La sociedad literaria y el pastel de piel de patata de Guernsey (12 page)

Alguna vez te has parado a pensar que el hombre tenía un alma, que no son sólo habladurías, sino que ¡era una verdad conocida y que en la práctica seguían! En verdad, era otro mundo… pero aun así, es una pena que hayamos perdido la capacidad de oír a nuestra alma… en realidad, deberíamos ir de nuevo en su búsqueda, o peores cosas nos ocurrirán.

¿No es significativo que conozcas tu alma por lo que dicen los demás en lugar de por ti mismo? ¿Por qué tendría que dejar que un párroco me dijera si tengo una o no? Si puedo creer por mí mismo que tengo un alma, entonces puedo escuchar, yo solo, lo que me dice.

Di mi charla sobre el señor Carlyle en la Sociedad, y provocó un gran debate sobre el alma. ¿Sí? ¿No? ¿Quizás? El doctor Stubbins era el que gritaba más fuerte, y pronto los demás dejaron de discutir y le escucharon a él.

Thompson Stubbins es un hombre de pensamientos profundos y amplios. Fue psiquiatra en Londres hasta que empezó a comportarse como un enajenado en la cena anual de la Sociedad de Amigos de Sigmund Freud, en 1934. Una vez me explicó toda la historia. Mientras los platos estaban vacíos, los de la sociedad estuvieron muy habladores y sus conversaciones fueron interminables. Finalmente les sirvieron y se hizo el silencio en la sala mientras los psiquiatras engullían las chuletas. Thompson vio ahí su oportunidad. Dio unos golpecitos en la copa con una cuchara y alzó bien la voz para que le oyeran.

«¿Alguno de ustedes ha pensado alguna vez que cuando se dio a conocer la noción de "alma", Freud salió con lo del ego para reemplazarla? ¡Qué oportuno fue el hombre! ¿Es que no se paró a pensar? ¡Viejo irresponsable! A mi entender, el hombre debe dejarse de estupideces sobre el ego, porque lo que le aterra es no tener alma. ¡Piensen en ello!»

Thompson fue excluido de las reuniones para siempre y se vino a vivir a Guernsey a cultivar verduras. A veces viene conmigo en la furgoneta y hablamos del hombre y de Dios y de todo lo del medio. Me habría perdido todo eso si no hubiera formado parte de la Sociedad Literaria y el Pastel de Piel de Patata de Guernsey.

Dígame, señorita Ashton, ¿qué es lo que usted piensa al respecto? Isola cree que debería venir a Guernsey a visitarnos, y si lo hace, puede venir con nosotros en la furgoneta. Le traería un cojín.

Mis mejores deseos de que siga con salud y felicidad.

WlLL THISBEE

De la señora Clara Saussey a Juliet

8 de abril de 1946

Estimada señorita Ashton:

He oído hablar de usted. Una vez yo también formé parte de esa Sociedad Literaria, aunque apuesto a que ninguno de ellos le ha hablado de mí. No leí ningún libro de un autor muerto, no. Leí una obra que había escrito yo, mi libro de recetas de cocina. Me atrevo a decir que mi libro causó más lágrimas y pesar que cualquier libro de Charles Dickens.

Escogí leer sobre la forma correcta de asar un cochinillo. «Untadlo con manteca —dije—. Dejad que el jugo se vaya consumiendo mientras burbujea.» De la manera en que lo leí, se podía oler el cerdo asándose y oír cómo chisporroteaba la carne. Hablé de mis pasteles de cinco capas, hechos con una docena de huevos, de mis dulces de caramelo, de las bolas de chocolate al ron y de los pasteles esponjosos de crema. Pasteles hechos con harina blanca de la buena, no aquella de grano agrietado y alpiste que usábamos entonces.

