Kaylie asintió.
—¡Claro que sí! ¡Es una gran noticia para usted! Dele mi enhorabuena a su marido, ¿vale?
Brooke le sonrió.
—Gracias, se la daré. Y una cosa más, Kaylie. Seguiremos hablando. No puedo apoyar tu intención de adelgazar, pero me encantará aconsejarte sobre la manera de comer más sano. ¿Te parece bien?
Kaylie asintió y Brooke creyó incluso percibir una leve sonrisa en la cara de la niña cuando salió de su despacho. Aunque su paciente no parecía molesta porque le hubiera acortado la sesión, Brooke se sentía muy culpable. No era fácil conseguir que las chicas se abrieran y realmente tenía la impresión de empezar a conseguir algo positivo con Kaylie. Tras prometerse que el jueves compensaría a todo el mundo, envió un rápido correo electrónico a Rhonda, la directora del colegio, alegando una repentina indisposición, guardó todas sus cosas en una bolsa de lona y se montó directamente en el asiento trasero de un taxi que encontró desocupado. ¡Si el programa de Jay Leno no era razón suficiente para hacer un dispendio, nada lo sería!
Aunque era hora punta, el cruce del parque por la calle Ochenta y Seis no estaba imposible y el tráfico por la autovía del West Side se movía a unos vertiginosos treinta kilómetros por hora (una fluidez soñada para aquella hora del día), por lo que Brooke tuvo la alegría de llegar a su casa antes de las seis y media. Se agachó, dejó que
Walter
le lamiera la cara durante unos minutos y después, suavemente, reemplazó su mejilla por un nervio de toro retorcido y oloroso, su golosina preferida. Tras servirse una copa de pinot gris de una botella abierta que tenía en el frigorífico y de beber un trago largo y profundo, empezó a juguetear con la idea de contar la noticia de Julian en su muro de Facebook, pero rápidamente la desechó; no quería hacer ningún anuncio sin que él le diera antes su aprobación.
La primera actualización en su página de inicio era —para su desagrado— de Leo, que al parecer acababa de vincular su cuenta de Twitter con la de Facebook, y aunque habitualmente no tenía nada interesante que contar, estaba aprovechando la función de actualización en tiempo real.
• • •
LEO MORETTI
Un supermotivado Julian Alter destrozará el escenario de Leno el martes próximo. ¡Los Ángeles, allá vamos!
Con sólo ver el nombre de su marido en la actualización, Brooke sintió mareos, lo mismo que al leer lo que decía: que, efectivamente, Julian estaba planeando un viaje a Los Ángeles, que Leo iba a viajar con él y que Brooke era la única que aún no había recibido una invitación.
Se dio una ducha, se depiló, se cepilló los dientes, se los limpió con seda dental y se secó con una toalla. ¿Sería extravagante suponer que ella también acompañaría a Julian para la grabación del programa? No sabía si Julian la quería a su lado, para apoyarlo, o si consideraba que aquél era un viaje de negocios y que debía viajar con su representante y no con su mujer.
Mientras se aplicaba en las piernas recién depiladas una crema hidratante sin perfume aprobada por Julian (su marido no podía soportar el olor de los productos perfumados), Brooke vio que
Walter
la estaba observando.
—¿Se ha equivocado papi al contratar a Leo? —le preguntó con voz aguda.
Walter
levantó la cabeza del esponjoso felpudo del baño que siempre le dejaba el pelo oliendo a moho, movió la cola y ladró.
—¿Eso es un no?
Volvió a ladrar.
—¿O un sí?
Otro ladrido.
—Gracias por expresar tu opinión,
Walter
. La tendré muy en cuenta.
El perro la recompensó con un lametazo en el tobillo y volvió a echarse en el felpudo.
Un rápido vistazo al reloj de pared reveló que eran las ocho menos diez, por lo que después de tomarse un minuto para prepararse mentalmente, sacó una arrugada prenda negra del fondo del cajón donde guardaba la lencería. Se la había puesto por última vez hacía un año, cuando había acusado a Julian de haber perdido interés por el sexo y él había ido directo a ese cajón, la había sacado y había dicho algo así como: «Es un crimen tener guardado algo así y no ponérselo». De inmediato se había aliviado la tensión. Brooke recordaba que se había puesto el body de encaje y había empezado a bailar por todo el dormitorio con exagerados movimientos de stripper, mientras Julian gritaba y aullaba a su alrededor.
