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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La tumba de Huma (11 page)

BOOK: La tumba de Huma
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La riada humana se precipitó sobre Tanis y los compañeros, casi aplastándolos, empujándolos contra los edificios. Sofocados por el humo, con escozor en los ojos y cegados por las lágrimas, lucharon por controlar el temor a los dragones que amenazaba con perturbar su razón.

El fuego era tan intenso, que edificios completos caían derruidos. Tanis se dispuso a ayudar a Gilthanas, que se había desplomado junto a una casa. Sosteniéndolo, el semielfo observó irremisiblemente cómo el resto de sus amigos era arrastrado por la masa de gente.

—¡De vuelta a la posada! —gritó Tanis —. ¡Nos encontraremos en la posada! —Pero le fue imposible saber si había sido oído. Únicamente podía confiar en que todos intentarían dirigirse hacia allí.

Sturm sujetó a Alhana con sus poderosos brazos, medio llevándola, medio arrastrándola por las destruidas calles. Intentó localizar a los demás a través de la lluvia de ceniza, pero fue inútil. Y entonces comenzó la batalla más desesperada que hubiera librado nunca: intentar mantenerse en pie y sostener a Alhana mientras las terribles oleadas de humanidad los arrollaban una y otra vez.

Momentos después Alhana fue arrancada de sus brazos por las aterrorizadas masas de gentes. Sturm se abalanzó hacia la muchedumbre, empujando y abriéndose camino a golpes y a puñetazos hasta que consiguió asir a Alhana por las muñecas. La elfa, temblando horrorizada, se agarró a sus brazos con todas sus fuerzas y el caballero finalmente consiguió tirar de ella. Una inmensa sombra pasó sobre sus cabezas. Un dragón, ululando cruelmente, sé lanzó sobre la calle atestada de hombres, mujeres y niños. Sturm se refugió bajo el marco de la puerta de uno de los edificios, arrastrando a Alhana tras él y protegiéndola con su cuerpo. Resplandeció una inmensa llamarada; los gritos de los agonizantes fueron desgarradores.

—¡No miréis! —le susurró Sturm a Alhana, estrechándola contra sí. El dragón pasó, y, de pronto, las calles estuvieron terriblemente, insoportablemente, quietas. Nada se movía.

—Será mejor que salgamos de aquí mientras podamos —dijo Sturm con voz temblorosa. Apoyándose el uno en el otro, se alejaron del marco de la puerta con los sentidos entumecidos, moviéndose únicamente por instinto. Al fin mareados y aturdidos por el humo y el olor a carne quemada, tuvieron que buscar cobijo bajo otra puerta.

Durante un momento no pudieron hacer otra cosa que sostenerse mutuamente agradecidos por el breve respiro, pero aterrorizados al pensar que unos segundos después deberían retornar a las mortíferas calles.

Alhana posó la cabeza sobre el pecho de Sturm. La antigua y caduca cota de mallas estaba fría en contraste con su piel. La sólida superficie de metal la tranquilizaba, y bajo la misma oía latir el corazón de Sturm, rápido, firme, reconfortante. Los brazos que la sostenían eran fuertes y musculosos. La mano del caballero le acarició los cabellos.

Alhana, casta doncella de una raza rígida y severa, hacía tiempo que sabía cuándo, dónde y con quién iba a casarse. Se trataba de un elfo noble, y un signo de su mutuo acuerdo era que, desde el momento en que se fijó el compromiso, nunca habían tenido contacto físico. El se había quedado con su gente, mientras Alhana volvía en busca de su padre. Las fuertes impresiones que estaba recibiendo la elfa al vivir entre los humanos, la estaban haciendo dudar de su buen juicio. Los odiaba y al mismo tiempo la fascinaban. Eran tan poderosos, tan indómitos y bravíos... Y, precisamente, cuando pensaba que iba a despreciarlos para siempre, uno de ellos comenzaba a atraerle con fuerza insospechada.