Bien, señorita, mi público no lo pudo soportar. Saltaron al oír mis sabrosas recetas. Isola Pribby, que nunca había tenido una actitud reprochable, me dijo gritando que la estaba torturando y que iba a maldecir mis cacerolas. Will Thisbee me dijo que ardería en el infierno como mi mermelada flameada de cerezas. Entonces Thompson Stubbins me maldijo y les pidió a Dawsey y a Eben que me sacaran de allí para ponerme a salvo.

Eben me llamó al día siguiente para disculparse por las malas maneras de la sociedad. Me dijo que tenía que pensar que la mayoría de ellos habían ido a la reunión después de cenar sopa de nabo (sin siquiera un hueso para dar sabor), o patatas quemadas en hierro caliente (porque no había grasa para cocinar ni para freírlas). Me pidió que fuera tolerante y que los perdonara.

Bien, pues no lo haré, me insultaron. Ni uno solo de ellos apreciaba realmente la literatura. Porque eso es lo que mi libro de cocina era, pura poesía en una sartén. Creo que lo que pasó fue que estaban tan aburridos con el toque de queda y otras desagradables leyes nazis que lo único que querían era una excusa para salir una noche, y la lectura es la que escogieron.

Quiero que cuente la verdad sobre ellos en su artículo. Nunca habrían tocado un solo libro si no llega a ser por la Ocupación. Me mantengo firme en lo que he dicho, y si quiere, puede citarme.

Mi nombre es Clara S-A-U-S-S-E-Y. Tres eses, en total.

CLARA SAUSSEY (SRA.)

De Amelia a Juliet

10 de abril de 1946

Mi querida Juliet:

Yo también he sentido que la guerra no acababa nunca. Cuando mi hijo Ian murió en El Alamein —al lado del padre de Eli, John—, la gente venía a darme el pésame y a consolarme, y yo decía: «La vida sigue». Qué tontería, pensaba, por supuesto que no. Es la muerte lo que sigue; Ian está muerto ahora y lo seguirá estando mañana, y el año que viene, y para siempre. No hay fin para eso. Pero quizás habrá un fin para el dolor. El dolor se ha derramado sobre el mundo como las aguas del diluvio universal, y tardará tiempo en retirarse. Pero ya hay algunas islas, ¿de esperanza?, ¿felicidad?, algo parecido, por lo menos. Me gusta esa imagen tuya, sentada en tu silla intentando vislumbrar un poco de sol, apartando la vista de los montones de escombros.

Mi gran placer ha sido volver a dar largos paseos por los acantilados. El Canal ya no está cercado con alambre, los enormes carteles de prohibición ya no entorpecen la vista. Ya no hay minas en las playas y puedo pasear cuando, donde, y todo el tiempo que quiera. Si desde los acantilados giro la vista hacia el mar, no veo los horribles búnkers de cemento detrás de mí, ni la tierra desnuda sin árboles. Ni siquiera los alemanes pudieron destruir el mar.

Este verano, la aulaga crecerá alrededor de las fortificaciones, y el año que viene quizá saldrán enredaderas. Espero que queden cubiertas pronto. Por mucho que aparte la vista, nunca olvidaré cómo se construyeron.

Fueron los trabajadores de la organización Todt quienes las levantaron. Sé que has oído hablar de los trabajadores esclavos de Alemania en campamentos del continente, pero ¿sabías que Hitler mandó dieciséis mil aquí a las islas del Canal?

Hitler estaba obsesionado con fortificar estas islas, ¡Inglaterra nunca las iba a recuperar! Sus generales la llamaron «Isla de la locura». Ordenó construir grandes emplazamientos de artillería, muros antitanques en las playas, cientos de búnkers y baterías, depósitos de armas y bombas, kilómetros y kilómetros de túneles bajo tierra, un enorme hospital subterráneo y una vía férrea para transportar material de un lado a otro de la isla. Las fortificaciones costeras eran absurdas; las islas del Canal estaban mejor fortificadas que el muro atlántico construido para evitar la invasión de los aliados. Las instalaciones sobresalían por encima de cada bahía. El Tercer Reich debía durar mil años, en cemento.

