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Authors: Javier Sierra

La ruta prohibida (3 page)

Algo me decía que allí, como en el epitafio del papa Inocencio VIII, no había error alguno.

«Nadie lo ha visto desde la época de Atatürk»

Cuando llegué al Topkapi y pedi ver el mapa original, mi sorpresa fue mayúscula: pese a que todos los catálogos consultados afirmaban que «el Piri Reis» estaba en ese recinto, el atlas no se mostraba en ninguna de sus vitrinas. Era ridículo. ¿Por qué su signatura, R 1633, era de dominio público y el mapa, en cambio, no?. Enseguida concerté una entrevista con la directora de sus museos, la doctora Filiz Cagman, que no tardó en excusarse por no poder complacerme.

—La petición que usted nos hace es en extremo insólita —dijo.
[7]

«¿Insólita?. ¿Era insólito querer admirar un mapa así?. Callé. Cagman no quiso explicarme por qué un mapa tan célebre estaba archivado y respondió con evasivas a mis preguntas. Me dijo que el documento se encontraba en un estado de conservación muy frágil y que nadie lo había visto en décadas.

Desconfié.

No entendía por qué trataba a ese mapa como si fuera un secreto de Estado. Ni siquiera cuando en 1998 se anunció su exhibición en el Pabellón de Turquía de la Exposición Universal de Lisboa, en 1998, las autoridades cumplieron con el compromiso de mostrarlo. ¿Qué les preocupaba?. ¿Y por qué Cagman lo protegía con ese celo, rozando incluso los limites de la cortesía?.

Mi necesidad de comprobar que el atlas decía «año 890», y no otra cosa, creció más que nunca. Y aquella vez abandoné el Topkapi sabiendo que no iba a parar hasta conseguirlo.

Durante los meses siguientes, planté batalla burocrática para ver con mis propios ojos el dichoso documento náutico. Al fin, en octubre de 2002, regresé a Estambul con las credenciales necesarias. ¿Lo conseguiría esta vez?.

Recordé aquella frase de Napoleón cuando dijo que «la victoria es siempre del más perseverante», y apreté mis pasos hacia el familiar despacho de la directora de los Palacios del Topkapi. Qué ironía. Cuando ya creí vencidos todos los obstáculos, la asistente de la doctora Cagman, la señora Göksen, me prohibió el paso… ¡otra vez!. Estaba ya a pocos metros del mapa, pero las autoridades turcas habían decidido ponérmelo aún un poco más difícil.

—Nadie lo ha visto desde la época de Atatürk —me dijo muy seria, recurriendo a un argumento ya familiar—, y yo no tengo autoridad para mostrárselo.

—¿Entonces?.

—Le podemos facilitar una fotografía profesional del mapa, silo desea.

Me encendí. Tras varias gestiones con los gabinetes de los ministros de Cultura y Turismo, Y mis airadas protestas por aquella tornadura de pelo, al fin llegó la orden que abriría el camíno hacia el atlas de Piri Reis. El 17 de octubre de 2002, a las diez de la mañana en punto, una de las conservadoras del Palacio me acompañó por fin hasta la Biblioteca.

Fue mi gran momento.

Con pompa, la funcionaria extrajo de un cajón de madera un trozo de piel ilustrado de casi un metro de largo, protegido apenas por una hoja de papel cebolla y un cartón. Era un mapa de colores vivísimos. Y, a primera vista, en un envidiable estado de conservación. Ninguna de las reproducciones que había consultado antes tenia aquel brillo: los blancos refulgían sobre el cuero; las líneas trazadas por el almirante Piri desde las dos rosas de los vientos de la carta casi estaban frescas.


One pboto only
—una foto nada más, me dijeron. Fue la última concesión de las autoridades. Tal vez por las molestias. Así que decidí aprovecharla.

