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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (11 page)

Sin saber qué responder, Eduardo miró a su padre; al no encontrar la ayuda que esperaba, azorado, se limitó a asentir:

—Así lo haré, lord Uhtred. Id con Dios.

Dios bien podría venir conmigo, pero Etelredo seguro que no. Había optado por unirse a las tropas sajonas que partirían en pos de los daneses, y formar parte así del martillo que aplastaría a los hombres de Harald contra el yunque de sus guerreros de Mercia. Por un momento me temí lo peor y que se decidiese a venir conmigo, pero Etelredo se decantó finalmente por lo más sensato, es decir, permanecer al lado de su suegro, de forma que, si Aldelmo optaba por la retirada, nadie podría señalarle con el dedo. Aunque sospechaba que había otra razón: cuando Alfredo falleciera, Eduardo sería designado rey, a no ser que el consejo real, el
witan,
se inclinase por un hombre de mayor edad y experiencia; Etelredo sólo pensaba en el renombre que podría alcanzar si, en esa ocasión, luchaba del lado de los sajones.

Me puse el yelmo con la cabeza de lobo en la cimera y, con el codo, indiqué a
Smoka
que avanzase hasta Steapa, quien, con aspecto feroz bajo la cota de malla y armado hasta los dientes, esperaba a la puerta de una herrería de la que salía una buena humareda. Me acerqué a él y le di una palmada en el yelmo.

—¿Sabéis qué es lo que tenéis que hacer? —le pregunté.

—Decídmelo una vez más —rezongó malhumorado—, y os arranco el hígado y lo aso a fuego lento.

—Nos veremos esta noche —le dije con una sonrisa.

Aunque pretendía que todo el mundo retuviese la impresión de que sería Eduardo quien se pondría al frente de los sajones, con Etelredo como consejero, lo cierto es que sólo confiaba en Steapa para que todo saliera como había planeado. Quería que fuese Steapa quien decidiera en qué momento los setecientos soldados habrían de salir de Æscengum para ir en pos de los daneses. Si abandonaban la fortaleza demasiado pronto, Harald podría dar media vuelta y hacer una escabechina; si salían demasiado tarde, los setecientos hombres que se disponían a seguir mis pasos perecerían sin duda en Fearnhamme.

—Alcanzaremos una victoria que pasará a los anales —le dije a Steapa.

—Si Dios quiere, mi señor —contestó.

—Si vos y yo lo queremos —respondí despreocupado.

Me incliné y, de manos de un sirviente, recogí mi macizo escudo de madera de tilo y me lo eché a la espalda; luego espoleé a
Smoka
y me dirigí a la puerta norte, donde se encontraba el pintoresco carromato de Alfredo con un tiro de seis caballos. Habíamos enganchado caballos al pesado carruaje porque eran más veloces. Con cara de malas pulgas, Osferth, ataviado con una capa de color azul chillón y una diadema de bronce en la cabeza, era el único ocupante de la carreta. Los daneses no estaban al tanto de que Alfredo procuraba evitar en lo posible los símbolos propios de la realeza, y pensaban que, por fuerza, un rey había de llevar corona. De ahí que le hubiera rogado al joven que se ciñese aquella fruslería reluciente; del mismo modo, había convencido al abad Oslac para que me prestase dos de los relicarios menos valiosos del monasterio. Uno de ellos era una caja de plata repujada con imágenes de santos y muescas de azabache y ámbar incrustadas, que había albergado unos huesos de los dedos del pie de san Cedda, sustituidos para la ocasión por unos cuantos guijarros que dejarían atónitos a los daneses si, como esperaba, se apoderaban del carromato. El segundo relicario, también de plata, contenía una pluma de paloma, porque todo el mundo sabía que Alfredo no iba a ninguna parte sin aquella pluma de la paloma que Noé había soltado en el arca. Además de los relicarios, cargamos en la carreta un cofre zunchado con hierro, medio lleno de plata que, seguramente, no volveríamos a ver, pero que, tal como yo lo imaginaba, nos reportaría pingües beneficios. Con una cota de malla bajo el hábito talar, el abad Oslac había insistido en unirse a los doscientos hombres que vendrían conmigo; al costado izquierdo llevaba además un escudo y, atada a su vigorosa espalda, un hacha de tamaño descomunal.

