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Authors: Eugenio Prados

Tags: #Terror, #Relato

La tumba del niño (6 page)

—¿Y tengo que creérmelo? —le preguntó el policía mientras acariciaba la mano del bebé—. Entonces, si has permanecido siempre en el mismo lugar, ¿cómo es posible que el resto de los agentes no te hayan encontrado? Llevan tres días buscándote.

—Lo sé. Pero no los he visto. Lo juro.

El policía negó con la cabeza.

—Mira, no sé qué parte de tu historia es verdad, y cuál no. Solo sé que te he atrapado, que mis compañeros están ahí fuera, y que este niño va a tomar una pulmonía si sigue bajo esta lluvia. Así que vamos a acelerar las cosas. Pon las manos detrás de la espalda.

—¿Qué? ¡No! Espera un momento…

—No te levantes y coloca las manos detrás de la espalda —le ordenó dejando al niño a sus pies y empuñando con las dos manos la pistola.

—¡Espera un minuto!

—No hay nada que esperar. Mi única obligación es llevarte hasta la cárcel, y eso es lo que voy a hacer. El resto se comprobará a su debido tiempo.

—Tienes que creerme. Es mi hijo.

—Te creo, pero eso no te va a librar de la condena. Las manos atrás.

El preso obedeció tembloroso. ¿Por qué no se moría? Tendría que estar ya agonizando. ¿Llevaba alguna cruz encima? No, se había fijado, y no la llevaba. Rezó todo lo que supo para que antes de que le colocara las esposas cayera fulminado.

Rrrrr CLAC. Rrrrr CLAC.

Las esposas se cerraron.

El niño rió con más fuerza.

—¿Por qué no acabas con él? —murmuró desesperado—… ¿Por qué no lo matas?

El agente le obligó a levantarse e hizo que andara hacia el furgón.

—No dejes al bebé en el suelo. Recógelo, por favor.

—No hasta que estés dentro del furgón. Y no estés tan preocupado. Míralo, parece contento.

Radu seguía riendo mientras gotitas de lluvia le mojaban la cara. Al preso le temblaron de pronto las piernas.

—No quiere matarlo… —se dijo—. No va a hacerlo. Por eso se ríe.

—¿Qué murmuras?

—Dejará al policía con vida… y yo acabaré en el cárcel —las fuerzas volvieron a flaquearle y casi cayó al suelo—. Se ha burlado de mí, se ha burlado de todos, se ha burlado…

Con la ayuda del policía subió al furgón.

—Tienes que calmarte. Nosotros cuidaremos de él. ¿Entendido?

Se apoyó en la puerta del vehículo. Entonces, en tono confidente, le dijo:

—Solo una cosa antes de irnos: ¿cómo lograste abrir la puerta? Porque aún no me lo explico.

El preso, paralizado, pálido, cadavérico, y recorrido por el terror más absoluto, balbuceó:

—Simplemente… se abrió.

El policía chasqueó la lengua disgustado.

—Increíble. Al final mis compañeros tenían razón en que no la cerré bien. ¡Seré estúpido!

Y cerró la puerta con un gran estruendo. Se escuchó el cierre de los pestillos de seguridad, y todo quedó a oscuras dentro del furgón.

Capítulo 10

El patíbulo

EL preso fue fusilado dos días más tarde.

La mañana anterior lo visitaron el sacerdote, cuya presencia rechazó nada más ver la biblia y el rosario que portaba, y la de un funcionario, que le comunicó la terrible noticia: su hijo, al que habían acogido desde el momento de su detención, había enfermado de repente y había fallecido hacía solo unas pocas horas. Un enfriamiento, diagnosticó el médico de la prisión, que derivó en un problema respiratorio. El preso, con ojos turbados, solo respondió «gracias» y el funcionario, ante la total calma con la que se lo dijo, pensó que había perdido la cabeza.

Varias cosas desconoció el preso en el tiempo que permaneció en la celda. Nunca supo que se inició una búsqueda para encontrar a los tres agentes de policía destinados a encontrarle y que nunca aparecieron. Patearon el páramo y solo encontraron los restos de un pueblo abandonado. Registraron casa por casa, pero salvo una vivienda a las afueras mejor conservada que las demás, no dieron con ellos, ni con ninguna persona que les proporcionara una pista.

Lo mismo hicieron con el niño: nadie encontró a la supuesta madre, ni se había denunciado una desaparición. Solo el preso clamaba su paternidad, y cuando al amanecer del segundo día, mientras lo llevaban al paredón, preguntó dónde lo enterrarían, le contestaron:

—A su lado. En la misma tumba. La ley es algo confusa en este aspecto, pero dado que usted no tiene familiares que se hagan cargo de su cuerpo, y por consiguiente tampoco de el del niño, se seguirá la tradición de enterrarlo en el cementerio de la prisión. De este modo, usted y su hijo descansarán juntos eternamente.

El preso sonrió de manera boba. Ahora que ya nada importaba, lo comprendía todo. El niño, o la voluntad interior que lo controlaba, se había cansado del hombre y la mujer, de aquella casa y de aquel páramo. Deseaba expandir su territorio. Por eso la puerta abierta del furgón; por eso la llegada justo el día anterior a que resucitara. Él había sido elegido como instrumento para sacarlo de allí. Sus pensamientos, sus acciones, todo había sido previsto hasta este mismo instante, donde su ayuda ya no era necesaria.

Le taparon los ojos con una venda.

—¡Carguen!

Comenzaba la siguiente fase. Dentro de unos segundos, su cuerpo caería abatido. Luego él y el niño serían trasladados al cementerio. Después una solitaria misa a cargo del sacerdote. Palabras inútiles sobre la inmortalidad, ante una aún más inútil cruz; sin saber que la verdadera inmortalidad reside en el interior de un bebé de cuatro meses.

—¡Apunten!

Su cuerpo dentro del atáud y el de Radu sobre su pecho. Luego paladas de tierra, recuerdos durante un par de días, y después el olvido. Nuevos crímenes se cometerán, habrán nuevos fusilamientos, se llenarán más tumbas. Un año más tarde, alguien, un funcionario, mientras hace su ronda de noche por el cementerio de la prisión, escuchará un lamento. Un gemido procedente de una tumba. La inicial incredulidad dará lugar a la sorpresa, la sorpresa al pasmo. En poco tiempo, decenas de personas rodearán el sepulcro. Decidirán abrirlo. Lo harán, y todos quedarán invadidos por un olor celestial que nublará sus mentes.

—¡Fuego!

Mirarán dentro del féretro. Dentro habrá un montón de huesos. Los del preso. Y acurrucado entre ellos un bebé que llorará desconsolado. Será el bebé más bonito que jamás hayan visto. Alguien lo tomará en brazos y lo intentará calmar. Mirará sus ojos color avellana y de la forma más inocente preguntará:

—¿Estará hambriento?

El niño parará de llorar y sonreirá; y sacará su pequeña lengua. Relamiéndose de gusto por el sabor de sus almas.

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