—¿Qué están haciendo? —preguntó.
Romero sonrió.
—Levar anclas.
Alguien gritó más órdenes. De repente los motores de los dos grandes hidrodeslizadores rugieron a la vez, y las naves empezaron a avanzar. Por un momento, Logan notó una sensación que no pudo identificar. Y entonces lo comprendió: toda la estación, con sus barcazas, sus pontones, sus pasarelas, sus sondas de metano y sus generadores, se estaba moviendo.
—Santo cielo —murmuró.
En ese momento supo para qué servían los extraños artefactos montados en la proa de las dos embarcaciones. Eran arados en el sentido estricto de la palabra, arados para abrirse paso en la impenetrable maraña vegetal del Sudd. Oyó el aullido de las sierras de cadena. Las motos de aguas y las embarcaciones menores iban de un lado a otro ayudando a apartar las masas flotantes más tenaces con ganchos, bicheros y sierras.
Lentamente, centímetro a centímetro, la estación fue avanzando en dirección este. Logan miró por encima del hombro y vio cómo el Sudd volvía a cerrarse tras ella sin dejar rastro de su paso.
—Nos estamos dirigiendo hacia la tumba —dijo.
Romero asintió.
—Pero ¿por qué? Ahora que sabemos dónde se encuentra, ¿no sería más fácil llegar buceando desde nuestra posición?
—Stone hace las cosas a su manera. Eso sería más lento, menos eficaz y, si lo piensas, poco práctico. Recuerda que la entrada de la tumba se halla a doce metros de profundidad, bajo un montón de cieno. ¿Cómo entrarías y al mismo tiempo preservarías lo que contiene de la contaminación del Sudd?
Logan la miró.
—No lo sé —dijo, haciéndose oír por encima del estrépito de los hidrodeslizadores y las sierras mecánicas.
—Instalando una compuerta estanca y conectando después el Umbilical.
—¿El Umbilical?
—Un tubo presurizado, de casi dos metros de diámetro, equipado con luz, electricidad y asideros para manos y pies. Un extremo se acopla a la compuerta y el otro a la Boca. Cualquier resto de fango se extrae del interior, después se iguala la presión y ya está: tienes un acceso a la tumba seco y cómodo.
Logan meneó la cabeza ante la audacia de la idea. «Otro de los milagros de Porter Stone», había dicho Tina. No le faltaba razón.
—Todavía tardaremos una hora en anclar encima de la tumba —comentó ella—. La porquería que hemos levantado con la explosión ya se habrá posado. ¿Vamos a ver qué hay ahí abajo?
★ ★ ★
Regresaron al Centro de Operaciones, y Cory Landau revisó las transmisiones de vídeo de los buzos hasta que Tina le indicó que se detuviera.
—Esta —dijo—. ¿Quién es?
Landau miró la pantalla.
—Delta Bravo —respondió.
—¿Puedes ponerme en contacto con él?
—Claro.
Alargó la mano, ajustó un dial y le entregó el micrófono.
—Delta Bravo, aquí la doctora Romero —dijo Tina por el intercomunicador—. ¿Me oye?
—Alto y claro —fue la respuesta.
—¿Puede acercarse a la entrada y hacer una panorámica?
—Entendido.
Contemplaron en silencio las imágenes en directo. Los peñascos habían sido apartados, y Logan pudo ver claramente la hendidura en la roca. Bajo los potentes focos de los buzos parecía estar sellada por hileras de piedras que formaban una pared vertical, como si los trabajadores hubieran creado un muro en el interior de la cavidad natural de roca.
—Un poco más cerca, por favor —susurró Romero.
La imagen se acercó.
—¡Dios mío, parece granito! —exclamó—. Hasta ahora se creía que Netcherikhe había sido el primer faraón que había utilizado un material que no fuera el adobe.
—Seguramente Narmer quería que durara toda la eternidad —apuntó Logan.
Romero habló de nuevo a la radio.
—Delta Bravo: hacia arriba, por favor.
La imagen ascendió lentamente por la pared.
—¡Ahí! —gritó—. Alto, acérquese.
La granulosa imagen se centró en algo que había entre el granito y la roca ígnea. Era una pieza romboidal llena de jeroglíficos.
—¿Qué es eso? —quiso saber Logan.
—Un sello de la necrópolis —contestó Tina—. Es increíble. No hay constancia de ninguno en una tumba tan antigua. Y mira, está intacto. No la han profanado. No la han saqueado. —Se secó el sudor de las palmas en la camisa y volvió a coger el intercomunicador. Logan vio que las manos le temblaban ligeramente—. Delta Bravo, una cosa más, por favor.
—Diga.
—Vaya bajando y enfoque la base de ese muro.
—Entendido, pero todavía quedan restos por limpiar.
Esperaron mientras la imagen descendía a lo largo de la piedra. Pequeñas nubes de cieno les taparon de vez en cuando la vista; Romero pidió al buzo que retrocediera. Entonces, de repente, le ordenó que se detuviera.
—¡Justo ahí! —dijo—. ¡Manténgalo ahí!