Con paciencia, armé mi cámara digital sobre el trípode, la dispuse sobre la mesa en la que estaba extendido el mapa, y mientras simulaba que preparaba la óptica, accioné el dispositivo de grabación de vídeo que llevaba inserto mi sofisticado equipo. No deseaba perderme ni un solo detalle de aquello. Además, era consciente de que aquel registro digital no causaría ni el más mínimo daño a aquella piel de cinco siglos de antigüedad y podría darme mucha información en el futuro.

—¿Por qué no exponen esta maravilla? —pregunté mientras mi cámara lo grababa todo.

La conservadora, sin perder la sonrisa, se encogió de hombros.

—¿Y cómo es que puede comprarse una reproducción del mapa en la tienda de recuerdos de ahí fuera, y nadie desde los años cincuenta ha podido contemplar esta joya de la cartografía?.

Nuevo silencio. Aquel mapa parecía recién salido de la mesa de un pintor. Los rigores del tiempo no habían hecho mella en él. La obsesión de las autoridades turcas por esconderlo se me hacia más incomprensible a cada minuto.

¿Puede leer turco antiguo? —pregunté tratando de acallar mi desconcierto.

Al fin, la funcionaria asintió orgullosa.

—¿Qué dice aquí?.

Ella, solícita, echó un vistazo al inicio de la inscripción más larga del mapa, y luego dijo:

—Año 890 del calendario árabe… Tal vez 896. No está muy claro. Pero ciertamente parece 890.

—¿Y sabe lo que eso significa?.

—Sí —dijo—. Es una fecha. O 1485, o 1491.

Suspiré. ¡Ahí estaba el gran enigma de este mapa!. Uno aún mayor que las especulaciones sobre el perfil de la Antártida sin hielos que se adivina en la parte inferior del mismo, o el dibujo de guanacos —una especie de ciervo autóctona de Chile y Argentina— todavía no descubiertos por los españoles en 1513.

El esfuerzo había valido la pena. Allí, en efecto, se escondía un gran misterio. Uno más en esta cadena de anacronismos que me había propuesto investigar.

Fue al seguir leyendo el resto de la inscripción del mapa, cuando descubrí que Piri Reis había elaborado su carta de América gracias a las informaciones proporcionadas por un prisionero español que había acompañado a Cristóbal Colón en sus tres primeros viajes. Y fue éste quien le facilitó todos los detalles y el mismo que le habló de cierta carta (un
protomapa
, debiera decir) que el Almirante llevó consigo para su empresa.

Pero ¿por qué erró el prisionero al dar la fecha del primer viaje de Colón al Nuevo Mundo?.

¿O es que quizá no lo hizo?.

Para Ruggero Marino, el presunto desliz del atlas de Piri Reis demuestra que Cristóbal Colón pudo haber hecho un «viaje secreto», de exploración, a América, siete años antes de su travesía oficial. Ese viaje, según el autor de Cristóbal Colón, el último de los templarios, se hizo poco después de que el futuro Almirante descubriera que el rey Juan II de Portugal lo había traicionado.

Y me explico: por aquel entonces, Colón trataba de convencer a la Corona portuguesa de la existencia de ricas tierras allende las Columnas de Hércules. Nadie pareció hacerle caso, pero el rey portugués, a sus espaldas, envió Mare Tenebrossum adentro a un capitán de Madeira llamado Domingo de Arco para que explorara esas supuestas tierras. A finales de 1484, Arco había fracasado en su empeño, pero las noticias de su intentona llegaron a oídos de Colón. Y éste, enojado, desapareció de la corte del rey Juan para no dejarse ver de nuevo hasta un año más tarde, en 1486, inclinado ante el trono de los Reyes Católicos.

¿Visitó Colón América en ese «tiempo perdido»?. ¿Tiene razón el mapa de Piri Reis al marcar la fecha de su primer viaje en el «año oscuro» de 1485?. ¿Fue gracias a ese
protoviaje
por lo que Colón siempre estuvo convencido del éxito de su empresa?.