—Parece que habéis hecho un buen uso de ella —le comenté al darle la bienvenida, tras reparar en la ancha hoja mellada.

—Ha enviado a unos cuantos paganos al infierno, lord Uhtred —repuso muy satisfecho.

Sonreí y piqué espuelas hasta la puerta de la ciudadela, donde el padre Beocca, mi viejo y recto amigo, aguardaba para darnos la bendición.

—Que Dios vaya con vos —me dijo, cuando me llegué a él. Era cojo, bizco, peinaba canas y caminaba con bastón, y también uno de los mejores hombres que había conocido en mi vida, aunque tenazmente opuesto a casi todas mis ocurrencias.

—Rezad por mí, padre —le supliqué.

—Siempre lo hago —repuso.

—¡Y no permitáis que Eduardo abandone la ciudadela con los suyos demasiado pronto! ¡Fiaos de Steapa! Puede parecer tan lerdo como una chirivía, pero de pelear sabe, y mucho.

—Rezaré para que Dios los ilumine —respondió mi viejo amigo, al tiempo que alzaba su bondadosa mano para estrechar la mía, ya enfundada en el guantelete—. ¿Qué tal Gisela?

—Quizá ya haya sido madre de nuevo. ¿Cómo está Thyra?

El rostro se le encendió como la yesca al contacto con el fuego. Aquel hombre feo y lisiado, del que hasta los niños se mofaban por la calle, se había casado con una danesa de increíble belleza.

—¡Dios vela por ella! —exclamó—. ¡Es una perla de gran valor!

—Lo mismo que vos, padre —repliqué, al tiempo que, para su desesperación, le revolvía los cabellos canos.

Finan se situó a mi lado.

—Todo en orden, mi señor.

—¡Abrid las puertas! —grité.

El carromato fue el primero en cruzar el portalón. Sus santurrones estandartes se balancearon de un modo alarmante hasta acomodarse a las roderas del camino; tras el armatoste, mis doscientos hombres con sus relucientes cotas de malla. Todos en dirección oeste. Mientras el sol brillaba sobre la regia carreta, las banderas al viento y el bramido de las trompas anunciaron nuestra salida. Éramos el señuelo, y los daneses nos habían visto. Daba comienzo la cacería.

* * *

A la cabeza del cortejo, el carruaje se desplazaba con lentitud por una vereda que iba a dar al camino que llevaba a Wintanceaster. Un danés avispado se habría preguntado la razón de que, si lo que pretendíamos era emprender la retirada hacia esa plaza, hubiéramos utilizado la puerta norte de Æscengum, en lugar de la occidental, que desembocaba directamente en el camino que allí llevaba, pero, en mi opinión, Harald no se detendría en tales menudencias. Sólo pensaría en que el rey de Wessex dejaba el fortín y ponía tierra por medio, dejando la ciudadela en manos de la guarnición que la defendía. Los hombres del
fyrd
no eran guerreros adiestrados, sino campesinos, peones, carpinteros o albañiles. Harald, sin duda, acariciaría la idea de atacar aquellos muros, pero no pensaba que fuera a ceder a semejante tentación teniendo a su alcance una pieza mucho más importante y, en apariencia, vulnerable, como lo era el propio Alfredo. Los ojeadores daneses ya le habrían advertido de que el rey de Wessex iba campo a través en un lento carromato, escoltado por un destacamento de poco más de cien jinetes, y seguro que ordenaría a sus tropas que fuesen a por él.

