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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (3 page)

¡Hombre de extraño aspecto a mis ojos, extraña voz a mis oídos y extraño nombre a mi memoria! Lo sé, cuando llegues a este subterráneo de palacio, a este refugio en el que he ocultado las tablillas, hará mucho que yo ya habré emigrado a la tierra de los muertos. Lo sé, ni siquiera después de morir me perdonarán los dioses. Harán que esta maldición que abrasa mi corazón me acompañe para siempre. Que lo hagan, yo tampoco deseo que me perdonen. Me lo merezco. Mi único deseo es que los que vengan después de mí sepan lo que he vivido. Por eso he escrito estas tablillas. Las he cocido al fuego para endurecerlas y que así soporten los dientes del tiempo, más agudos que los de un ratón. Las he colocado por orden en los estantes que mandé hacer para esta habitación subterránea. Estas tablillas son para ti. Estas tablillas son para quien las lea.

Duda de todo si quieres, pero puedes estar seguro de que en estas tablillas de arcilla no hay ninguna falsedad. He vertido en palabras mis miedos y mis actos de valor, mi bondad y mi maldad, mi confianza y mis dudas, mi compasión y mi crueldad, mi egoísmo y mi sacrificio tal cual fueron. Luego medí con mi razón las palabras. Deseché las pueriles, las falsas y las exageradas. Quise que estas confesiones mías, este testamento mío, no aburrieran al que las tomara entre sus manos, que pudiera leerlas de un tirón, con curiosidad, amargura, furia, como si leyera la leyenda del dios Telipinu. Pero aunque puede que no me explique bien, puedes estar seguro de que entre lo que he escrito no existe ni una sola palabra que no refleje la verdad. Las palabras falsas las grabé en el muro de la Puerta del Agua para alabar al rey Pisiris, las usé en cartas para engañar a Midas, rey de Frigia, las ensarté para confundir la mente de Rusa, rey de Urartu, las gasté en provocar a Sargon, rey de Asur. Palabras exageradas, adornadas y falsas que usé para que, envanecidos por ellas, cayeran unos sobre otros reyes pequeños de grandes nombres. En las tablillas que vas a leer no existe ni una sola de esas palabras mentirosas.

¡Hombre extraño que vas a ser partícipe de mis secretos! No sé si eres noble, religioso, de buen corazón o cruel, no sé si eres inteligente o un simplón bueno para nada. Espero que seas una buena persona. Espero que tu corazón rebose de amor y valentía. Espero que seas lo bastante inteligente como para entender lo que vas a leer y como para sacar una lección de lo que entiendas. Y espero que lo que vas a leer se lo cuentes a otros, y ellos a otros a su vez. Espero que mi triste destino se susurre de boca en boca, que se traduzca a todas las lenguas que se hablan en las riberas del Éufrates, que se escriba en tablillas, que sea contado a los jóvenes por los ancianos, que los niños crezcan con esta leyenda. Puede que así los hombres se vuelvan más inteligentes, puede que así renuncien a la crueldad, puede que así haya menos muertes, puede que así se sufra menos.

2

Esra estaba plantada ante la puerta con el rostro ensombrecido por la noticia que acababa de recibir mientras observaba cómo el jeep del capitán se alejaba dando tumbos. El sol aún no se había levantado demasiado, pero el calor envolvía ya todo el valle. Aquí la frescura de la mañana duraba tan poco como un desayuno. Después del frío de la noche, que calaba hasta los huesos, el breve frescor de la aurora, que pasaba del negro al ceniza y del ceniza al naranja, terminaba en cuanto el sol asomaba y súbitamente comenzaba un calor infernal. Los huertos, a los que daban sombra nogales, ciruelos, melocotoneros y moreras, los campos sembrados de algodón y maíz con las lindes marcadas por enormes piedras, las aldeas con sus casas de adobe y la antigua ciudad, durante siglos metrópoli de los hititas en el sudeste, con sus bastiones aún firmes y resistentes al tiempo, su palacio hundido, sus templos, sus relieves y sus muchos secretos, parecían arder como la yesca.