—Estoy en la base del muro —contestó Delta Bravo.
—Lo sé.
Logan se vio contemplando otro sello intacto, mayor que el primero. Tenía dos jeroglíficos grabados.
—¿Qué es? —preguntó en voz baja.
—Un serej. La más temprana representación de un nombre real utilizada en la iconografía egipcia. Los cartuchos no se popularizaron hasta le época de Sneferu, padre de Kufu.
—¿Y el nombre que hay en el serej? ¿Sabes leerlo?
Romero se humedeció los labios.
—Son los símbolos del siluro y el cincel. La representación fonética del nombre de Narmer.
—¿
C
UÁNTO durará? —preguntó Logan a Ethan Rush.
Había oscurecido y caminaban por los desiertos pasillos del sector Marrón.
—¿Te refieres al período productivo? —replicó el médico—. Con suerte, cinco minutos. Los preparativos son mucho más largos.
Se detuvo ante una puerta sin identificar y miró a Logan.
—Hay unas cuantas normas que debes saber. Habla en voz baja, despacio y en un tono relajado. No hagas movimientos bruscos ni nada que pueda perturbar el ambiente. Nada de encender o apagar luces ni de mover sillas o aparatos. ¿Entendido?
—Perfectamente.
Rush asintió, satisfecho.
—En el Centro hemos aprendido que los tránsitos «al otro lado» funcionan mucho mejor si están provocados en un entorno de experiencia cercana a la muerte.
—¿Un entorno? No sé si te entiendo…
—Me refiero a simular la experiencia. Lo conseguimos induciendo un coma artificial, muy leve, claro, acompañado de técnicas psicomantéticas. Pronto lo comprenderás.
Logan asintió. Sabía que los psicomanteos eran habitaciones o cabinas, con frecuencia oscuras y llenas de espejos, pensadas para inducir en su ocupante un trance o un estado de predisposición psíquica que a su vez permitía la apertura de un portal o de un camino al mundo de los espíritus. Los psicomanteos habían sido inventados por los antiguos griegos, y algunos seguían funcionando en Estados Unidos y en otros sitios del mundo. Según se decía, ayudaban a la gente a ponerse en contacto con los espíritus de los que habían dejado este mundo. Logan se acordó del espejo que había visto el primer día en la habitación de Jennifer. Había sido una de las cosas que lo habían llevado a deducir por qué la mujer de Rush estaba en la estación.
—¿Provocas un efecto Ganzfeld? —preguntó.
Rush lo miró intrigado.
—Gracias a las medicinas no es necesario. Bueno, ahora obsérvalo todo con atención, pero guárdate tus comentarios hasta que podamos hablar cuando haya terminado. Cuanto más sepas, más preparado estarás para ayudarla.
Logan asintió.
—Otra cosa —añadió Rush—. No esperes grandes revelaciones. Ni tampoco que lo que oigas sea del todo coherente. A veces tenemos que estudiar largo rato las transcripciones para entenderlas, cosa que no siempre sucede.
Dicho eso, Rush abrió la puerta y entró con sigilo. Logan lo siguió y enseguida reconoció la estancia. La cama de hospital con su batería de aparatos e instrumentos médicos. El gran espejo en la cabecera de la cama. La luz igual de tenue que la primera vez que había visto la habitación.
Y una vez más Jennifer Rush yacía en la cama vestida con un camisón de hospital. Tenía adheridos al pecho y en los brazos los electrodos de un electrocardiograma (ECG), y a sus sienes los de un electroencefalograma (EEG). El amasijo de cables grises y rojos parecía fuera de lugar entre sus cabellos color canela. Le habían puesto una vía intravenosa en la muñeca. Miró a su marido y después a Logan, pero no dijo nada. Sus ojos tenían un brillo vidrioso, como si estuviera sedada.
Para sorpresa de Logan, Stone se hallaba junto a la cabecera de la cama, con una mano en el hombro de Jennifer. Le dio una palmada tranquilizadora y se apartó. Saludó a Logan con un gesto de la cabeza y se volvió hacia Rush.
—¿Se lo preguntará? —dijo en voz baja—. ¿Le preguntará lo de la puerta?
—Sí —contestó el médico.
Stone lo miró un momento, como si fuera a añadir algo, pero al final se despidió y salió de la habitación sin hacer ruido.
Rush indicó a Logan que tomara asiento en una de las sillas junto a la cabecera de la cama. Durante quizá cinco minutos Rush se dedicó a conectar aparatos, calibrar los monitores y comprobar los indicadores. La habitación olía ligeramente a sándalo e incienso.
Al fin, Rush se acercó a la cama con una jeringa en la mano.
—Jen —le dijo en tono tranquilizador—, ahora te administraré el Propofol.
No hubo respuesta. Rush insertó la aguja en la derivación de la vía, y Jennifer se quedó inmóvil, como si estuviera muerta. Logan miró los instrumentos que había encima de la cabecera y vio que la presión arterial de Jennifer bajaba y que su pulso y respiración se reducían a la mitad.
