La atención que la chica le prestaba a Brooke empezó a ceder a medida que el volumen de la voz de Julian aumentaba, y cuando el cantante echó la cabeza atrás y se puso a cantar el emotivo estribillo, sólo tuvo ojos para él. Brooke se preguntó si vería bien el anillo de casado de Julian a través de la neblina de la adoración.
Se volvió para ver la actuación y tuvo que hacer un esfuerzo para no cantar en voz alta, porque se sabía de memoria cada palabra.
Dicen que Tejas es la tierra prometida
;
el polvo de sus caminos se parece a la vida
.
Triste y ciego, solitario intento
,
cicatrices en las manos, roto por dentro
.
El sueño de una madre se escurrió entre las manos
,
como si fuera arena, pero era mi hermano
.
Queda un vacío por lo que se ha ido
,
por lo perdido, por lo perdido
.
Ella está sola en su habitación
,
un silencio sepulcral en el salón
.
Él cuenta las joyas de su corona
;
ya no puede haber nadie que se la ponga
.
El sueño de un padre se escurrió entre las manos
,
como si fuera arena, pero era mi hermano
.
Queda un vacío por lo que se ha ido
,
por lo perdido, por lo perdido
.
En sueños los oigo detrás de la puerta
,
están hablando de una verdad incierta
.
No te creerías que haya tanto silencio
.
Salgo a buscarte, pero no te encuentro
.
Mi sueño se escurrió entre las manos
,
como si fuera arena, pero era mi hermano
.
Queda un vacío por lo que se ha ido
,
por lo perdido, por lo perdido
.
Terminó la canción entre aplausos (aplausos sinceros y entusiastas) y pasó sin esfuerzo a la segunda. Había encontrado el ritmo y no dejaba traslucir ni rastro de nerviosismo. Sólo se veía el brillo habitual de los antebrazos perlados de sudor y el entrecejo fruncido en expresión concentrada, mientras cantaba las letras que había pasado meses e incluso años perfeccionando. El segundo tema terminó en un abrir y cerrar de ojos; después del tercero, y antes de que Brooke pudiera reaccionar, todo el público estaba ovacionando a Julian, en estado de éxtasis, y pidiendo un bis. Julian parecía complacido y un poco indeciso (las instrucciones de tocar tres temas en menos de doce minutos habían sido inequívocas), pero alguien junto al escenario debió de darle luz verde, porque sonrió, hizo un gesto de asentimiento y se puso a cantar una de sus canciones más movidas. El público rugió de entusiasmo.
Cuando se levantó del taburete del piano y saludó con una modesta inclinación de la cabeza, la atmósfera de la sala había cambiado. Más que las aclamaciones, los aplausos y los silbidos de aprobación, lo que llamaba la atención era la sensación electrizante de haber sido testigos de un momento histórico. Brooke estaba de pie, rodeada de admiradores de su marido, cuando Leo se le acercó. El representante saludó ásperamente a la chica de las gomas para el pelo por su nombre (Umi), pero ella hizo un gesto de desdén y se marchó en seguida. Antes de que Brooke pudiera procesar ese intercambio, Leo la cogió de un brazo quizá con demasiada fuerza, se inclinó y le acercó tanto la cara que por un segundo Brooke creyó que iba a besarla.
—Prepárate, Brooke, prepárate para vivir una puta locura. Esta noche es sólo el principio. Será increíble.
Un brindis por las pelirrojas guapas
—Kaylie, cariño, no sé de qué otro modo decírtelo: no necesitas adelgazar. Mira las estadísticas, mira este gráfico. Eres absolutamente perfecta tal como eres.
—Aquí nadie es como yo —dijo Kaylie, bajando la vista, mientras hacía girar un mechón de lacio pelo castaño entre los dedos, con expresión ausente. Metódicamente lo enrollaba y lo soltaba, lo enrollaba y lo soltaba. Tenía la angustia pintada en el rostro.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Brooke, aunque sabía perfectamente lo que quería decir la niña.
—Pues que… nunca me había sentido gorda antes de venir aquí. En la escuela pública era normal, ¡y hasta un poco flaca! Pero entonces se acabó el curso y me matricularon en este otro sitio, que se supone que es fantástico y elegante, y de pronto resulta que soy obesa.
La voz de la niña se quebró en la última palabra y Brooke tuvo que reprimirse para no darle un abrazo.
—¡No, cariño, no es cierto! Ven aquí, mira este gráfico. Cincuenta y siete kilos, para un metro y cincuenta y cuatro centímetros de altura está dentro del margen de lo sano.
Le enseñó el gráfico plastificado, donde se veía la amplia horquilla de los pesos saludables, pero Kaylie apenas le echó un vistazo.
