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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (6 page)

—Harald el Pelirrojo es una repugnante rata de mierda —grité. Me volví en la silla, y le hice un gesto a Osferth, que bajó por la pendiente con el único de los daneses que habíamos dejado con vida, un hombre joven, que no apartaba de mí sus aterrorizados ojos, de un azul desvaído—. Aquí tienes a tu cabecilla —le dije—; mírala.

Apenas se atrevió a contemplar la desnudez de Skade. Le dirigió una rápida ojeada y, al instante, volvió a mirarme.

—Ve —le dije—, y cuéntale a Harald el Pelirrojo que Uhtred de Bebbanburg tiene a su puta. Dile que está desnuda y que pienso pasármelo en grande con ella. Ve, y díselo. ¡Lárgate!

El hombre echó a correr ladera abajo. Los daneses del valle no tenían intención de atacarnos. Casi iguales en número, nosotros ocupábamos la posición más elevada, y todo el mundo sabe de lo reacios que son a sufrir bajas entre los suyos. Se nos quedaron mirando y, si bien uno o dos se acercaron lo bastante como para cerciorarse de que, en efecto, se trataba de Skade, ninguno movió un dedo por librarla de aquella situación.

Había llevado conmigo el corpiño, los calzones y las botas de Skade. Los arrojé a sus pies, me incliné y le retiré el cordel que llevaba al cuello.

—Vestíos —le dije.

Reparé en que estaba pensando en escapar, en echar a correr ladera abajo con la esperanza de que se hiciera cargo de ella alguno de aquellos jinetes mirones antes de que yo la atrapase; bastó una palmada en el flanco de
Smoka,
y mi caballo se interpuso en su camino.

—Antes de que llegarais a ellos, esta espada os abriría el cráneo en dos —le advertí.

—Y vos moriréis sin llevar una espada en la mano —replicó mientras se agachaba para recoger sus cosas.

Acaricié el talismán que llevaba al cuello.

—Alfredo —le contesté— tiene por costumbre ahorcar a los paganos que caen en sus manos. Más os valdría seguir con vida hasta que nos veamos con él.

—Que mi maldición caiga sobre vos y aquellos a quienes amáis —repuso.

—Más os valdría no abusar de mi paciencia hasta entonces —respondí—; de lo contrario, os dejaré en manos de mis hombres antes de que Alfredo se decida a ahorcaros.

—Os maldigo, que la muerte se abata sobre vos y los vuestros —tronó con voz casi exultante.

—Si vuelve a abrir la boca, sacúdela —le dije a Osferth.

Así, pusimos rumbo al oeste, al encuentro con Alfredo.

C
APÍTULO
III

Lo primero que me llamó la atención fue la carreta.

Era enorme, tan grande como para acarrear la cosecha de doce tierras de labranza, pero aquel carretón jamás cargaría con algo tan terrenal como gavillas de trigo: rodaba sobre dos sólidos ejes y cuatro ruedas macizas, con los bordes herrados y una cruz verde pintada sobre fondo blanco; unos tableros con imágenes de santos y leyendas en latín grabadas en el extremo superior recubrían los costados del carromato. Nunca se me ocurrió preguntar qué decían: ni me interesaba ni falta que me hacía saberlo. Seguro que eran jaculatorias cristianas, y ya se sabe, escuchada una, se han oído todas. El interior de la carreta estaba revestido de sacos de lana, supongo que para aliviar el traqueteo del vehículo a sus ocupantes; contra el pescante, el alto respaldo de un sitial bien mullido. Cuatro postes labrados como columnas salomónicas sujetaban una lona de rayas, que a modo de palio, se alzaba sobre tan llamativo armatoste. En lo alto de una de las pilastras, una cruz de madera, como las que presiden el hastial de las iglesias. En las tres restantes, enseñas de santos al viento.

—¿Qué es eso, una iglesia rodante? —pregunté de mal talante.

—Ya no puede montar a caballo —me respondió Steapa, abatido.

