Estaban viejos, muy viejos, y solos, pero por algún motivo esa mañana se encontraban alegres. Tal vez lo que hablaron a escondidas la noche anterior tenía algo que ver; tal vez fingían, pero sus ojos miraban de forma distinta, estaban llenos de un sentimiento más puro. Tenían esperanza.
El preso desayunó en el establo tomando un vaso de leche directamente de la cabra. Luego se acercó al marido, que seguía acicalando al caballo, y le dijo:
—Quiero aprender a montar.
—Scuzat'i-mã
—dijo el marido—.
Nu înt'eleg.
—Aprender. Montar. Caballo —le dijo el preso; e imitó a un jinete galopando.
—Tu
?
—Yo.
El hombre, algo apurado, miró de reojo a su mujer. Ella hizo un pequeño gesto con la cabeza y se metió en la casa. Otra vez aquel gesto.
Entonces metieron agua y comida en un macuto, subieron en el animal y se alejaron.
El preso, agarrado a la espalda del hombre que conducía el caballo, ascendió una empinada colina mientras el viento chocaba contra su cara. «Debo escapar esta noche», se dijo. Para él, aquel paraje era una trampa. Salvo algunos montículos aislados, todo era tan plano como un mar en calma. Estaba demasiado expuesto. Al llegar a la cima, se ocultó tras la figura del hombre por si distinguía las siluetas de los policías al otro lado. Pero no vio a nadie.
El hombre bajó del caballo y le pasó los estribos. Mediante gestos, le enseñó cómo tomar las riendas, qué hacer para que echara a andar, cómo guiarlo a izquierda y derecha. El preso aprendió rápido, y al poco descendió sin esfuerzo la otra cara de la colina.
Cabalgaron durante todo el día. Mientras el animal pastaba, comieron y bebieron bajo un solitario árbol deformado por el viento. Después continuaron por turnos, corriendo mientras el sol giraba poco a poco hacia el oeste.
Al atardecer, cuando las primeras estrellas asomaron en el cielo, los dos, exhaustos, se sentaron de nuevo en la colina donde habían comenzado la jornada. Entonces, el preso le preguntó al rumano:
—¿Qué queréis de mi?
—Uh
?
Nu… Nu înt'eleg…
—No me tomes por tonto. Si llevas en este país tanto tiempo como parece, estoy seguro de que me entiendes. Así que respóndeme: ¿qué queréis de mí? Aparezco una noche en vuestra casa y no sospecháis nada, no preguntáis nada, sino todo lo contrario: me ofrecéis cama y comida, y hasta me enseñáis a montar a caballo. Pero al mismo tiempo no paráis de cuchichear y de clavarme los ojos en la nuca. Es… es como si supierais que iba a aparecer. Como si me estuvierais esperando. Pero ¿para qué?
El hombre se llevó la cantimplora a la boca y dio un largo trago. Gotas de agua quedaron suspendidas en su barba.
—¿Vas a contestarme o qué?
Permaneció en silencio largo rato, hasta que, finalmente, en un susurro, dijo:
—Radu.
El caballo relinchó.
—¿Radu? ¿Qué significa?
El hombre abrió su abrigo. En el cuello llevaba colgadas siete cruces. De un bolsillo interior sacó una cartera, y abriéndola se la mostró al preso.
—Radu… Radu…
En la cartera había una fotografía. En ella aparecían el hombre y la mujer junto a un niño. Un bebé. Lo tenían apoyado en sus rodillas y los dos sonreían observándolo. Estaban mucho más jóvenes, como si la fotografía se hubiese tomado hace décadas.
—¿Radu era el nombre tu hijo? —dijo el preso.
El hombre asintió. Tenía las pupilas humedecidas.
Los silencios. Las cruces. La cuna. ¿Todo era por aquel niño?
—¿Cuándo se tomó esta foto?
—Şapte ani
—dijo el hombre, siete años, y le dio la vuelta a la fotografía. En el dorso había escrita una fecha: Veinte de Febrero.
—¿Murió ese día?
El hombre no respondió.
—¿Mañana, es decir, a partir de esta noche, es el aniversario de su muerte?
El hombre siguió sin hablar.
—¿Me comprendes? Esta medianoche será veinte de Febrero. ¿Fue cuando él murió? Cuando la muerte…
—¿Muerte?
—exclamó de pronto el hombre, hablando por primera vez en el idioma del preso—.
¿Qué es muerte?
Y llevándose las manos a la cara comenzó a llorar desconsolado.
El preso no sabía qué hacer. Le dio unas palmadas en la espalda, pero sin comprender lo que le había querido decir; quedando más aturdido aún cuando el llanto desapareció y el hombre comenzó a reír. Una risa estridente que se escuchó por todo el páramo y que le heló la sangre. Luego lo vio levantarse y dirigirse al caballo. Se subió en él y llamó al preso para que hiciera lo mismo. Este, más confundido que nunca, pensó en salir corriendo, pero ante la mirada extraviada del rumano le siguió la corriente.