Brooke sabía que el gráfico era un pobre consuelo, al lado de las chicas asombrosamente delgadas que iban al noveno curso con Kaylie. La niña era una estudiante becada del Bronx, hija de un técnico de sistemas de aire acondicionado, que la había criado solo tras la muerte de la madre en un accidente de tráfico. Era evidente que el hombre lo estaba haciendo bien, a la vista de las excelentes calificaciones de la niña en la escuela primaria, de su éxito en el equipo de hockey sobre hierba y, según lo que le contaban a Brooke los otros profesores, de su talento para tocar el violín, muy superior al de otras niñas de su edad. Sin embargo, ahí estaba su preciosa e inteligente pequeña, sumida en la angustia porque no era como las demás.
Kaylie se tironeó el dobladillo de la falda escocesa, que cubría unos muslos fuertes y musculosos, pero en ningún caso gordos, y dijo:
—Supongo que tengo malos genes. Mi madre también tenía sobrepeso.
—¿La echas de menos? —preguntó Brooke, y Kaylie sólo pudo hacer un gesto afirmativo, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Siempre me decía que yo era perfecta tal como era, pero me pregunto qué diría si viera a las chicas de este colegio. Ellas sí que son perfectas. Su pelo es perfecto, su maquillaje es perfecto y sus cuerpos son perfectos, y aunque todas usamos exactamente el mismo uniforme, también es perfecta la manera que ellas tienen de llevarlo.
Era esa parte del trabajo, esa combinación de nutricionista y confidente, lo que Brooke menos se había esperado del empleo y lo que cada día le gustaba más. En la universidad había aprendido que cualquiera que tuviera contacto regular con adolescentes y simplemente estuviera dispuesto a escuchar podía desempeñar un papel importante para los jóvenes, pero Brooke no había comprendido verdaderamente lo que eso significaba hasta que había empezado a trabajar en Huntley.
Dedicó unos minutos más a explicarle a Kaylie que aunque no se lo pareciera, estaba dentro de los límites de un peso saludable. No era fácil demostrárselo, sobre todo porque el cuerpo atlético y musculoso de la niña era más achaparrado que el de la mayoría de sus compañeras, pero lo intentó. «¡Si pudiera hacer que pasaran en un abrir y cerrar de ojos los cuatro años de la secundaria y mandarla directamente a la universidad! —pensó Brooke—. Entonces se daría cuenta de que ninguna de estas tonterías de noveno curso tiene importancia a la larga».
Pero sabía por experiencia que eso era imposible. Ella también se había sentido incómoda durante toda la secundaria y los años en Cornell, por estar en el límite superior de la normalidad. Después, durante el curso de posgrado, se había impuesto una dieta rigurosa, con la que había adelgazado nueve kilos, pero no había podido mantenerse y en seguida había recuperado casi siete. Al cabo de los años, pese a la comida sana y a un programa regular de ejercicio, seguía instalada en el extremo máximo de lo que podía considerarse un peso saludable para su altura, y lo mismo que Kaylie, tenía una aguda conciencia de su peso. Se sintió hipócrita al insistir a la niña en que no se preocupara, cuando ella misma pensaba en aquello todos los días.
—Es verdad que eres perfecta, Kaylie. Ya sé que no siempre lo parece, sobre todo cuando estás rodeada de chicas favorecidas en muchos sentidos, pero tienes que creerme cuando te digo que eres absolutamente preciosa. Harás amigas aquí y encontrarás chicas con las que conectarás y te sentirás a gusto. Y un buen día, antes de que te des cuenta, dejarás atrás las pruebas de admisión, el baile de graduación y el noviecillo tonto del colegio de al lado e ingresarás en una universidad fantástica donde todos serán perfectos, pero cada uno a su manera, a la manera que cada uno elija. Y te encantará. Te lo prometo.
En ese momento, sonó el teléfono de Brooke, con el tono especial de música de piano que correspondía únicamente al número de Julian. Nunca la llamaba cuando estaba trabajando, porque sabía que no iba a poder atenderlo, e incluso reducía los mensajes al mínimo imprescindible. Brooke se temió una mala noticia.
—Discúlpame un minuto, Kaylie. —Hizo girar la silla y la alejó tanto como pudo para tener algo de intimidad en el pequeño despacho—. Hola. ¿Hay algún problema? Estoy con una paciente.
—Brooke, no vas a creértelo, pero…
Se interrumpió e hizo una profunda inspiración, como para dar dramatismo a la noticia.
—Julian, de verdad, si no es urgente, te llamo luego y me lo cuentas.
—Leo acaba de llamarme. Uno de los principales ojeadores de Jay Leno estuvo en la presentación, ¡y quiere que actúe en el programa!
—¡No!
—¡De verdad! El trato está completamente cerrado: la semana que viene, el jueves por la noche, aunque la grabación es a las cinco de la tarde. Seré el número musical del programa, probablemente después de las entrevistas. ¿Te lo puedes creer?
—¡Dios mío!
—Di alguna otra cosa, anda.
Brooke olvidó por un momento dónde estaba.