Rush controlaba minuciosamente todos los parámetros médicos. Nadie hablaba. Al cabo de varios minutos, Jennifer se agitó levemente. Sin perder un segundo, Rush cogió dos cables terminados en unos discos de algodón y se los colocó en las sienes.
Logan lo miró con curiosidad.
—Es un estimulador cortical —explicó el médico—. Favorece la actividad pineal.
Logan asintió. Sabía que los estudios habían demostrado los efectos neuroquímicos de la glándula pineal en la previsualizción y en la actividad psíquica.
Rush regresó al enjambre de aparatos de monitorización situados a los pies de la cama. Durante un par de minutos observó cómo su mujer se sumía lentamente en la semiinconsciencia, luego volvió a la cabecera e insertó una segunda aguja en la vía.
—¿Más Propofol? —preguntó Logan en voz baja.
Rush negó con la cabeza.
—No, un sedante no. Mejor Versed. Por los efectos amnésicos.
«¿Efectos amnésicos? —se preguntó Logan—. ¿Por qué?»
Rush sacó dos objetos del bolsillo de su bata. Logan vio que uno de ellos era un oftalmoscopio; el otro, para su sorpresa, era un antiguo amuleto de plata que colgaba de una cadenita y tenía en su extremo una pequeña vela. El médico examinó las pupilas de su esposa con el oftalmoscopio. Acto seguido encendió la vela y la hizo oscilar entre el rostro de Jennifer y el espejo.
—Quiero que mires este amuleto —dijo con voz lenta y monocorde—. No mires nada más. No visualices nada más. No pienses en nada más.
Rush siguió murmurando instrucciones, y Logan se dio cuenta de que estaba presenciando un proceso de hipnosis estándar conocido como «texto de fijación visual». Pero entonces el texto cambió.
—Ahora —dijo Rush—, respira lenta y profundamente. Deja que tus extremidades se relajen. Relaja los hombros. Relaja los brazos: primero los dedos, luego las muñecas, luego los antebrazos. Relaja los pies. Relaja las piernas.
Durante un minuto, quizá dos, en la habitación no se oyó nada salvo la lenta respiración de Jennifer.
—Y ahora relaja tu mente. Libérala. Deja que tu conciencia abandone tu cuerpo. Deja que tu cuerpo se convierta en un cascarón vacío.
Logan observaba; en la habitación olía a sándalo. Al cabo de un momento, Rush apagó la vela, dejó a un lado el amuleto y fue a los pies de la cama para comprobar los instrumentos. Luego volvió junto a su mujer y esperó.
La respiración de Jennifer empezó a hacerse más trabajosa, casi estertórea, y la estancia pareció oscurecerse, como si una misteriosa niebla estuviera invadiéndola.
De repente, Logan se alarmó. No sabía exactamente por qué, pero por alguna razón su instinto de supervivencia se disparó a plena potencia. Estuvo a punto de levantarse y salir corriendo de allí. El corazón le latía alocadamente, pero se dominó.
La respiración de Jennifer se hizo aún más trabajosa.
Rush puso en marcha una grabadora digital, la dejó en una bandeja cercana y se inclinó sobre la cama.
—¿Con quién estoy hablando? —preguntó.
Jennifer movió los labios, como si intentara formar palabras. Logan vio que apretaba los puños por el esfuerzo.
—¿Con quién estoy hablando? —repitió Rush.
Los labios de Jennifer emitieron un sonido siseante.
—Nut —dijo con una voz seca y distante. ¿O quizá había dicho «Set»? Logan no estaba seguro. Lo que sí sabía era que pronunciar aquella sílaba le había supuesto un esfuerzo enorme.
—¿Con quién estoy hablando? —preguntó Rush por tercera vez.
Los labios de Jennifer se movieron nuevamente.
—El… portavoz de… Horus.
Rush ajustó la grabadora con expresión animada.
Sin embargo Logan no se sentía nada animado. No era solo por la escalofriante sensación de que algo maligno, muy parecido a lo que había experimentado con ocasión del incendio del generador, se había apoderado de la habitación, sino también por la evidente tensión física y emocional que Jennifer sufría.
—¿Puedes hablarme del sello? —preguntó Rush—. ¿De la primera puerta?
—La… primera… puerta… —repitió ella.
—Sí —insistió Rush—. ¿Qué debemos…?
De repente, Jennifer abrió mucho los ojos. Bajo el resplandor de los instrumentos, sus escleróticas tenían un desagradable tono verdoso. Los músculos del cuello se le pusieron tensos como alambres.
—¡Infieles! —exclamó—. ¡Enemigos de Ra! —Su cabeza se levantó de forma amenazadora de la almohada y varios cables del EEG se soltaron—. ¡Abandonad este lugar o de lo contrario aquel cuyo rostro está vuelto hacia atrás beberá vuestra sangre y arrebatará la leche de la boca de vuestros hijos! ¡Los cimientos de esta casa serán reducidos a escombros y todos vosotros sufriréis una muerte infinita en la Oscuridad Exterior!