Regresaron a la casa con la luna ya alta en el horizonte. Allí la mujer les esperaba con la cena preparada: otra vez salchichas. El preso, asqueado, inventó una excusa y fue directo a su habitación. Pasó las siguientes horas envuelto en una rara excitación.
¿Qué es muerte?
le había dicho el rumano, y la frase no paraba de darle vueltas en la cabeza. ¿Había querido asustarlo? Miró bajo el colchón, y ver el cuchillo en el mismo lugar donde lo había dejado lo tranquilizó. Colocó la oreja sobre la puerta e intentó escuchar, pero esta vez no oyó nada.
No fue hasta medianoche cuando sintió que la puerta de entrada se abría y volvía a cerrarse. El hombre y la mujer salían. Miró por la ventana y los vio caminar en dirección al pueblo. Miró la cuna. Pensó en el niño. Veinte de Febrero.
Decidió seguirlos.
Todo transcurrió como si estuviera dentro de una pesadilla. Las siluetas del hombre y la mujer entre las calles del pueblo en ruinas; el preso detrás de ellos, ocultándose en las esquinas para no ser visto; la luna en el cielo observándolos a todos, indiferente.
O, preafericite, sfinte si facatorule de minuni Parinte Stelian, primind aceasta putina rugaciune ce se inalta intru lauda ta, mijloceste la Bunul Dumnezeu pentru noi cei ce te cinstim pe tine,…
El matrimonio rezaba. A medida que cruzaban el pueblo lo hacían con más fuerza.
Al llegar a la entrada, giraron a la derecha y tomaron un sendero. En campo abierto, avanzaron hacia una mancha blancuzca que destacaba a quinientos metros de distancia. Una iglesia. Alrededor de ella pequeñas losas sobresalían del suelo. El preso comprendió enseguida que se trataba de un cementerio. Observó que el marido llevaba una pala cargada al hombro.
…
iertare de pacate sa ne daruiasca, sanatate noua si copiilor nostri, pace lumii si liniste caselor noastre,…
Se detuvieron al lado de una de las lápidas. Con la pala, el hombre apartó la maleza muerta que la cubría.
…
ale celor ce slavim pe Dumnezeu si cantam: Aliluia
!
Dijeron una vez.
Ale celor ce slavim pe Dumnezeu si cantam: Aliluia
!
Repitieron arrodillándose.
Ale celor ce slavim pe Dumnezeu si cantam: Aliluia
!
Gritaron una tercera vez y quedaron en silencio.
Pobres locos, pensó el preso, intentando racionalizar lo que veía. Eran dos padres trastornados por la muerte de un hijo. Dos dementes que solo habían encontrado el consuelo en los rezos y en las cruces.
Vio cómo ambos apoyaban las mejillas en la tierra. La mujer, en un susurró, pronunció el nombre del hijo:
Radu… Radu…
mientras permanecía con la oreja pegada.
Radu…
, siguió diciendo, hasta que su voz quedó cortada de golpe. Empezó a gritarle algo al marido. Los dos se levantaron y el hombre alzó la pala y la clavó en la tierra.
El preso no creía lo que estaba viendo. El hombre había comenzado a excavar. En un estado de delirio y animado por los gritos de la mujer abrió un agujero. Unos minutos después un sonido le indicó que había llegado al féretro. Se arrodillaron de nuevo y comenzaron a limpiarlo con sus manos.
—¡Enfermos! —dijo el preso en voz alta—. ¿Pero qué estáis haciendo?
Corrió hacia el marido y agarrándolo por el hombro lo lanzó hacia atrás, tirándolo al suelo. Iba a hacer lo mismo con la mujer, cuando ella clavó sus ojos en él y le hizo parar en seco. ¿Qué era aquello? La mujer sonreía, pero no como lo haría una lunática, sino como alguien cuerdo, sereno, feliz. El hombre, riendo también, se levantó, y tomando de nuevo la pala la clavó en un costado del ataúd.
El preso se sintió enfermo. No quería ver aquella escena. En un acto instintivo, se llevó el brazo a la nariz para no respirar el olor que saldría al abrir el féretro. La mujer saltaba de alegría a su lado mientras el marido hacía fuerza con la pala. Saltaron los clavos del ataúd. Imaginó unos huesos apareciendo y un hedor impregnando todo el cementerio.
La tapa se abrió. Estaba a punto de desmayarse. Presionó con más fuerza el brazo contra la nariz, pero el olor no fue lo que le hizo sentir el mayor de los terrores. Fue un llanto. Un llanto de bebé que salía del interior del féretro. Conmocionado, sus brazos cayeron a ambos lados del cuerpo y respiró.
El aire no olía a tierra podrida, ni a descomposición, ni a muerte.
Olía a rosas.
El niño
Regresaron los tres a la casa. El hombre entró primero y se dirigió a la chimenea para encenderla; la mujer llegó después, con el niño acurrucado en su hombro. El preso fue el último en entrar, pálido y con la mirada perdida.