—No me lo creo. Bueno, sí, claro que me lo creo, ¡pero es tan increíble! —Oyó las carcajadas de Julian y pensó cuánto tiempo hacía que no lo oía reír—. ¿A qué hora vuelves a casa? Tenemos que celebrarlo. Se me ocurre una cosa…
—¿Tiene algo que ver con aquella cosilla de encaje que me gusta tanto?
Brooke le sonrió al teléfono.
—Estaba pensando más bien en la botella de Dom Pérignon que nos regalaron y que nunca encontramos la ocasión de abrir.
—Encajes. Esta noche merece champán y encajes. ¿En casa a las ocho? Yo prepararé la cena.
—No hace falta que te ocupes de la cena. Ya compraré algo yo. ¡O podemos salir a cenar! ¿Qué te parece si salimos y lo celebramos por todo lo alto?
—Deja que yo me ocupe de todo —dijo Julian—. ¿Me dejarás? Tengo una idea.
Brooke sintió que el corazón se le salía del pecho. Quizá a partir de ese momento Julian podría pasar menos tiempo en el estudio y más en casa. Volvió a experimentar la familiar sensación de entusiasmo y alborozado nerviosismo de los primeros tiempos de su matrimonio, antes de que todo se volviera rutinario.
—¡Claro que sí! Nos vemos a las ocho. Y otra cosa, Julian: ¡me muero de ganas de verte!
Cuando colgó, pasaron por lo menos cinco minutos antes de que recordara dónde estaba.
—¡Vaya! Parece que eso iba en serio —dijo Kaylie con una sonrisa—. Tenemos cita importante esta noche, ¿eh?
A Brooke nunca dejaba de sorprenderla lo muy niñas que seguían siendo las chicas del colegio, pese a su confiada manera de contestar a los mayores y a su inquietante familiaridad con todo, desde las dietas radicales hasta las mejores técnicas para practicar una felación. (Brooke había encontrado una completa lista de consejos en una libreta olvidada por una de las niñas en su despacho. Era tan detallada, que había considerado la posibilidad de tomar unas cuantas notas, antes de darse cuenta de que aceptar consejos en materia de sexo de una niña de secundaria era espantoso en demasiados sentidos.)
—Una cita importante, ¡con mi marido! —le aclaró Brooke, intentando salvar al menos un poco de profesionalidad—. Siento mucho la interrupción. Ahora, volviendo a lo que…
—Parecía muy emocionante —insistió Kaylie, que por un momento dejó de juguetear con el pelo para mordisquearse la uña del dedo índice derecho—. ¿Qué ha pasado?
Brooke se alegró tanto de verla sonreír que se lo contó:
—Sí, en realidad es bastante emocionante. Mi marido es músico y acaban de llamarlo del programa de Jay Leno, para que actúe una de estas noches.
Brooke sintió que la voz se le inflamaba de orgullo, y aunque sabía que era poco profesional e incluso un poco tonto contar la noticia a una paciente adolescente, estaba demasiado contenta para que eso le importara.
De pronto, Kaylie fijó en ella toda su atención.
—¿Va a actuar en el programa de Jay Leno?
Brooke asintió y se puso a acomodar unos papeles en la mesa, en un infructuoso intento de disimular su orgullo.
—¡Qué de puta madre! ¡Es lo más superguay que he oído en mi vida! —exclamó la niña, agitando la coleta como para subrayar sus palabras.
—¡Kylie!
—¡Lo siento, pero es verdad! ¿Cómo se llama y cuándo saldrá por la tele?
—El martes por la noche. Se llama Julian Alter.
—¡Qué de pu…! ¡Qué guay! Enhorabuena, señora Alter. Su marido debe de ser muy bueno, para que Leno lo llame. Irá con él a Los Ángeles, ¿no?
—¿Qué? —se sorprendió Brooke.
No había tenido ni un segundo para pensar en los aspectos logísticos, pero Julian tampoco los había mencionado.
—¿No se graba en Los Ángeles el programa de Jay Leno? Tendrá que ir con él, ¿no?
—Claro que iré con él —replicó Brooke automáticamente, aunque de pronto sintió angustia en la boca del estómago y tuvo la sensación de que si Julian había omitido invitarla, no había sido porque se le olvidara hacerlo en medio del entusiasmo.
Aún le faltaban otros diez minutos con Kaylie y después una hora entera con una chica del equipo de gimnasia de Huntley, víctima de una crisis de autoestima, por la obligación que le imponía la entrenadora de pesarse a la vista de todas; pero sabía que no iba a poder concentrarse ni un segundo más. Convencida de que ya había actuado de forma inadecuada al revelar demasiado de sí misma y hablar de su vida personal durante una sesión de trabajo, se volvió hacia Kaylie.
—Lo siento mucho, cariño, pero esta tarde voy a tener que abreviar la sesión. Volveré el viernes y le enviaré una nota a tu profesor de la sexta hora, para decirle que no hemos podido terminar hoy y que nos permita programar otra sesión completa para ese día. ¿Te parece bien?