primer vuelo para Punta del Este. A estas horas estará metido hasta las rodillas en un mar de tequila y chicas de dieciocho años. No te preocupes por él.
Cuando terminaron el vino, Julian colocó primero la pantalla delante del fuego y después cerró las puertas de cristal de la chimenea, y los dos subieron al dormitorio cogidos de la mano. Esa vez sonó el teléfono fijo, y antes de que Julian pudiera decir nada, Brooke atendió la llamada en una extensión del cuarto de invitados donde solían dormir.
—¿Brooke? Soy Samara. Perdona por llamar esta noche, pero llevo horas intentando hablar con Julian. Me dijo que estaría allí, pero no contesta al móvil.
—Ah, hola, Samara. Sí, está aquí conmigo. Un segundo.
—¡Brooke, espera! Mira, ya sé que no puedes ir a los Grammy, por el trabajo; pero te recuerdo que después de la gala habrá unas fiestas estupendas en Nueva York y haré que te inviten.
Brooke pensó que había entendido mal.
—¿Perdona?
—La gala de los Grammy… La actuación de Julian…
—Samara, ¿podrías esperar un minuto?
Pulsó el botón que silenciaba el teléfono y se dirigió al cuarto de baño, donde Julian estaba llenando la bañera.
—¿Cuándo pensabas contarme lo de los Grammy? —preguntó, intentando que el tono no sonara histérico.
Él levantó la vista.
—Iba a esperar hasta mañana. No quería que los Grammy fueran el tema dominante de nuestra noche juntos.
—¡Oh, por favor, Julian! Tú no quieres que vaya. Por eso no me habías dicho nada.
Al oír aquello, Julian pareció verdaderamente alarmado.
—¿Por qué lo dices? ¡Claro que quiero que vayas!
—Pues no parece que Samara piense lo mismo. Acaba de decirme que comprende perfectamente que no pueda ir, por el trabajo. ¿Es una broma? Mi marido va a actuar en la gala de los Grammy, ¿y ella cree que no puedo dejar un momento el trabajo para acompañarlo?
—Brooke, escucha. Quizá lo supone porque no pudiste… ejem… dejar un momento el trabajo para ir a la fiesta de Sony. Pero te juro que no te dije nada porque me apetecía pasar una noche contigo sin hablar del trabajo. No hay ningún otro motivo. Le diré que irás.
Brooke se dio la vuelta y salió del baño.
—Se lo diré yo.
Pulsó la tecla del teléfono para volver a hablar y dijo:
—¿Samara? Tiene que haber habido algún malentendido, porque tengo intención de acompañar a Julian.
Hubo una larga pausa y finalmente Samara dijo:
—Ya sabes que se trata sólo de una actuación y no de una nominación, ¿verdad?
—Sí, claro.
Otra pausa.
—¿Y estás segura de que esta vez tus compromisos no te impedirán asistir?
Brooke habría querido acusarla a gritos de no entender nada, pero se obligó a guardar silencio.
—Muy bien, entonces te conseguiremos una invitación —dijo finalmente Samara.
Brooke intentó no prestar atención a la nota de vacilación (¿o de decepción?) en su voz. ¿Por qué iba a preocuparse por lo que pensara Samara?
—Perfecto. ¿Qué ropa me pongo? No tengo nada para una ocasión tan formal. ¿Te parece que alquile algo?
—¡No! Déjalo todo en nuestras manos, ¿de acuerdo? Ven seis horas antes y lo tendremos todo preparado: vestido, zapatos, ropa interior, bolso, joyas, peinado y maquillaje. No te laves el pelo en las veinticuatro horas anteriores, no te apliques ningún potingue de bronceado sin sol a menos que te lo recomiende específicamente nuestro estilista, hazte una buena manicura y no uses ninguna laca que no sea Allure de Essie o Bubble Bath de OPI, hazte una depilación completa de piernas y axilas entre cinco y siete días antes, y aplícate un tratamiento de acondicionamiento profundo para el pelo, setenta y dos horas antes. En cuanto al color, te enviaré una recomendación para la peluquería con la que solemos trabajar en Nueva York. Empezarás a hacerte los reflejos la semana que viene.