Para protegerse del calor, la excavación empezaba antes de que saliera el sol, antes de que la tenue bruma de agradable olor que se alzaba del Éufrates se mezclara con el cielo azul. Dejaban de trabajar antes de mediodía, todavía a media mañana, hasta que por la tarde el sol disminuía su fiereza y empezaba a descender y retirarse por el horizonte. Entonces regresaban a la excavación aquellos arqueólogos que aún tenían algo que hacer. Pero hoy era viernes, día de descanso. Los peones, incluso los menos religiosos, querían rezar la oración del viernes en el pueblo. Por eso habían pasado el día libre al viernes. El yacimiento se dejaba al cuidado del viejo Selo, un antiguo contrabandista, y de su escopeta de caza de dos cañones. Ésa era la razón por la que el capitán Eşref había pillado desprevenida a Esra. Si hubiera sido otro día, a aquellas horas sólo habría podido hallarla en la excavación.

Mientras contemplaba el jeep del capitán, Esra pensaba que ojalá no la hubiera encontrado y no le hubiera dado aquella noticia. A medida que lo pensaba iba percibiendo mejor las dimensiones del desastre al que podía dar lugar la muerte de Hacı Settar. Y cada detalle que se le venía a la cabeza la desmoralizaba más y aumentaba su pesimismo. Era como si el capitán Eşref se hubiera llevado consigo la confianza en sí misma de Esra. La decisión que poco antes le había demostrado había desaparecido de repente, como la nube de polvo que se levantaba a espaldas del vehículo. Se sentía tan desvalida como una niña pequeña que se hubiera quedado sola en un país que desconocía.

Eşref tenía razón, no se podía decir que ella conociera a los habitantes de la región. Aunque era cierto que en los últimos diez años había convivido con la gente de diversas partes del sudeste en excavaciones que duraban dos o tres meses, que había sido invitada a sus casas, que les había dado trabajo, que había ayudado a sus mujeres a dar a luz y que había participado en sus bodas y fiestas. Había sido testigo de su ignorancia, de su generosidad, de su pobreza, de sus pequeñas astucias, de su sinceridad, de cómo se aniquilaban unos a otros sin piedad. Pero todavía no había sido capaz de resolver el misterio del imperturbable silencio siempre presente en sus caras morenas toscamente quemadas por el sol. Fueran hombres o mujeres, jóvenes o viejos, Esra no comprendía si tras aquella máscara de duro silencio, en parte opresión, ocultaban su ignorancia o su orgullo. En aquellos diez años no había podido descubrir su forma de entender la vida, las verdaderas razones que motivaban su comportamiento, su manera de pensar. Aunque vivían en el mismo país, para ella eran extranjeros imprevisibles. La verdadera razón que alimentaba su inquietud desde que habían comenzado a surgir problemas en relación con Kara Kabir era precisamente aquella imposibilidad de saber. La actitud decidida del capitán Eşref y la intervención apaciguadora de Hacı Settar, que habían tranquilizado los ánimos, también habían amortiguado sus temores. Pero ahora, con la noticia de la muerte de Hacı Settar, la antigua inquietud comenzaba a agitarse de nuevo en su corazón, y con más fuerza que antes. Por alguna extraña razón se le pasaban por la cabeza las peores posibilidades. Ante su mirada cruzaban una a una las escenas más horribles que podía vivir: un levantamiento de los campesinos culpando a los arqueólogos de todo, como en la pesadilla de aquella noche, en la que, con las camisas ensangrentadas y gritando proclamaciones de fe, apedreaban la excavación y apresaban a todos los miembros del equipo y los enterraran vivos en las mazmorras de la antigua fortaleza bajo Kara Kabir…