No por casualidad, en torno a esas mismas fechas nació otro desconcertante rumor. Según varias relaciones publicadas a partir de 1574,
[8]
unos diez años antes del primer viaje oficial de Colón, un capitán llamado Alonso Sánchez de Huelva fue arrastrado por una tormenta hasta las costas americanas. El tal Alonso, que debla conducir su embarcación de Vizcaya a Inglaterra, sufrió un golpe de mar que quebró su timón y lo arrojó contra una tierra ignota, lejos de España, habitada por indígenas que le tomaron por un dios. Sánchez enseguida intuyó que se había tropezado con algo grande. Trató de reconstruir su periplo en los diarios de a bordo al tiempo que ordenó a sus hombres que reconstruyeran su nave y se prepararan para el regreso. Cuando todo estuvo listo, pusieron rumbo a casa cayendo en otra desgraciada travesía. Atracaron en la Gomera casi a punto de naufragar. Y allí fueron atendidos por los hombres de Inés de Peraza, condesa de la isla.

Pero lo mejor aún estaba por llegar.

Según la crónica que Juan López de Velasco hizo de estos hechos a finales del XVI, la casualidad quiso que conociera a Colón. Alonso Sánchez, extenuado, murió en brazos del futuro Almirante, legándole in extremis el mapa de su travesta y el relato completo de sus desventuras.

¿Fue ése el «mapa madre» que guió a Colón y, años más tarde, al propio Piri Reis?.

Las misteriosas fuentes de Piri Reis

La doctora Afet Afetinan, hija adoptiva de Atatürk y la estudiosa que más tiempo ha pasado junto al atlas hoy conservado en el Topkapi, sostuvo en uno de sus informes algo que siempre me ha dado que pensar. Llegó a la conclusión de que Piri Reis consultó no menos de treinta y cuatro mapas antes de elaborar el suyo. «Veinte de éstos —escribió Afetinan—, no tienen fecha. Sólo ocho fueron dibujados por musulmanes, de los que dos copias están en Estambul: uno de ellos fue diseñado por Ibrahim de Tunis (1413), ahora en la Librería del Palacio Topkapi, y el otro por Ibrahim de Trablus (1460), ahora en el Museo Naval de Estambul». Y añadió: «Cuatro de estos mapas eran nuevos, dibujados por portugueses, otro árabe señala el océano índico, los mares de China y algunas partes de África; y otro era de Cristóbal Colón, del hemisferio sur».
[9]

Por desgracia, desconocemos el paradero de los más importantes. Entre ellos el del propio Colón, o el presunto de Sánchez de Huelva, cuya memoria apenas pervive hoy en oscuro busto en la onubense plaza del Doce de Octubre. Por culpa de esa seria laguna documental, llevo años obligándome a examinar otros viejos mapas. Algunos tan controvertidos como el que describiré en las páginas que siguen.

CAPÍTULO 3

Operación Vinlandia

La última vez que la ciencia —que no la Historia, por lo general más cobarde— puso en jaque la originalidad de la aventura de Colón fue en el verano de 2002. Y en aquella ocasión la culpa la tuvo un minúsculo isótopo radiactivo.

Fue un artículo publicado en la revista científica norteamericana
Radiocarbon
[10]
el que desencadenó una de las reacciones en cadena más extrañas que recuerdo. Aquel texto de siete páginas recogía los esfuerzos del doctor Garman Harbottle y de los Laboratorios Nacionales Brookhaven de Arizona por datar mediante el método del carbono-14 un rudimentario atlas, tal vez de principios del siglo XV, que mostraba un perfil costero parcial del continente americano.

Harbottle, desde luego, no se había fijado en un documento cualquiera. Se trataba de una pieza bien conocida por los americanistas. La llamaban «mapa de Vinlandia» y desde hacía medio siglo era motivo de escándalo para la comunidad científica. Había sus razones. De creer lo que se deducía de ese pergamino de 27,8x41 centímetros, ese mapa fue confeccionado en la primera mitad del siglo XV por un cartógrafo europeo anónimo gracias a informaciones de origen nórdico nacidas al amparo de la gesta de cierto héroe vikingo conocido como Eirik Thorvaldsson, el Rojo, descendiente de Leif Eiriksson, y del que dicen que alcanzó América desde Groenlandia alrededor del año 1000.