Alhana alzó la mirada hacia el afligido rostro de Sturm y vio rasgos que reflejaban orgullo, nobleza, disciplina inflexible y estricta, una constante lucha por la perfección,una perfección imposible de alcanzar—, y además aquella profunda pena en sus ojos. Alhana se sintió atraída hacia ese hombre, hacia ese humano. Rindiéndose ante su fuerza, reconfortada por su presencia, se sintió invadida por una ola de dulzura y calor, y, de pronto, se dio cuenta de que ese fuego era más peligroso que el de mil dragones.

—Será mejor que nos vayamos —susurró Sturm delicadamente, pero ante su asombro Alhana se separó de él con brusquedad.

—Nos separaremos aquí —dijo la elfa en un tono de voz tan frío como el viento nocturno—. Debo regresar a mi alojamiento. Gracias por escoltarme.

—¿Qué? ¿Iros sola? Eso es una locura —declaró el caballero asiéndola firmemente del brazo—. No puedo permitir... notó que la elfa se ponía tensa y se dio cuenta de que acababa de cometer una equivocación. Alhana no se movió, contemplando imperiosamente a Sturm hasta que éste la soltó.

—Yo también tengo amigos, como tú. Tú debes lealtad a los tuyos, y yo a los míos. Debemos tomar diferentes caminos —la voz le falló al ver una expresión de inmensa tristeza en los ojos del caballero. La elfa no pudo sostener esa mirada y por un instante se preguntó si tendría fuerzas para continuar. Pero entonces pensó en su gente; ellos la necesitaban—. Te doy las gracias por tu ayuda y tu amabilidad, pero ahora que las calles están desiertas debo irme.

Sturm, dolido y asombrado, se la quedó mirando. Un segundo después, los rasgos de su rostro se endurecieron.

—Me sentía feliz de poder ayudaros, Princesa Alhana. Aún estáis en peligro. Permitidme que os acompañe a vuestro alojamiento y después ya no os molestare más.

—Eso es imposible. El lugar no queda lejos y mis amigos me esperan. Sabemos una manera de salir de la ciudad. Disculpa que no te lleve conmigo, pero nunca he tenido plena confianza en los humanos.

Los ojos marrones de Sturm relampaguearon. Alhana, que se hallaba muy cerca de él, sintió su cuerpo temblar y, una vez más, tuvo miedo de perder su firmeza y decisión.

—Sé dónde os alojáis —le dijo tragando saliva—. En la posada «El Dragón Rojo». Tal vez... si encuentro a mis amigos... podríamos ofreceros ayuda...

—No os preocupéis, y no me deis las gracias. Sólo he hecho lo que mi Código exige. Adiós —dijo Sturm comenzando a alejarse.

Un instante después se volvió y sacando la reluciente aguja de diamante de su cinturón, la puso en la mano de Alhana.

—Tened —susurró mirando los oscuros ojos de la elfa y percibiendo, de pronto, la tristeza que ella trataba de ocultar. Su voz se suavizó, a pesar de que le resultaba difícil comprender—. Me complace que me confiarais esta joya, aunque fuese por tan poco tiempo.

La doncella elfa contempló la joya durante un instante y comenzó a temblar. Alzó la mirada hacia los ojos de Sturm y no vio en ellos desprecio, como esperaba, sino compasión. Se maravilló una vez más de los humanos. Alhana bajó la cabeza, incapaz de sostener aquella mirada, y tomó las manos del caballero, depositando en ellas la joya.

—Guarda esto —dijo en voz baja—. Cuando la mires piensa en Alhana Starbreeze y sabrás que, en algún lugar ella estará pensando en ti.

Sturm bajó la mirada, incapaz de pronunciar palabra. Después, besando la gema, volvió a ponerla delicadamente en su cinturón y extendió las manos. Pero Alhana retrocedió hacia el umbral de la puerta desviando la mirada.

—Vete, por favor —le dijo. Sturm permaneció inmóvil durante un segundo, dudoso, pero no podía por su honor negarse a obedecer la petición. El caballero se volvió y comenzó a caminar de nuevo por aquella ciudad de pesadilla.