En algún momento, aquel body negro había pasado a simbolizar su vida sexual. Se lo había comprado durante su primer o segundo año de matrimonio, después de una conversación en la que Julian le había confesado, como si fuera un secreto vergonzoso y escandaloso, que le gustaban las mujeres con lencería negra y ceñida… y que quizá no le hacían tanta gracia los pantaloncitos masculinos de colores y las camisetas de rayas que Brooke se ponía todas las noches para meterse en la cama y que a ella quizá le parecieran sensuales por su estilo adolescente. Aunque en esa época no podía permitírselo, Brooke se había puesto de inmediato en campaña para comprar ropa interior y había adquirido un camisón negro de punto con tirantes finos, de Bloomingdale's; otro con volantes de estilo babydoll, de Victoria's Secret, y otro de algodón, con un cartel sobre el pecho que ponía «dormilona jugosa». Los tres, uno tras otro, habían recibido una tibia acogida por parte de Julian, que se había limitado a comentar algo así como «muy bonito», antes de volver a enfrascarse en la lectura de su revista. Cuando ni siquiera el babydoll despertó en él un mínimo de interés, Brooke llamó a Nola a primera hora de la mañana.
—Procura tener libre el sábado por la tarde —le había dicho su amiga—, porque nos vamos de compras.
—Ya fui de compras y gasté una fortuna —gimió Brooke, mientras pasaba de uno en uno los tickets de caja, como si fueran los naipes de una baraja tóxica.
—Vamos a ver. ¿Tu marido te pide que te pongas lencería negra sexy y tú vuelves a casa con un camisón que pone delante «dormilona jugosa»? ¿Estás de broma?
—¿Por qué? No pidió nada concreto. Sólo dijo que prefería el negro a los colores alegres. Todo lo que he comprado es negro, corto y ceñido. Y «jugosa» está escrito con brillantitos. ¿Qué tiene de malo?
—No tiene nada de malo… si acabas de llegar a la universidad y quieres estar monísima cuando vayas a pasar la noche por primera vez en el dormitorio de la fraternidad. Te guste o no, ahora sois mayores, y lo que Julian está intentando decirte es que quiere verte vestida de mujer y no de niña. ¡Quiere verte guapa, sexy y muy mujer!
Brooke suspiró.
—De acuerdo, de acuerdo. Me pongo en tus manos. ¿A qué hora, el sábado?
—A las doce del mediodía, en la esquina de Spring & Mercer. Iremos a Kiki de Montparnasse, La Perla y Agent Provocateur. En menos de una hora, tendrás exactamente lo que necesitas. Nos vemos entonces.
Aunque Brooke había pasado la semana entera esperando ansiosa el día de las compras, la expedición resultó un completo fracaso. Desde la gloria de su sueldo y sus comisiones en la banca de negocios, Nola no le había avisado que cuanto menos material contenía una prenda de lencería, mayor era su precio. Brooke quedó atónita al descubrir que el traje de sirvienta francesa que enloquecía a Nola en Kiki costaba nada menos que seiscientos cincuenta dólares, y un simple camisón negro no muy distinto del que ella misma había comprado en Bloomingdale's, trescientos setenta y cinco. ¿Qué iba a hacer ella (¡una estudiante de posgrado!), si unas braguitas negras de encaje costaban ciento quince dólares (y veinte dólares más si las quería con una abertura en la entrepierna)? Después de ver dos o tres tiendas, le dijo a Nola con firmeza que le agradecía su ayuda, pero que no pensaba comprar nada aquella tarde. Sólo la semana siguiente, mientras estaba en la sala más reservada de Ricky's, la tienda de artículos de fiesta y de belleza, comprando tonterías para la despedida de soltera de otra amiga, encontró casualmente la solución.
Allí, en unos expositores que iban del suelo al techo, entre vibradores y platos de papel con dibujos de penes, había una pared entera de «trajes de fantasía», cada uno en su envoltorio individual. Venían en paquetes planos, parecidos a sobres, que le recordaron la presentación habitual de las medias; pero las imágenes del anverso eran de mujeres muy guapas, vestidas para encarnar todo tipo de fantasías sexuales: sirvienta francesa, escolar, oficial de bomberos, reclusa, cheerleader y vaquera, así como una gran variedad de trajes sin un tema específico, todos ellos cortos, ceñidos y negros. Lo mejor de todo era que el más caro no pasaba de cuarenta dólares y la mayoría costaba menos de veinticinco. Había empezado a estudiar las figuras, intentando adivinar cuál le gustaría más a Julian, cuando un dependiente con el pelo teñido de azul y delineador en los ojos echó a un lado la cortina de cuentas y fue directo hacia ella.
—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó.
Brooke desvió rápidamente la mirada hacia un montón de cañitas para refresco con forma de pene y negó con la cabeza.
—Si quieres, puedo asesorarte —insistió el dependiente con un leve seseo—. Sobre los trajes, los juguetes, lo que quieras… ¿Quieres saber cuáles se venden más?
—No, gracias. Sólo estoy comprando un par de cosas graciosas para una despedida de soltera —se apresuró a decir, enfadada consigo misma por sonrojarse.
—Ajá. Bueno, si quieres algo, no tienes más que decirlo.