—¡Oh, vaya! ¿Crees que podrías…?
—No te preocupes. Te lo mandaré todo por correo electrónico y repasaremos la lista más adelante. Ya sabes que las cámaras estarán totalmente encima de Julian, y creo que Leo os ha hablado ya de un asesor para los dos. (Por cierto, ¿has tenido tiempo de pensártelo?) Voy a pedirte cita con el dentista que le arregló la boca a Julian, un auténtico genio. Pone fundas, pero nadie lo diría, porque parecen naturales. ¡Ya verás la diferencia cuando te mires al espejo!
—Hum, muy bien. Solamente dime lo que…
—Lo tenemos todo cubierto. Te llamaré dentro de unos días y lo resolveremos todo, Brooke. ¿Podrías ponerme ahora con Julian? Te prometo que sólo será una pregunta rápida.
Brooke asintió en silencio, sin darse cuenta de que Samara no podía verla, y le pasó el teléfono a Julian, que había entrado en la habitación para desvestirse. Dijo «sí», «no», «me parece bien», «te llamaré mañana», y después se volvió hacia ella.
—¿Vendrás a meterte en el baño? ¡Por favor!
Su mirada era suplicante y ella se obligó a olvidarse por un momento de los Grammy. Estaban pasando una noche tan deliciosa, que no podía permitir que ningún sentimiento extraño la arruinara. Lo siguió al baño y se desnudó.
Nunca dormían en la cama de los padres de Julian (la sensación habría sido demasiado siniestra), pero les encantaba usar el cuarto de baño principal. Era un auténtico paraíso, un lujo en todos los aspectos: losas radiantes, una bañera enorme con ducha de vapor aparte y, lo mejor de todo, una chimenea de gas. Aunque Julian era incapaz de meterse en el agua caliente, siempre le preparaba el baño a Brooke, y después de darse una ducha, encendía el fuego de la chimenea y se sentaba en la plataforma de la bañera, con una toalla encima, para hacerle compañía.
Brooke echó un poco más de sales de lavanda en el agua y se recostó sobre la almohada de rizo, mientras Julian le recordaba el primer baño que habían tomado juntos, en una excursión de fin de semana, al principio de su relación. Le estaba contando lo mucho que había sufrido por la temperatura del agua, que soportó en silencio para impresionarla, y Brooke lo miraba incapaz de hacer nada más, invadida por la intensa relajación y el profundo cansancio que produce un baño muy caliente.
Después, envuelta en una mullida toalla de baño, Brooke volvió con Julian al dormitorio, donde encendieron una vela en cada mesilla y pusieron música relajante. Hicieron el amor lenta y suavemente, como dos personas que llevan varios años juntas y se conocen a fondo, y por primera vez desde hacía siglos, se quedaron dormidos con los cuerpos entrelazados.
Durmieron casi hasta el mediodía y, cuando se despertaron, el suelo estaba cubierto de quince centímetros de nieve, señal segura de que iban a quedarse una noche más en los Hamptons. Encantada, Brooke se recogió el pelo desordenado en un rodete, se puso las botas Ugg y el voluminoso abrigo invernal, y se montó en el asiento del acompañante de un Jeep que los Alter dejaban todo el año en la casa. Julian tenía un aspecto adorablemente anticuado con la gorra de invierno que había encontrado en el vestidor de su padre, con un pompón en lo alto y orejeras de las que partían dos cuerdecitas para atarla por debajo de la barbilla. Se detuvieron delante del Starbucks de East Hampton para que Brooke entrara corriendo a comprar el
New York Times
, pero después fueron al café Golden Pear a tomar el desayuno.