Alhana lo contempló durante unos segundos desde la puerta, mientras sentía que una dura concha protectora la iba envolviendo.

—Perdóname, Sturm —susurró para sí. Luego, reflexionó un instante—. No, no me perdones. Dame las gracias.

Cerrando los ojos, conjuró una imagen en su mente y envió un mensaje a las afueras de la ciudad, donde sus amigos la esperaban para sacarla de este mundo de humanos. Tras recibir respuesta telepática, Alhana suspiró y comenzó ansiosamente a escudriñar con su mirada los cielos impregnados de humo, esperando...

—Ah... —dijo Raistlin serenamente cuando el primer sonido de cuernos interrumpió la quietud de la tarde—. Os lo dije.

Riverwind le lanzó al mago una irritada mirada e intentó pensar qué podían hacer. Tanis le había dicho que protegiera al grupo de los soldados de la ciudad, y eso era relativamente fácil. ¡Pero protegerlos de ejércitos de draconianos y de dragones! Los oscuros ojos de Riverwind recorrieron el grupo con la mirada. Tika se puso en pie, llevándose la mano a la espada. La muchacha era valiente y serena, pero tenía poca experiencia.

—¿Qué es eso? —preguntó Elistan desconcertado.

—El Señor del Dragón atacando la ciudad —respondió secamente Riverwind, haciendo un esfuerzo por reflexionar.

Oyó un repiqueteo de metal. Caramon se estaba poniendo en pie, el enorme guerrero parecía tranquilo e imperturbable. Daba gracias por ello. A pesar de que Riverwind detestaba a Raistlin, debía admitir que el mago y su hermano guerrero combinaban acero y magia con gran efectividad. También Laurana parecía calmada y firme, pero no dejaba de ser una elfa, y Riverwind aún no había aprendido a confiar realmente en los elfos.

«Salid de la ciudad si no regresamos», le había dicho Tanis, ¡pero Tanis no había podido prever esto! Si conseguían salir de la ciudad deberían enfrentarse al Señor del Dragón en las llanuras. Ahora Riverwind supo perfectamente quién había estado siguiéndolos cuando viajaban hacia ese condenado lugar. Maldijo para si en su propio idioma y —en el mismo momento en que los primeros dragones sobrevolaron la ciudad—, sintió que Goldmoon lo rodeaba con sus brazos. Al bajar la mirada la vio sonreír —la sonrisa de la hija de Chieftainy vio fe en sus ojos. Fe en los dioses y fe en él. Pasado aquel primer instante de pánico, se relajó.

Una ola de pavor sacudió el edificio. Se oyeron gritos en las calles, y los rugientes chasquidos del fuego.

—Debemos salir de este piso, volvamos abajo —dijo Riverwind—. Caramon, trae la espada del caballero y el resto de las armas. Si Tanis y los otros aún están... —se detuvo. Había estado apunto de decir «aún están vivos», pero vio la expresión de Laurana—. Si Tanis y los otros escapan, regresarán aquí. Los esperaremos.

—Excelente decisión! —siseó el mago en tono irónico—.¡Especialmente ahora que no tenemos ningún lugar adonde ir!

Riverwind no le hizo caso.

—Elistan, lleva a los otros abajo. Caramon y Raistlin quedaos un momento conmigo. —Cuando salieron, el bárbaro se dirigió a los gemelos—. Creo que lo mejor que podemos hacer es quedarnos dentro de la posada y protegerla con una barricada. Salir a la calle sería absurdo.

—¿Cuánto tiempo crees que podremos aguantar? —le preguntó Caramon.

—Horas, tal vez —dijo escuetamente.

Los gemelos lo miraron, recordando ambos aquellos torturados cuerpos que habían visto en el pueblo de Que-shu, o lo que habían oído acerca de la destrucción de Solace.

—No podremos sobrevivir —susurró Raistlin.