El dependiente regresó a la zona principal de la tienda, mientras Brooke pasaba de inmediato a la acción. Como sabía que perdería los nervios si volvía el dependiente (o si cualquier otra persona entraba en la zona de los juguetes sexuales), cogió el primer traje sin un tema específico que encontró y lo metió en la cesta. Corrió prácticamente hasta la caja y, por el camino, metió en la cesta un frasco de champú, un paquete de Kleenex y varios recambios para la maquinilla de afeitar, con el único propósito de distraer a la cajera. Sólo cuando estuvo en el metro de vuelta a casa, sentada al fondo del vagón y milagrosamente aislada del resto de los pasajeros, se atrevió a echar un vistazo dentro de la bolsa.
La ilustración del envoltorio presentaba a una pelirroja no muy diferente de Brooke (salvo las piernas de un kilómetro de largo), con un body de encaje de cuerpo completo, de cuello alto y manga larga. La mujer de la foto arqueaba provocativamente las caderas y miraba con descaro a la cámara; pero a pesar de la pose, lograba parecer «sexy» y «segura de sí misma», además de «fresca» y «un poco puta».
—Creo que puedo interpretar ese papel —se dijo Brooke para sus adentros, y esa misma noche, cuando salió del baño vestida con el body y unos taconazos, Julian casi se cae de la cama.
Desde entonces, había vuelto a ponerse el famoso body para varios cumpleaños de Julian, para sus aniversarios y a veces en vacaciones, cuando hacía calor; pero últimamente, como todos los recuerdos de su vida sexual antes de aquellos tiempos de actividad extenuante, lo había relegado al fondo del cajón. Mientras se subía la vaporosa prenda por las piernas y acomodaba dentro primero las caderas y después los brazos, supo que era lo adecuado para expresar el mensaje que quería transmitir: «Estoy muy orgullosa de ti por lo que has conseguido. Ahora ven aquí, para que te lo demuestre». Le daba igual que al ser de talla única se le clavara un poco en los muslos y que le hiciera un efecto extraño en los brazos; aun así, se sentía sexy. Acababa de soltarse el pelo y de tumbarse sobre el cubrecama, cuando sonó el teléfono fijo. Convencida de que debía de ser Julian para decir que ya iba para casa, Brooke contestó al primer timbrazo.
—¿Rook? ¿Cielo? ¿Me oyes? —sonó la voz de su madre por el auricular.
Brooke hizo una profunda inspiración; ¿cómo se las apañaría para llamar siempre en los momentos más inoportunos?
—Te oigo, sí. Hola, mamá.
—¡Bien! Esperaba encontrarte. Oye, necesito que mires tu calendario y me digas si estarás libre para una fecha. Ya sé que no te gusta hacer planes con mucha antelación, pero estoy tratando de preparar algunas cosas para…
—¡Mamá! Siento interrumpirte, pero no es buen momento. Estoy esperando a Julian y voy con retraso —mintió.
—¿Vais a celebrarlo? ¡Qué noticia tan fabulosa! ¡Debéis de estar encantados!
Brooke abrió la boca para decir algo, pero luego recordó que todavía no le había contado a su madre la buena noticia de Julian.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó.
—Por Randy, cielo. Vio una actualización en la página de fans de Julian (¿es así como se llama?). Preferiría decir que mi hija me llamó para contármelo por iniciativa propia, pero por suerte Randy se acordó de su madre.
—¡Ah, sí, Facebook! Casi se me olvida. Y sí, mamá, estamos muy contentos.
—Dime, ¿cómo vais a celebrarlo esta noche? ¿Quizá vais a salir a cenar?
Brooke se miró el cuerpo enfundado en encaje, y en ese momento, como para subrayar la ridiculez de estar hablando con su madre mientras llevaba puesto un body con un agujero en la entrepierna, uno de sus pezones asomó entre el calado de la tela.
—Hum… Creo que Julian traerá la cena. Tenemos una botella de champán bueno, así que supongo que nos la beberemos.
—Buen plan. Dale un beso de mi parte. Y en cuanto tengas un segundo, me gustaría que me dijeras una fecha para…
—Perfecto, mamá, de acuerdo. Mañana te llamo.
—Será sólo un segundo.
—Mamá…
—Muy bien. Llámame mañana. Un beso, Rookie.
—Un beso, mamá.
Nada más colgar el teléfono, oyó que la puerta se abría.
Sabía que Julian se quitaría el abrigo y saludaría a
Walter
, lo que significaba que tenía el tiempo justo para quitar el precinto de la botella de champán y retirarle el morrión de alambre. Se había acordado de llevar al dormitorio dos copas alargadas, que había puesto junto a la cama, antes de tumbarse en postura felina sobre el cobertor. Su nerviosismo no duró más de un segundo, hasta que Julian abrió la puerta.
—¡Adivina quién va a alojarse en el Chateau Marmont!
—¿Quién? —preguntó ella, incorporándose en la cama, olvidando por un momento su atuendo.
—¡Yo! —dijo él, y al instante, Brooke sintió que una oleada de angustia la recorría.
—No es posible —consiguió articular, casi sin aliento.
—¡Sí, claro que sí! ¡En una suite! Y vendrá a recogerme una limusina, que me llevará al estudio de la NBC donde se graba el programa de Leno.