Así que, por supuesto, necesitaba miles de trabajadores esclavos. Reclutaron hombres y chicos, a algunos los arrestaron y a otros simplemente los reclutaron en la calle: en las colas del cine, en cafeterías, en cualquier camino rural o campo de cualquier territorio ocupado. Incluso había prisioneros políticos de la Guerra Civil española. Los prisioneros de guerra rusos eran a los que peor trataban, quizá por su victoria sobre los alemanes en el frente ruso.

La mayoría de estos trabajadores esclavos llegaron a las islas en 1942. Los encerraron en cobertizos descubiertos, en refugios subterráneos, y algunos de ellos en casas. Los hacían marchar a pie por toda la isla hasta sus puestos de trabajo; delgados hasta los huesos, vestidos con pantalones andrajosos que dejaban ver la piel al descubierto, a menudo sin abrigos que los protegieran del frío. Sin zapatos ni botas, con los pies atados con trapos ensangrentados. Los muchachos jóvenes, de quince y dieciséis años, estaban tan cansados y hambrientos que prácticamente no podían poner un pie delante del otro.

Los isleños de Guernsey los esperaban en las puertas de sus casas para ofrecerles un poco de comida y algo de ropa de abrigo que a ellos les podía sobrar. A veces los alemanes que custodiaban las hileras de trabajadores dejaban que los hombres rompieran filas para aceptar esos regalos, pero otras veces los echaban al suelo a golpes con la culata del rifle.

Miles de aquellos hombres y chicos murieron aquí, y hace poco me he enterado de que el trato inhumano que recibieron fue la política deliberada de Eichmann. Llamó a su plan «Muerte por agotamiento», y él fue quien la puso en práctica. Los hacía trabajar duro, no malgastaban comida en ellos y los dejaban morir. Podían ser siempre, y lo serían, reemplazados por nuevos trabajadores esclavos provenientes de los países ocupados de Europa.

A algunos de los trabajadores Todt los tenían detrás de alambradas. Estaban tan blancos como fantasmas, cubiertos por el polvo del cemento. Sólo tenían una fuente de agua para más de cien hombres, instalada provisionalmente para que se lavaran.

Los niños a veces bajaban al prado para ver a los trabajadores Todt detrás de la alambrada. Les pasaban nueces y manzanas, y a veces patatas, a través del alambre. Uno de los trabajadores Todt no cogía la comida; sólo venía a ver a los niños. Pasaba el brazo a través del alambre para tocarles la cara y acariciarles el pelo.

Los alemanes les daban medio día libre a la semana, en domingo. Ése era el día en que el cuerpo de ingenieros de sanidad alemán vaciaba todas las aguas residuales en el océano, con una gran tubería. Los peces se apelotonaban a por los desperdicios, y los trabajadores Todt permanecían entre sus heces, con la porquería hasta el pecho, intentando coger los peces con las manos, para comérselos.

Ni flores ni enredaderas pueden ocultar recuerdos así, ¿verdad?

Te he contado la parte más horrible de la guerra. Juliet, Isola piensa que deberías venir a escribir un libro sobre la Ocupación alemana. Me dijo que ella no podría escribir un libro así, pero, aunque la quiero muchísimo, estoy aterrada por que se compre un cuaderno y empiece de todas formas.

Siempre tuya,

AMELIA MAUGERY

De Juliet a Dawsey

11 de abril de 1946

Querido señor Adams:

Después de haberme prometido que no me escribiría más, Adelaide Addison me ha enviado otra carta. Está dedicada a todas las personas y prácticas que deplora, y usted es uno de ellos, junto con Charles Lamb.

Parece ser que fue a verle para llevarle el número de abril de la revista de la parroquia, y usted no estaba por ninguna parte. Ni ordeñando la vaca, ni pasando la azada por el huerto, ni limpiando la casa; en definitiva, no estaba haciendo nada de lo que un buen granjero debería estar haciendo. Así que entró en su corral, y ¡vaya!, ¿qué es lo que vio? ¡A usted, tumbado en el pajar, leyendo un libro de Charles Lamb! Estaba «tan cautivado por ese borracho», que ni se dio cuenta de su presencia.