Finan estaba al frente de los hombres que marchaban en retaguardia, con la misión de avisarme cuando nuestros perseguidores estuvieran a punto de darnos alcance. Yo no me apartaba de la carreta. Cuando llegamos al camino de Wintanceaster, una media milla al oeste de Æscengum, un agraciado jinete se puso a mi altura. Era Etelfleda, embutida en una larga cota de malla que parecía hecha de eslabones de plata cosidos a una túnica de piel de ciervo, tan ceñida y pegada a su cuerpo menudo que me imaginé que la llevaba abrochada a la espalda con presillas y corchetes, porque nadie sería capaz de embutir la cabeza y los hombros en una cota de malla tan ajustada. Se cubría, además, con una capa blanca de rayas rojas; al costado, una espada reposaba en una vaina blanca. Del pomo de su silla de montar colgaba un viejo yelmo abollado con su visera y todo que, seguramente, se habría calado para cubrirse la cara antes de abandonar la fortaleza. También había tomado la precaución de cubrir sus llamativas capa y armadura bajo un raído manto negro, que arrojó a la cuneta en el momento en que se situó a mi lado. Me dedicó una sonrisa tan radiante de felicidad como la que mostrase tiempo atrás, antes de contraer matrimonio. Con un movimiento de cabeza me indicó la vacilante carreta.

—¿Mi hermanastro?

—Sí. Ya lo habéis visto otras veces.

—No tantas. ¡Cómo se parece a su padre!

—Así es; no como vos, gracias al cielo —repliqué, y se echó a reír—. ¿De dónde habéis sacado esa cota de malla? —me interesé.

—A Etelredo le gusta que me la ponga —repuso—. La encargó en Frankia para mí.

—¿Eslabones de plata? —pregunté con gesto de sorpresa—. Podría atravesarlos con un palo.

—No creo que mi esposo la adquiriese para ver cómo peleo, sino para que la luciera en su presencia —respondió en tono cortante.

Natural, pensé. Etelfleda se había convertido en una preciosa mujer, al menos cuando la sombra de la desdicha no empañaba su belleza. Era una muchacha de tez y ojos claros, labios sensuales y rubios cabellos. Tan inteligente como su padre y, desde luego, mucho más que su marido, con quien se había unido en matrimonio por una sola razón: unir las tierras de Mercia y el Wessex de Alfredo. En ese sentido, que no en otros, el matrimonio había sido un éxito.

—Contadme cosas de Aldelmo —le rogué.

—Ya estáis al tanto de todo lo que hay que saber sobre él —me replicó.

—Sé que no le caigo bien —dije, sin darle importancia.

—¿Acaso hay alguien que os aprecie? —me preguntó, con una sonrisa. Al darse cuenta de que se acercaba demasiado al renqueante carromato, obligó al caballo a ir más despacio. Llevaba unos finos guantes de cabritilla, sobre los que relucían seis magníficos anillos de oro y piedras preciosas—. Aldelmo —continuó en voz baja— es el consejero de mi marido, y le ha llevado al convencimiento de dos cosas. La primera, que Mercia necesita un rey.

—Vuestro padre no lo permitirá —repuse. En lo que a la autoridad regia se refería, Alfredo prefería que Mercia no apartase los ojos de Wessex.

—Pero mi padre no vivirá para siempre —añadió—, y Aldelmo le ha convencido también de que un rey necesita un heredero —al ver la cara que puse, se echó a reír—. ¡No estoy hablando de mí! ¡Con Elfwynn ya tuve bastante! —afirmó estremecida—. Es el peor dolor que he pasado en mi vida. Por si fuera poco, mi querido esposo se siente molesto con Wessex. Le incomoda depender de Wessex, detesta la mano que le da de comer. No, a él lo que le gustaría es tener un heredero con alguna bonita muchacha de Mercia.

—No estaréis diciéndome…

—No, jamás se le ocurriría quitarme la vida —afirmó en tono jovial—, pero estaría encantado si pudiera divorciarse de mí.

—¡Vuestro padre jamás lo consentiría!

—Si fuera sorprendida en adulterio, se avendría a otorgar su consentimiento —dijo, no sin cierto desaliento. Me la quedé mirando, sin dar crédito a lo que acababa de oír; al ver la cara de incredulidad que ponía, me dirigió una sonrisa cargada de intención—. Bueno, fuisteis vos quien me pidió que os contase cosas de Aldelmo…

—De modo que Etelredo desea que vos…

—Así es; de ese modo, tendría las manos libres para encerrarme en un monasterio y olvidarse incluso de que existo.