La mujer despejó una mesa y colocó en ella al bebé, que seguía llorando. Con cuidado, le desprendió de la mortaja que llevaba puesta. De un armario sacó pañales, juguetes y algo de ropa. Estaba vieja y gastada. Los pañales parecían llevar también bastante tiempo guardados. Le besó las manos y los pies. La temperatura ascendió gracias al fuego y poco a poco el niño se calmó.
El hombre colocó cruces alrededor del pequeño Radu, procurando que ninguna lo tocara.
El preso veía todo como si se tratara de una obra de teatro que se representaba ante sus ojos. Eran solo dos padres cuidando de su hijo, pero con la particularidad de que ese hijo hace unos minutos estaba muerto y enterrado. Confundido, retrocedió unos pasos hasta sentarse en una silla. Allí sintió cómo el agradable olor que desprendía la criatura envolvía toda la casa.
El hombre y la mujer, tras vestir al niño, guardaron la mortaja y rezaron de nuevo. Todo parecía formar parte de un ritual repetido muchas veces. Luego, con las pupilas dilatadas por la oscuridad, miraron al preso.
—¿Quieres tomar?
—chapurreó la mujer mientras cogía al niño.
«¡No!» gritó con fuerza el alma del preso. Pero de su boca no salió más que un torpe balbuceo. La mujer se acercó con el niño. Se lo iba a dar cuando el marido recordó algo. Se llevó la mano al cuello y desabrochó un par de cruces de las que llevaba puestas.
Cuando quiso colgárselas, el preso le agarró con fuerza la mano y le gritó:
—¡No quiero esas cruces! ¡No voy a cogerlo! ¡Jamás voy a tocar a ese… ser!
Haciendo caso omiso, el hombre no cedió hasta colocarle las cruces. Luego la mujer hizo lo mismo y le puso el bebé en los brazos.
La impotencia invadió al preso que, al tocar la piel del niño, sintió la misma sensación que si estuviera sentado en la silla eléctrica. Se resistía a mirarlo. No quería ver su cara. Ni tocar su piel. No quería comprobar que todo aquel mal sueño era una realidad.
Pero la curiosidad acabó por vencerlo.
Lo miró.
Era lo más bello que había visto en mucho tiempo.
No tenía más de cuatro meses. Carita redonda y sonrosada, nariz puntiaguda, pelo castaño y boca de piñón. Se fijó en que si del padre había heredado el sexo y la forma de la cara, todo lo demás era de la madre. El pelo, la nariz, los ojos. Sobre todo los ojos. De ese color avellana con los que le atravesaba y con los que el bebé también le miraba fijamente.
Con una mano rozó su piel. Estaba caliente. Después, con disimulo, le tomó el pulso. Su corazón latía. Sonrió estupefacto. El niño le respondió con otra sonrisa. Entonces el preso abrió la boca y le sacó la lengua; el niño le imitó, babeando sonriente.
—Esto es un acto de Dios —dijo emocionado mirando a los padres—. Una bendición del cielo. Un milagro…
Pero el hombre y la mujer no respondieron.
A la mañana siguiente, apareció muerto el cerdo.
El preso jugaba al aire libre con el niño cuando la mujer entró en el establo seguido del hombre, que portaba una carretilla. El niño jugaba a coger las cruces que llevaba puestas, riendo a carcajadas cada vez que lo conseguía. El vínculo entre ellos se había hecho más fuerte. Por petición de los padres, había dormido en la cuna que se encontraba en su habitación. Maravillado, lo escuchó dormir toda la noche, sintiendo cada movimiento y cada respiración de aquel niño renacido.
Diez minutos después salió del establo el marido empujando la carretilla; dentro iba el cerdo. Sin pronunciar palabra, se dirigió hacia el páramo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó a la esposa—.
La mujer no respondió. Se acercó al niño y lo tomó en brazos. Se sentó en una de las sillas que habían sacado al exterior y se desabrochó uno de los tirantes del vestido. El preso fue testigo de otro milagro: el bebé comenzó a mamar del pecho de la mujer. Era como si el curso de la naturaleza se hubiese interrumpido y ahora volviese a su cauce.
La madre acercó algo al preso.
Una cruz y una estampa.
—No las necesito.
La mujer insistió hasta que las aceptó. Se colocó resignado la cruz y observó la desgastada estampa: San Francisco de Padua tomando en brazos al niño Jesús.
La mujer meció al niño hasta que quedó dormido. Entonces le habló al preso: lo hizo en rumano, ayudándose con gestos y dibujando en el aire figuras y fechas. Todo en un susurro, como si no quisiera que el bebé lo escuchara. El preso comprendió lo que le estaba contando. Era su historia.
Hacía casi ocho años que ella y su marido habían llegado a aquel pueblo, aunque en aquel momento estaba repleto de vida. Habían emigrado de su país en busca de trabajo, y lo encontraron allí, gracias a que buscaban parejas jóvenes que ayudaran a aumentar la población. Solo tres meses después la mujer quedó embarazada, y a comienzos del año siguiente nació Radu. El pueblo entero celebró una fiesta en su honor. Les hicieron regalos y el niño se convirtió en la alegría de sus habitantes. Lo terrible es que esa alegría solo duró cuatro meses.