Esa mujer es peor que una enfermedad. ¿Por casualidad sabe por qué? Yo me inclino a pensar que es porque a su bautizo asistió un hada maligna.

En cualquier caso, la imagen de usted tendido en el heno, leyendo a Charles Lamb, me complace mucho. Me recuerda mi infancia en Suffolk. Mi padre era granjero, y yo le echaba una mano en la granja; aunque hay que reconocer que todo lo que hacía era salir del coche, abrir la verja, cerrarla y volver a entrar; recoger los huevos, arrancar las malas hierbas del huerto y trillar el heno cuando estaba de buen humor.

Recuerdo que me estiraba en el pajar a leer
El jardín secreto
con un cencerro a mi lado. Leía durante una hora, y luego hacía sonar el cencerro para que me trajeran un vaso de limonada. La señora Hutchins, la cocinera, al final se hartó del acuerdo y se lo contó a mi madre; ése fue el final del cencerro, pero no de leer en el heno.

El señor Hastings le ha encontrado la biografía de Charles Lamb escrita por E. V. Lucas. Ha decidido no comentarle nada del precio, sólo mandárselo inmediatamente. Dijo: «Un amante de Charles Lamb no debería tener que esperar».

Suya,

JULIET ASHTON

De Susan Scott a Sidney

11 de abril de 1946

Querido Sidney:

Soy muy comprensiva, pero, maldita sea, si no vuelves pronto, a Charlie Stephens le va a dar un ataque de nervios. No ha parado de trabajar. No está hecho para el trabajo, sino para entregar fajos de billetes y dejar que tú hagas todo el trabajo. De hecho, ayer, antes de las diez de la mañana, ya estaba en la oficina, pero el esfuerzo lo destrozó. A las once estaba totalmente blanco, y a las once y media se tomó un whisky. Al mediodía, una de las inocentes jovencitas le dio una sobrecubierta para que diera el visto bueno; los ojos se le salieron de las órbitas de terror y empezó a hacer ese desagradable gesto que tiene de tocarse la oreja; un día se la arrancará del todo. A la una se fue a casa y hoy todavía no lo he visto (son las cuatro de la tarde).

Hablando de cosas deprimentes, Harriet Munfries se ha vuelto totalmente loca. Quiere que todos los colores del catálogo de infantil hagan juego. Rosa y rojo. No te estoy tomando el pelo. El chico que se encarga del correo (ya no me preocupo más por aprenderme los nombres) se emborrachó y tiró a la basura todo el correo dirigido a personas cuyos nombres empezaban por S. No preguntes por qué. La señorita Tilley fue tan grosera con Kendrick que él intentó pegarle con el teléfono. No le culpo, pero los teléfonos son difíciles de conseguir y no podemos permitirnos perder uno. Tienes que despedirla en cuanto llegues.

Si necesitas algún otro aliciente para comprar el billete de avión, puedo decirte que la otra noche vi a Juliet y a Mark Reynolds muy acaramelados en el Café de París. Su mesa estaba detrás del cordón de terciopelo, pero desde mi sitio en los barrios bajos pude ver todos los signos reveladores de un romance: él susurrándole palabras de amor al oído, ella con la mano sobre la suya al lado de las copas de cóctel, él tocándole el hombro para mostrar una relación. Consideré que era mi deber (como devota empleada tuya) separarlos, así que me aventuré a cruzar el cordón para saludar a Juliet. Ella se alegró mucho de verme y me pidió que me quedara con ellos, pero era evidente por la sonrisa de Mark que él no quería compañía, así que me retiré… No es un hombre a quien contrariar, con su sonrisita, no importa lo bonitas que sean las corbatas que lleva, le rompería el corazón a mi mamá si encontraran mi cuerpo sin vida flotando en el Támesis.

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