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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (4 page)

«¿A quién te crees que estás amenazando?» Antes de que Esra y sus compañeros pudieran intervenir, Halaf ya le había dado a Fayat un par de buenas bofetadas y lo había derribado al suelo. Para cuando el enorme Teoman y el vehemente Murat lo salvaron de sus manos, el cocinero ya le había propinado una buena paliza. Le había reventado el labio y la sangre le teñía los dientes de rojo. Fayat rechazó la mano que Teoman le tendía para ayudarle y se puso en pie por sí solo.

—Dios os dará a todos lo que os merecéis —dijo con una voz llena de odio mientras se sacudía el polvo de los zaragüelles—. Esperad, y ya veréis como el Todopoderoso os pide cuentas.

Luego desapareció en medio de aquel calor, tal y como había venido. En cuanto se fue, Esra llamó a Halaf y le dijo que su misión era preparar la comida y que no debía meterse en aquellos asuntos. El joven cocinero, cuya única intención había sido proteger a los arqueólogos y quizá hacer una pequeña demostración de fuerza, se quedó sorprendido y decepcionado por la actitud de Esra, pero no por eso dejó de disculparse.

Aquel suceso la había afectado bastante. Pero no se lo había contado al capitán. No quería darle mayor importancia de la que tenía, ni que los gendarmes
[4]
se entrometieran. En su lugar, habló con Hacı Settar, que, en cuanto se enteró de lo que había hecho Fayat, montó en cólera y esa misma noche le echó una buena reprimenda. Desde aquel día el sobrino de Hacı Settar no había vuelto a molestar a los miembros de la expedición, pero siguió arrugando la cara cada vez que se encontraba con Esra, como si hubiera pisado una mierda.

¿Era posible que hubiera sido Fayat el culpable del asesinato? No lo creía. Por mucho que les odiara a ellos, le tenía mucho respeto a su tío. Se decía que había sido él quien le había dado su primera instrucción religiosa. Pero ¿y si Fayat tenía ahora maestros más fanáticos capaces de arriesgarse a morir o matar? Abid, el imán de la mezquita, enseguida había empezado a decir que las excavaciones estaban malditas. Además se hablaba de que la organización radical Hizbullah desarrollaba sus actividades encubiertas especialmente en zonas de mayoría kurda. ¿Y si habían matado ellos a Hacı Settar por ayudar a los arqueólogos? ¿Por qué no? La verdad era que en la región todos estimaban a Hacı Settar. Tenía una enorme influencia sobre la población. Quizá le habían matado precisamente por eso, porque lo veían como un obstáculo para extender entre la población sus ideas reaccionarias. Y así podrían ajustarles las cuentas tranquilamente a aquellos arqueólogos infieles. Además, sin Hacı Settar, era más fácil controlar a los habitantes del pueblo.

Durante siglos, la gente de la región, cada vez que había sequía, o inundaciones, o cuando enfermaban, o cuando no tenían hijos, o cuando sus hijas se quedaban en casa sin encontrar marido, había acudido a buscar refugio y a pedir ayuda al sagrado Kara Kabir. Y ahora iban a excavar la tumba que tanta ayuda les prestaba en este mundo y en el otro. Era natural que lo consideraran un insulto a sus creencias o, como Fayat decía, una blasfemia. Y ahora que Hacı Settar había muerto ya no quedaba ningún obstáculo que impidiera soliviantar al pueblo, tal y como había hecho aquella mañana el maestro Abid…

Pero, por otro lado, hacía años que en aquella región no se habían cometido asesinatos por motivos religiosos. Por mucho que se opusieran a lo que consideraban contrario a sus creencias, incluso aunque llegaran a amenazar, no matarían a nadie por eso. Pero podía estar equivocada. Quizá el asesinato lo habían cometido unos fanáticos integristas. ¿Qué otros podrían querer matar a Hacı Settar?

Mientras su mirada se deslizaba por las fotografías de la tablilla que había en la mesa, una idea le cruzó la mente.

—Cazadores de tesoros —susurró.

Sí, cazadores de tesoros… ¿Por qué no había pensado antes en ellos? Podían andar tras el tesoro que se decía que Pisiris, el último rey hitita de la ciudad, había logrado ocultar a los asirios. Un tesoro así era un motivo para cometer un asesinato sin ni siquiera molestarse en investigar si existía de veras o no. Al ver los trabajos del equipo de la excavación, debían haber creído más que nunca en la existencia del tesoro. ¿Quiénes eran aquellos hombres tan despiadados y astutos? Recordó a Memili,
el Manco
, a quien habían atrapado vendiendo relieves arrancados de la Puerta Real. No, no podía ser Memili,
el Manco
. No tenía la menor lógica tomarse en serio la posibilidad de que aquel hombre seco y bajito que hablaba mal de ellos a sus espaldas pero que les adulaba en cuanto se los encontraba hubiera organizado una conspiración como aquélla, con un asesinato incluido. Pero no se le ocurría nadie más.