Era el jefe de la guardia real. Un hombre de envergadura fuera de lo común, de los pocos que podían presumir de ser más altos que yo; incansable a la hora de pelear y leal al rey Alfredo por encima de todo. Aunque en cierta ocasión hube de vérmelas con él, Steapa y yo éramos amigos. Lo cierto es que, para mí, aquella pelea fue como tratar de hacer frente a una montaña, pero los dos salimos con bien del trance y, desde entonces, al lado de ningún otro me hubiera sentido más tranquilo en un muro de escudos.

—¿Ya no puede cabalgar? —le pregunté.

—Muy de vez en cuando —me contestó Steapa—; para él, es un verdadero suplicio. Apenas puede caminar.

—¿Cuántos bueyes hacen falta para mover ese armatoste? —volví a preguntar, señalando el carretón.

—Seis. No le gusta, pero no le queda otra.

Estábamos en Æscengum, un fortín erigido para defender Wintanceaster de las hordas que pudieran llegar del este. Era una ciudadela pequeña —nada que ver con Wintanceaster o Lundene—, que se alzaba sobre uno de los vados del río Wey, aunque no se me alcanzaba la razón de proteger aquel paso, ya que el río podía cruzarse con facilidad tanto por el norte como por el sur. En aquel lugar no había nada que mereciera la pena, razón por la que yo me había opuesto a la fortificación. Sin embargo, Alfredo había insistido en amurallarlo porque, al parecer, unos años antes un místico cristiano medio chalado había devuelto la virginidad a una joven violada en aquellos parajes, razón más que sobrada para elevarlo a la categoría de lugar sagrado, y había ordenado que se levantara un monasterio. Steapa me dijo que el rey nos esperaba en la iglesia del convento.

—Hablan y hablan —me comentó descorazonado—, pero ninguno sabe cómo salir de este atolladero.

—Pensé que estabais a la espera de que Harald se decidiese a atacaros aquí.

—Ya les he explicado que no lo haría —me contó Steapa—; pero ¿qué podemos hacer en ese caso?

—Pues salgamos a su encuentro y acabemos con esa mierda de Harald —repuse, sin dejar de mirar al este, donde nuevas columnas de humo revelaban que los hombres del danés se dedicaban a arrasar más aldeas.

—¿Quién es ésa? —me preguntó.

—La puta de Harald —contesté, en voz lo bastante alta como para que Skade me oyera, aunque mis palabras no lograron alterar la expresión arrogante de su rostro—. Torturó a un hombre llamado Edwulf —añadí— para que le revelase dónde había escondido el oro.

—Lo conozco —comentó Steapa—. Un hombre que nada en la abundancia.

—Nadaba, querréis decir, porque ha muerto —había fallecido antes de que hubiésemos abandonado su hacienda.

Steapa tendió la mano para hacerse cargo de mis espadas. En aquellos días, el monasterio era el lugar de residencia de Alfredo y nadie, aparte del rey, sus parientes y sus guardias, podían llevar armas en su presencia. Le hice, pues, entrega de
Hálito-de-serpiente
y de
Aguijón-de-avispa,
y hundí las manos en un cuenco de agua que me presentó un criado.

—Bienvenido a la residencia del rey, mi señor —dijo ceremonioso el sirviente, sin dejar de observar cómo estrechaba la cuerda alrededor del cuello de la joven, que me escupió en la cara, gesto al que respondí con una sonrisa.

—Vamos a ver al rey, Skade; escupidle, y os ahorcará.

—Y yo os maldeciré a los dos —replicó.

Aparte de nosotros tres, sólo Finan entró en el monasterio. El resto de mis hombres abandonaron el recinto por la puerta occidental y llevaron los caballos a abrevar a un arroyo.