—¿Y Aldelmo alienta semejante atropello?

—Por supuesto; claro que sí —repuso con una sonrisa, como si mi pregunta estuviera fuera de lugar—. Por fortuna, cuento con vasallos sajones que están de mi parte, pero ¿qué pasará cuando mi padre muera? —dejó caer, encogiéndose de hombros.

—¿Se lo habéis contado a vuestro padre?

—Se lo he comentado, pero no creo que esté dispuesto a admitirlo. Como sabéis, todo lo fía a la fe y la oración. Me envió un pasador para el pelo que había pertenecido a santa Milburga, convencido de que eso me daría fuerzas para seguir adelante.

—¿Por qué no os cree?

—Cree que no son sino zozobras que me invento. Por otra parte, piensa que Etelredo es muy leal a su persona. Y mi madre, ni que decir tiene, adora a mi marido.

—Me lo imagino —comenté con tristeza. La esposa de Alfredo, Ælswith, natural de Mercia como Etelredo, era una criatura amargada—. Podríais recurrir al veneno —le propuse—; conozco a una mujer en Lundene que prepara unas pócimas letales.

—¡Uhtred! —me reprendió, pero antes de que llegase a decir algo más, uno de los hombres de Finan se llegó al galope hasta nosotros desde la retaguardia, levantando terrones de los campos que se extendían junto al camino.

—¡Mi señor! —gritó—. ¡Tenemos que darnos prisa!

—¡Osferth! —llamé a voces. Encantado, nuestro supuesto rey saltó del carromato de su padre y, de un brinco, se encaramó a la silla de un caballo. Arrojó la diadema de bronce a la carreta y se puso un yelmo.

—¡Deshaceos del carromato! —le grité al cochero—. ¡Arrojadlo a la cuneta!

Se las compuso para empotrar dos de las ruedas en la cuneta, y allí dejamos el pesado vehículo, volcado, con los espantados caballos enganchados al tiro. Finan y los hombres de la retaguardia venían a toda velocidad por el camino; picamos espuelas por delante de ellos y nos internamos en un terreno arbolado donde aguardamos hasta que se unieron a nosotros. Cuando llegaron a nuestro lado, atisbamos a los primeros daneses. Aunque se acercaban a galope tendido, supuse que la carreta abandonada y las bagatelas que habíamos dejado en su interior los entretendrían un rato. En efecto, los primeros en llegar se detuvieron junto al carromato, mientras nosotros nos poníamos fuera de su alcance.

—Esto empieza a parecer una carrera de caballos —me comentó Finan.

—Los nuestros son más veloces —le contesté, lo que probablemente era cierto, porque los daneses iban a lomos de cabalgaduras de toda condición, fruto de la rapiña, mientras que nosotros montábamos algunos de los mejores caballos de Wessex. Eché un último vistazo a nuestros enemigos, que, pie a tierra, inspeccionaban el carruaje; luego nos adentramos entre los árboles—. ¿Cuántos son? —le pregunté a voces a Finan.

—Cientos —me respondió, con una feroz sonrisa.

Me imaginé, pues, que en la cacería participaban todos los hombres en condiciones de cabalgar de que Harald disponía. El danés debía de estar gozando ya las mieles del triunfo. Una vez que sus hombres habían saqueado Wessex oriental, había conseguido que el ejército de Alfredo huyera en desbandada de Æscengum, lo que le abría las puertas para campar a sus anchas por el centro del reino. Antes de entregarse a tales placeres, sin embargo, su intención no era otra que capturar a Alfredo en persona, de ahí la saña con que nos perseguían y, sin pararse a pensar en lo indisciplinadas que eran sus huestes, creía que la fortuna le sonreía. Para aquella encarnizada cacería, Harald había dado rienda suelta a sus hombres con tal de que el rey de Wessex cayera en sus manos.

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