—Resistiremos todo lo que podamos —afirmó Riverwind con voz algo temblorosa—, pero cuando veamos que no podemos aguantarlo más... —se detuvo, incapaz de continuar, pasando la mano sobre el cuchillo, pensando en lo que debería hacer llegado el momento.

—Eso no nos hará falta —murmuró Raistlin—. Tengo unas hierbas. Una poca cantidad en un vaso de vino basta. Son muy rápidas y no causan dolor.

—¿Estás seguro? —preguntó Riverwind.

—Confía en mí. Soy un experto en ese arte. El arte de la aplicación de las hierbas—añadió suavemente viendo al bárbaro estremecerse.

—Si estoy vivo, se las daré a ella y ...luego... me las beberé yo. Si no...

—Comprendo. Puedes confiar en mí —repitió el mago.

—¿Y qué ocurrirá con Laurana? —dijo Caramon—. Ya conocéis a los elfos. Ella no...

—Dejádmelo a mí —volvió a decir el mago.

El bárbaro contempló al hechicero sintiendo que le invadía el terror. Raistlin estaba ante él con el semblante sereno, con los brazos cruzados bajo las mangas de su túnica, con la capucha puesta. Riverwind bajó la mirada a su daga, considerando la alternativa. No, no podía hacerlo. No de esa forma.

—Muy bien —dijo. Se dispuso a marchar, pero vaciló, temiendo bajar y enfrentarse con el resto. Abajo en la calle, los gritos y alaridos eran cada vez más fuertes. Riverwind se volvió bruscamente y dejó a los hermanos solos.

—Yo moriré luchando —le dijo Caramon a Raistlin, esforzándose en hablar en tono indiferente. No obstante, tras las primeras palabras la voz del guerrero flaqueó—. Raistlin, prométeme que te tomarás esa pócima si a mí... si me ocurriera algo...

—No habrá necesidad —le respondió Raistlin—. No tengo el suficiente poder para sobrevivir a una batalla de esta magnitud. Moriré con mi magia.

Tanis y Gilthanas luchaban por abrirse camino entre las masas. El semielfo, más fuerte, sostenía al elfo mientras empujaban y arañaban, serpenteando entre aquella muchedumbre aterrorizada. De tanto en tanto buscaban refugio para protegerse de los dragones. Gilthanas se golpeó la rodilla, cayendo junto al umbral de una puerta. Apoyándose en el hombro de Tanis, se vio obligado a proseguir dolorosamente, renqueando.

Cuando el semielfo vio la posada murmuró una oración de gracias, oración que se tomó en maldición al descubrir cerca del edificio las negras siluetas de unos draconianos. Rápidamente empujó a Gilthanas —quien seguía tambaleándose ciegamente, exhausto de dolor—, hacia una puerta cercana.

—¡Gilthanas! —gritó Tanis —. ¡La posada! ¡Están atacando la posada!

Gilthanas alzó una mirada vidriosa, mirando sin comprender. Un segundo después pareció entenderlo, suspiró y sacudió la cabeza.

—Laurana —musitó y se abalanzó hacia adelante, cojeando y tambaleándose—. Hemos de llegar a ellos... —dijo cayendo en los brazos de Tanis.

—Quédate aquí —le ordenó el semielfo ayudándolo a recostarse—. No puedes moverte.—Intentaré llegar hasta allá. Rodearé el edificio y entraré por la parte trasera.

Tanis salió corriendo, entrando y saliendo como una flecha de los portales a los que se acercaba para resguardarse. Se hallaba en un edificio cercano a la posada cuando oyó un sonido áspero. Al volverse a mirar, vio a Flint gesticulando agitadamente. Tanis cruzó la calle.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Por qué no estás con los demás...? ¡Oh, no...!

El enano, con el rostro tiznado de ceniza y gayado por las lágrimas, estaba arrodillado junto a Tasslehoff. El kender se hallaba inmovilizado por una viga que había caído a la calle. El rostro de Tas, que parecía el rostro de un niño sabio, estaba ceniciento, su piel viscosa.

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