El capitán había dicho que había sido un monje vestido de negro quien había empujado a Hacı Settar. El asesino debía haberse vestido de negro para despistar. O quizá lo hubiera hecho para señalar específicamente la relación del asesinato con Kara Kabir. Aquello era más lógico. Así la gente presionaría para que pusieran fin a la excavación creyendo que estaba maldita. Tanto a los fanáticos como a los cazadores de tesoros les resultaría muy útil que ellos abandonaran la excavación.

La pregunta que en realidad había que responder era quién había sido responsable del asesinato.

Segunda tablilla

Soy el responsable de todos los asesinatos, soy el sospechoso de todos los crímenes, soy el asesino y la víctima. Soy el pobre siervo maldito por los mil dioses de Hatti. Soy el antiguo poeta, el enamorado funesto, el principal cómplice y verdugo del rey, soy Patasana, el escriba que traicionó el pan que comía, el agua que bebía, el aire que respiraba, la tierra en la que vivía.

Al que haya de leer estas tablillas le digo: espero que la sombra maldita de los dioses se mantenga alejada de ti; espero que tengas una vida dulce como la miel y larga como el Éufrates.

En tiempos yo también tuve una vida así. En el país de los hititas muchos consideraban afortunada a la familia de Patasana. Ni mis padres ni los padres de mis padres fueron nunca esclavos ni gente del vulgo. Siempre vivieron en palacio. Desde los tiempos del gran y heroico rey Shuppiluliuma, ahora convertido en dios, siempre ejercieron de escribas de palacio. Mis antepasados continuaron con su oficio incluso después de que hace siglos las invasiones de los bárbaros que llegaron en barcos por mar y en carros de bueyes por tierra dividieran nuestro gran país en pequeños reinos. Porque los reyes necesitaban hombres bien educados y que conocieran las normas del Estado, como nosotros. Por eso mis antepasados siempre ocuparon un lugar muy próximo al rey y se convirtieron en valiosos miembros de la Asamblea de Nobles de Panku. De la misma forma que la monarquía pasa por lazos de sangre de padre a hijo, en nuestra familia la profesión de escriba también pasaba de padres a hijos. Es decir, yo no quise esta profesión de escriba de palacio, la heredé de mi padre por la sangre, como si se tratara de un siniestro hermano.

De mis antepasados escribas sólo he conocido a mi abuelo Mitannuwa y a mi padre Araras. Y más que a mi padre Araras, he querido a mi abuelo Mitannuwa. Él no sólo fue un abuelo para mí; también fue mi maestro, mi amigo, el hombre que convirtió a Patasana en Patasana. Todo lo frío y riguroso que era mi padre Araras, lo era de sincero, cálido y alegre mi abuelo Mitannuwa. Resultaba extraño pensar siquiera que dos hombres con unos caracteres tan opuestos fueran padre e hijo. En cuanto a mí, me parezco tanto a mi abuelo como a mi padre. En los sentimientos me asemejo a mi abuelo; en la razón, a mi padre. ¿Sabes lo terrible que puede ser eso? Si el corazón me pide que haga algo, la mente me dice que no. Lo que mi razón considera nobleza, mi corazón lo ve adulación; lo que mi corazón encuentra correcto es un crimen según mi razón. Una parte de mí es volátil y viva como la brisa de primavera, la otra es severa y calculadora como el frío del invierno. Una parte de mí le presta atención a las voces que me surgen del corazón, la otra a lo que aprendo, a lo que sé.

Durante años he llevado en mi cuerpo a dos personas que miraban en la misma dirección y veían cosas distintas, he intentado realizar a un tiempo los deseos de dos personas diferentes. Lo peor es que no he podido ser totalmente ni uno ni el otro. He estado vacilando siempre entre ambos. Si hubiera estado en mi mano, me habría librado al instante de mi padre y habría sido por completo como mi abuelo. Pero no pude hacerlo. ¿Qué posibilidad tenía si los dioses me habían dicho que llevara conmigo a la vez a esas dos personas? Aunque hubiera querido, no habría podido oponerme a su decisión. Por eso intenté conciliarlos. A veces he llegado a creer que lo había conseguido, pero al final siempre he comprendido que me había equivocado.

Cuando mi abuelo miraba el Éufrates, veía el secreto de nuestra felicidad interior, en cambio mi padre veía en el río la fuerza que nos hacía superiores a nuestros enemigos: veía la aceituna, el garbanzo, el trigo, el albaricoque y la uva. Si le preguntabas a mi abuelo qué era el Éufrates, te respondía: «De día, la luz que se refleja en los ojos de la amada. De noche, el negro pelo suelto de la amante». Si se lo preguntabas a mi padre, la respuesta era obvia: «El Éufrates es un río fecundo que no hay que dejar que nos arrebate el enemigo».

3

Los brillantes rayos del sol acariciaron las oscuras aguas del Éufrates. En las riberas del río, los árboles, del nogal más viejo a la higuera más joven; las aldeas, de la más rica a la más pobre; las hierbas, de la más curativa a la más ponzoñosa; los animales, del más doméstico al más salvaje, y las personas, de la más rica a la más pobre, empezaron a iluminarse, a calentarse, a despertarse.