¿Estábamos, pues, ante la prueba definitiva de que Colón no fue el primer occidental en pisar el Nuevo Mundo?. ¿Era ése el «mapa madre» del que bebió el genovés antes de hacerse a la mar para culminar su gesta?. Una inscripción extraída del propio pergamino así lo sugiere:

Por voluntad de Dios, después de un largo viaje desde la isla de Groenlandia al mediodía, hacia las tierras más distantes del mar occidental, navegando hacia el sur entre hielos, los compañeros Bjarni [Byarnus] y Leif Eiriksson [Leiphus Erissonius] descubrieron una nueva tierra, muy fértil y que incluso tenía vides, por lo que llamaron a esta isla Vinlandia. Eric [Henricus], legado de la sede apostólica y del obispo de Groenlandia y sus regiones vecinas, llegó a esta tierra vasta y rica, en nombre de Dios Todopoderoso, en el último año de nuestro amado padre Pascal, permaneció largo tiempo tanto en verano como en invierno. y después regresó hacia el noreste rumbo a Groenlandia, donde se sometió con humilde obediencia a la voluntad de sus superiores.
[11]

había, pues, que salir de dudas.

¿Era la alusión a esa «isla Vinlandia» la primera referencia histórica conocida al Nuevo Mundo?. Tras no pocas demoras, la. Universidad de Yale, propietaria del «tesoro» desde 1965, decidió que la medición del carbono-14 sería la mejor opción para aclarar la cuestión de una vez por todas.

Desde mediados del siglo pasado ese isótopo llamado C-14 es la vía más fiable para datar huesos, telas, papeles o maderas —material orgánico, en suma— de menos de sesenta mil años de antigüedad. El «mapa de Vinlandia» entraba, por tanto, de lleno en semejante categoría. Había llegado la hora de fechar esa pieza utilizando un método «infalible».

El doctor Harbottle me lo dejó así de claro:

—Si no se han hecho antes estos análisis ha sido porque, hasta los años setenta, cuando la datación miniaturizada por carbono-14 fue inventada, se tendría que haber sacrificado un gran pedazo del mapa, unas cincuenta veces mayor que nuestra muestra. Pero en los setenta, en Brookhaven miniaturizamos el proceso utilizando sólo pequeños fragmentos. Poco después se inventó el espectrómetro del acelerador de masas y se hizo posible la datación usando tan sólo muestras miligrámicas.
[12]

Todo empezó, pues, cuando científicos de los Laboratorios Nacionales Brookhaven y el Instituto Smithsoniano desgajaron en febrero de 1995 una fina tira de apenas veintiocho miligramos de peso del mapa en cuestión, y la enviaron al acelerador de partículas de la Universidad de Arizona. Allí les llevó algún tiempo descontaminar la muestra y prepararla para su datación. Todos sabían lo que se traían entre manos: «Sí el mapa resultara auténtico —dijeron entonces los expertos—, estaríamos ante la primera representación cartográfica de Norteamérica y su fecha sería importante para establecer la historia del conocimiento europeo de las tierras que bordean el Atlántico Norte occidental». Y añadieron: «También reabriría la profunda cuestión de si Colón accedió o no a ese conocimiento».
[13]

Tenían razón. La conclusión del acelerador, hecha pública a finales de julio de 2002, pareció llamada a revolucionar la historia oficial del Descubrimiento. Según la cifra dada por el carbono-14, aquel mapa fue confeccionado en el año 1434 de nuestra era, con un error de once años arriba o abajo. Estábamos, si todo se confirmaba, ante el primer mapa conocido del Nuevo Mundo, diseñado más de seis décadas antes de que Cristóbal Colón zarpara desde Palos de la Frontera rumbo a lo desconocido y casi ochenta años antes de que Piri Reís dibujara su propio atlas.

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