—Tengo que tranquilizarme, tengo que tranquilizarme —murmuró moviendo en el aire la mano derecha como si quisiera apartar aquellas horribles imágenes. Luego le dio miedo que la vieran hablando sola y haciendo extraños gestos y volvió a entrar a toda prisa. Se arrepintió en cuanto puso el pie en el cuarto. ¿Por qué no les contaba a sus compañeros lo que había ocurrido? Si había que tomar alguna decisión, debían hacerlo entre todos. Y, además, así se libraría de asumir la responsabilidad por sí sola. Era un pensamiento que la tranquilizaba, pero una voz interior le decía que sería una equivocación. Era la directora de la excavación; si alguien tenía que decidir, tenía que ser ella, Esra Beyhan. En realidad, la única persona que podía tomar la decisión de detener la excavación era el inspector, cuya misión, distinta de la de la directora, era llevar a cabo una supervisión oficial. Era esa persona, nombrada por el Estado, la que se encargaba de controlar el inventario de los hallazgos y a los arqueólogos extranjeros. Y en caso de cualquier situación comprometida, podía parar los trabajos arqueológicos. Por suerte, en aquella ocasión el inspector era Kemal. Hasta cierto punto no era por casualidad. Kemal, que trabajaba en el Museo Arqueológico de Estambul, había conseguido el puesto moviendo sus contactos con diversos funcionarios influyentes del ministerio para no dejar sola a Elif, la fotógrafa a la que había conocido en una excavación anterior y con la que había empezado a vivir una gran historia de amor. Realmente, a Esra le había venido muy bien aquello y había recibido con enorme agrado la noticia de que el responsable de la excavación fuera un viejo amigo como Kemal, con el que podría trabajar en perfecta armonía, o que, para ser más exactos, no se inmiscuiría en su trabajo. Si en lugar de Kemal se hubiera encontrado con uno de esos muchos arqueólogos con mentalidad burocrática, ¿en qué situación se encontrarían ahora? Probablemente, habría detenido la excavación de inmediato. ¿Y hasta qué punto no era correcto hacerlo? Se había cometido un asesinato, no sólo podía estar en peligro el futuro de la excavación, sino también la vida de los miembros del equipo. Así pues, tenían derecho a participar en la decisión que se tomara. Cierto, como directora, era su deber determinar las opciones que tenían y presentárselas a sus compañeros. Pero, por otro lado, aquella actitud de cooperación podía ser considerada una debilidad y afectar a la moral de los demás…

De pie en medio de la habitación y todavía sin saber qué hacer, vio el paquete de tabaco sobre la mesilla de noche. Sin pensárselo dos veces fue hacia él. Sacó un cigarrillo a toda velocidad y al ponérselo en los labios notó que le temblaban las manos. En ese momento se dio cuenta de que odiaba los pensamientos que le revoloteaban por la mente, el estar de pie desesperada en medio de la habitación, el que le temblaran las manos. Arrojó el cigarrillo en la mesilla como si fuera el culpable de todo aquello. No era fumar lo que le hacía falta. Debía concentrarse; si se dejaba llevar por el pánico, la primera excavación que dirigía acabaría siendo un fiasco. Y su fracaso no sólo influiría negativamente en su carrera en la universidad, sino que además defraudaría a profesores tan importantes como la señora Behice, que tanto la había animado en aquella excavación, y a colegas que siempre la habían apoyado, como el profesor Krencker, director de la delegación de Estambul del Instituto Arqueológico Alemán. ¿Y qué les diría a Elif, a Teoman, a Kemal? Llevaban dos años trabajando en aquel proyecto con ella. Meses escribiendo cartas, pidiendo permisos, buscando patrocinadores, relacionándose con arqueólogos extranjeros. ¿Y los extranjeros del equipo? ¿Cómo podía explicárselo a ellos? ¿Se plantaría ante Timothy y Bernd y les diría: «Disculpad, pero por culpa de una estúpida superstición dejamos el trabajo ahora que quizá hemos encontrado los primeros documentos de la humanidad de una historia no oficial»? Timothy, que tenía bastante mundo, puede que le diera la razón hasta cierto punto; pero Bernd, que se había esforzado desde el primer momento en ser el responsable y que, como no lo había conseguido, no podía soportar a Esra, ¿no se reiría de ella? ¿No escribiría un informe al Instituto Arqueológico Alemán, que sufragaba la mayor parte de los gastos, para decirles que la persona que la Universidad de Estambul había escogido para dirigir la excavación lo había echado todo a perder? No, no… No se podía dejar la excavación a medias. Tenía que hacer lo que fuera necesario para poder seguir trabajando. Los miembros del equipo debían ver ante ellos en aquel momento tan crítico a una directora segura de sí misma. En caso contrario, todos sus esfuerzos habrían sido en vano. Debía recuperar la confianza que poco antes había perdido, si por lo menos consiguiera estar tan tranquila como la noche anterior antes de acostarse…