Steapa nos condujo hasta la iglesia del convento, un precioso edificio de piedra con vigas de roble macizas al aire en el techo. La luz que entraba por los altos ventanales incidía en las pieles pintadas que adornaban la capilla; la pintura que presidía el altar mayor representaba a una joven ataviada con una túnica blanca a quien un hombre barbudo con una aureola alrededor de la cabeza ayudaba a ponerse en pie. La cara mofletuda y sonrosada de la muchacha era el vivo reflejo de la más genuina de las sorpresas. Supuse que era la chica que había recuperado la virginidad, aunque el rostro del hombre daba a entender que no tardaría mucho en necesitar que se obrase de nuevo el milagro. A sus pies, acomodado en un sitial delante del altar de plata, estaba Alfredo.

Cuando entramos en la iglesia, unos cuantos hombres hablaban en voz alta. Al verme, guardaron silencio. A la izquierda de Alfredo, una bandada de curas emitía los consabidos graznidos; entre ellos, mi buen amigo el padre Beocca, y mi no menos acérrimo enemigo, el obispo Asser, un galés que había adquirido el rango de consejero áulico del rey. Sentados en los bancos de la nave de la iglesia, media docena de señores en representación de los condados que habían reclutado hombres para las tropas que habían de hacer frente a la invasión de Harald. A la izquierda del rey, en un asiento sólo un poco más bajo, su yerno y también primo mío, Etelredo; tras él, su esposa Etelfleda, hija de Alfredo.

Aunque las regiones del norte y el este estaban en poder de los daneses, Etelredo era el señor de Mercia, un territorio que se extendía al norte de Wessex, una región que carecía de rey, donde mi primo, en realidad vasallo de Alfredo, recibía el trato de señor por parte de los sajones que allí vivían. Aunque nunca reclamó tal título para sí, Alfredo era en realidad el señor de Mercia; Etelredo se limitaba a cumplir las órdenes de su suegro. Nadie se atrevía a aventurar cuánto tiempo se prolongaría tal situación, porque en mi vida había visto a Alfredo tan achacoso: tenía la cara más pálida y demacrada que nunca, y su mirada, si bien tan penetrante como siempre, revelaba el dolor que lo consumía por dentro.

Me observó en silencio, esperó a que hiciese una reverencia y, a modo de escueto saludo, me espetó:

—¿Habéis traído hombres, lord Uhtred?

—Trescientos, mi señor.

—¿Nada más? —preguntó con un gesto de abatimiento.

—Eso es todo, a menos que deseéis perder Lundene, mi señor.

—Advierto que no os habéis olvidado de vuestra esposa —apuntó el obispo Asser, no sin sarcasmo.

Si por tal entendemos todo aquello que echamos por el culo, el prelado era un mierda. Tras haber salido de algún culo galés, se había arrastrado por el lodo hasta ganarse el favor de Alfredo. Pero el rey veía las cosas a través de los ojos de Asser, quien, a su vez, no podía verme ni en pintura.

—Traigo a la puta de Harald —expliqué, con una sonrisa.

Nadie dijo nada. Todos se quedaron mirando a Skade, aunque nadie con tanta intensidad como el joven que estaba de pie a espaldas del trono de Alfredo. Era un muchacho de cara chupada, pómulos prominentes, piel blanca y cabellos negros y rizados que le llegaban hasta el cuello bordado del jubón que llevaba, ojos inquietos y brillantes. Parecía nervioso, acobardado quizás en presencia de guerreros tan fornidos, entre los que destacaba la delgadez, por no decir la fragilidad, de su constitución. Lo conocía bien. Se llamaba Eduardo y era el Heredero, el primogénito de Alfredo: había sido educado para ocupar el trono de su padre cuando éste quedase vacante. Embobado, en aquel momento sólo tenía ojos para Skade, como si nunca hubiera visto una mujer en su vida; cuando ella le devolvió la mirada, se sonrojó y agachó la cabeza como si algo en el suelo cubierto de juncos le hubiera llamado poderosamente la atención.

—¿Que habéis traído qué? —preguntó el obispo Asser, rompiendo el silencio de la atónita concurrencia.

—Se llama Skade —añadí, al tiempo que la obligaba a dar un paso adelante.