Esra salió de su habitación muy decidida. Tenía la intención de hablar con sus compañeros sin volver a dejarse llevar por el pánico, sin dudar, sin perder más tiempo. Al cruzar el umbral la luz brillante la deslumbró y se dio cuenta de que no se había puesto el sombrero de paja que siempre llevaba, pero no volvió a por él y siguió avanzando hacia las aulas que daban a la parte delantera de la escuela.

Teoman, Kemal y Murat dormían en una amplia aula donde también habían instalado los ordenadores. En realidad, Kemal había querido quedarse en la misma habitación que su amada Elif. Pero después de que Esra le dijera que aquello le parecería indecoroso a la gente del lugar y de que Elif corroborara su opinión, no le quedó más remedio que compartir cuarto con sus compañeros varones. Elif estaba en una habitación pequeña junto a la de ellos. Bernd se había instalado en el aula justo enfrente y Timothy había escogido otra bien iluminada y que daba al jardín.

Esra había decidido que era prioritario hablar con el equipo. Por mucho que su autoridad sólo fuera aparente, Kemal era el responsable de la excavación y tenía derecho a estar al corriente de lo que ocurría. Después de que lo discutieran entre ellos, se lo contaría todo a Timothy Hurley y Bernd Burns. Pero justo cuando doblaba la esquina de la escuela se topó con el corpulento Timothy. Llevaba unos pantalones negros de tela fina parecidos a unos zaragüelles y una camiseta descolorida. A pesar de sus cincuenta y un años, parecía bastante ágil.

—Buenos días —le dijo en un turco prácticamente sin acento. En la mano derecha sostenía una rama bastante gruesa de la que colgaban unos pescados. La levantó en el aire y se los enseñó—.
Şapıt
, el pescado más exquisito del Éufrates. Un regalo de los pescadores de Antep…

A Timothy no se le escapó el aspecto preocupado de Esra, que se limitó a echar un vistazo indiferente a los pescados, cuyas escamas brillaban al sol. Él dejó la rama en el suelo y le preguntó alarmado:

—¿Qué hay? ¿Qué ha pasado?

Su voz tenía un tono tan amistoso, tan sincero, que Esra olvidó la decisión que había tomado y se desahogó con él:

—Han matado a Hacı Settar.

Los enormes y sedosos ojos negros de Timothy se abrieron como platos por la sorpresa.

—¿Que lo han matado?

—Sí, tenemos que reunirnos de inmediato para hablar. ¿Despiertas a Bernd? Yo avisaré a los otros.

Timothy no preguntó más y la acompañó hasta la parte de delante de la escuela.

Escogieron como lugar de la reunión la amplia aula en la que dormían Teoman y los otros. Habían colocado a pares los pupitres y se habían hecho tres camas junto a la ventana dejando unos metros de espacio entre ellas. Justo en medio de la clase habían puesto otros cuatro pupitres convirtiéndolos en una mesa para los ordenadores. El resto los habían apilado contra la pared de atrás.

El equipo se reunió con rapidez, pero tuvieron que esperar unos quince minutos para empezar la reunión porque no encontraban a Bernd. Cuando por fin apareció en la puerta el arqueólogo alemán, les dijo que había bajado en bicicleta a la orilla del Éufrates. Timothy se sorprendió.

—¿Y cómo es que no nos hemos encontrado por el camino?

—Es normal —le contestó Bernd—. El Éufrates es un río muy largo.

Timothy no insistió. Como ninguno de los demás miembros del equipo le preguntó nada, Esra, intentando parecer tranquila, les dijo que Hacı Settar había muerto. Al principio no podían creerse lo que les decía. Hicieron todo tipo de preguntas, y cuando por fin asimilaron la noticia, todos se sintieron muy abatidos. No había ninguno de ellos que no estimara a Hacı Settar. El anciano había sabido ganarse el corazón de todos, incluido Bernd. Fue Teoman quien interrumpió el silencio que se había instalado en el aula.

—Puede que Hacı Settar tuviera un ataque al corazón y se cayera…

—Esperemos que no sea un antiguo ajuste de cuentas entre familias —dijo Kemal.

—Pero si Hacı no tenía enemigos… —protestó Murat—. ¿Quién puede haber querido matarlo?

—Murat tiene razón —intervino Elif—. No he conocido a nadie en esta región que no le quisiera…

Esra estaba a punto de decirles que el asesinato se había cometido con la intención de impedir las excavaciones cuando entró Halaf. Olvidándose de que había ido para preguntar si preparaba el desayuno, afirmó como caído del cielo:

—No se cansen. Yo sé quién lo ha matado.

Todas las miradas se volvieron al mismo tiempo hacia el cocinero. ¿Qué decía aquel hombre? Halaf retrocedió un paso cuando vio que todos le miraban. Había recordado la reacción de Esra cuando golpeó a Fayat.

—Disculpe, señora Esra —dijo—. He oído lo que decían y se me ha escapado.

—¿Cómo sabes que han matado a Hacı Settar? —Esra tenía la cara seria y la voz tensa.

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