Quizá todavía no se había librado del todo del recuerdo del sueño, la repentina mala noticia la había pillado desprevenida, la había aturdido. Por eso estaba tan nerviosa y no sabía qué hacer. Recordó que todavía no se había lavado la cara siquiera. Salió con actitud decidida y se dirigió hacia el grifo que había en el pequeño jardín bajo el emparrado. Lo abrió y empezó a lavarse. El agua estaba helada por el frío de la noche. Sin que eso le importara, se mojó la cara y se echó agua por detrás de las orejas y por la nuca. Desgraciadamente, no le sirvió de nada. Ni desapareció aquella nefasta preocupación que iba creciendo dentro de ella, ni disminuyeron las preguntas que resonaban en su mente. No le dio importancia y sacudió la cabeza diciéndose: «Estás bien, estás bien». Pero sabía que no lo estaba, y además era consciente de que se le reflejaba en la cara y de que tenía aspecto de estar a punto de echarse a llorar. Regresó a la habitación. Su mirada se desvió hacia el cigarrillo que había tirado. Sin resistirse ya más, lo cogió, se lo puso en los labios y lo encendió impaciente. Con los ojos cerrados le dio varias profundas caladas. El olor acre del tabaco inundó la habitación. Al entreabrir los ojos vio cómo el humo color ceniza se elevaba hacia el techo. Le dio varias caladas más al cigarrillo como si pensara que estaba desperdiciando el humo. Su mirada descendió hasta sus manos, todavía temblaban, pero ahora se sentía mejor por fin. Se sentó en el taburete en el que poco antes había estado el capitán y se puso a pensar.

Debían haber matado a Hacı Settar para alejarlos de la zona. Recordó a Fayat, aquel tipo alto de barba escasa y enormes ojos azules que ejercía de chico de los recados en los cursos de Corán del pueblo. Fayat era hijo de la hermana de Hacı Settar, pero no se parecía en absoluto a su tío. Fuera invierno o verano, iba siempre por ahí con un turbante verde, una túnica marrón y un bastón. Todo lo próximo que Hacı Settar había estado al equipo de la excavación, lo había estado de alejado Fayat. Cada vez que se encontraban, arrugaba el gesto como si hubiera visto al diablo. En la segunda semana de la excavación había venido desde el pueblo para advertirles. Esra nunca podría olvidar aquel día.

Estaba bajo el emparrado con su ayudante Teoman, Kemal, el inspector, Elif, la fotógrafa de la excavación y Murat, uno de sus estudiantes, tomando té mientras observaba con los demás las fotografías hechas dos días antes. Justo en ese momento apareció Fayat. Esra fue la primera en verlo. Se plantó ante ellos como un fantasma que hubiera surgido de la reverberación del sol. De pie bajo la luz, paseó sus ojos azules llenos de rencor por todos ellos. Sin decir nada, observó durante un rato con una mirada de extrañeza a los que estaban allí sentados, como si hubieran llegado de otro planeta. Ellos se quedaron mirando a aquel tipo peculiar sin saber lo que podría querer. La mirada de Esra se desvió a los delgados y morenos tobillos que se le veían entre los zaragüelles y los polvorientos zapatos de plástico. La debilidad de aquellos tobillos, que parecía que fueran a romperse, estaba en extraña contradicción con la poderosa mirada de los ojos azules del hombre. Esra no pudo aguantar más la tensión y por fin le dijo a Fayat que no se quedara al sol y que se pusiera bajo el emparrado. Su voz era amistosa, sin el menor vestigio de desprecio. Pero él alzó ligeramente los labios y en sus ojos apareció una mirada de condena. En un turco con fuerte acento kurdo les dijo que excavar en los alrededores de Kara Kabir era un tremendo pecado y que si no dejaban de hacerlo se encontrarían con graves problemas. Mientras los miembros de la excavación se miraban unos a otros sin saber cómo podían responder a aquel hombre tan raro, Halaf, el conductor y cocinero de la excavación, que en ese momento estaba en la cocina fregando los platos del almuerzo, arrojó el delantal, se lanzó fuera y se le echó encima.

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