Eduardo alzó la vista y se quedó mirando a Skade como un cachorro que se topa con un trozo de carne fresca.

—Inclinaos ante el rey —ordené a Skade en danés.

—Haré lo que me venga en gana —replicó y, como me había imaginado, lanzó un salivazo a Alfredo.

—¡Dadle una buena lección! —ladró Asser.

—¿Acaso los curas tienen a bien pegar a las mujeres? —pregunté.

—¡Callaos, lord Uhtred! —suplicó el rey con voz cansada; reparé en cómo su mano derecha se crispaba alrededor de uno de los remaches del brazo del sitial, mientras observaba a Skade, quien, desafiante, le sostuvo la mirada—. Una mujer realmente impresionante —añadió, en un susurro—. ¿Habla inglés?

—Finge que no —repuse—, pero lo entiende a la perfección —comentario al que Skade respondió lanzándome de reojo una mirada cargada de rencor.

—Os he maldecido —dijo en voz baja.

—La mejor forma de librarse de una maldición —repliqué en tono similar— es cortar la lengua de quien la haya proferido. Así que procurad guardar silencio, golfa retorcida.

—Que la muerte se abata sobre vos —añadió en un susurro.

—¿Qué está diciendo? —se interesó Alfredo.

—Entre los suyos, tiene fama de hechicera, mi señor —contesté—, y asegura que me ha lanzado una maldición.

El rey y la mayoría de los curas presentes se llevaron la mano a las cruces que llevaban colgadas al cuello. Ésa es una de las cosas que más me han sorprendido de los cristianos: que, aun cuando afirman muy convencidos que nuestros dioses no valen para nada, se sienten aterrorizados si, en el nombre de esos mismos dioses, les maldicen.

—¿Cómo la atrapasteis? —me preguntó Alfredo.

Le conté por encima lo que había pasado en las tierras de Edwulf y, cuando hube acabado, Alfredo se la quedó mirando con frialdad.

—¿Mató al cura de Edwulf? —quiso saber.

—¿Mataste al cura de Edwulf, zorra? —le pregunté en danés.

—Pues claro —repuso con una sonrisa—. Acabo con todos los curas que me salen al paso.

—Mató al cura, señor —traduje para Alfredo.

El rey se estremeció.

—Lleváosla y ponedla a buen recaudo —le ordenó a Steapa, para añadir alzando la mano—: ¡Que nadie le falte al respeto!

Aguardó a que Skade estuviera fuera de la iglesia, antes de dirigirse a mí.

—Sed bienvenido, lord Uhtred, vos y los vuestros, aunque esperaba que fuerais más.

—He traído los necesarios, mi rey —repuse.

—¿Los necesarios para qué? —se interesó el obispo Asser.

Me encaré con aquel enano. Era obispo, pero todavía vestía la túnica talar de monje fuertemente ceñida a su descarnada cintura. Con aquellos ojos de color verde claro y aquellos labios tan finos, parecía un armiño famélico. Había pasado la mitad de su vida en las tierras baldías de su Gales natal, y la otra media musitando ideas tan piadosas como maliciosas al oído de Alfredo. Juntos, habían ideado un sistema de leyes para Wessex. Como entretenimiento y para pasar el rato, yo me había propuesto quebrantar todos y cada uno de tales preceptos antes de que el rey, o el armiño galés, dijesen adiós a este mundo.

—Los suficientes para acabar con Harald y los suyos.

Etelfleda sonrió al oír mis palabras. Era el único miembro de la familia de Alfredo con quien me unían lazos de amistad. Hacía cuatro años que no la veía, y me dio la impresión de que estaba mucho más delgada. Por entonces, tendría veintiuno o veintidós años como mucho y, aunque sus cabellos seguían siendo igual de rubios y relucientes y sus ojos aún eran tan azules como un cielo de verano, parecía avejentada y alicaída. Le hice un guiño, lo justo para enfurecer a su marido, mi primo, quien de inmediato mordió el anzuelo y lanzó un bufido.

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