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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

La rueda de la vida (36 page)

BOOK: La rueda de la vida
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Pero no eran los reclusos los únicos que contaban historias. Después de que la directora de la cárcel, mujer de aspecto frágil, contara ante los reclusos y los guardias un problema íntimo que había tenido en su juventud, un lazo de intimidad emocional se creó en el grupo. Pese a sus diferencias, de pronto nacieron entre ellos auténtica compasión, simpatía y cariño. Al final de la semana, todos reconocieron lo que yo había descubierto hacía mucho tiempo: que, como verdaderos hermanos y hermanas, todos estamos unidos por el dolor y sólo existimos para soportar penurias y crecer espiritualmente.

Mientras que los reclusos recibieron esa paz que les permitiría vivir el resto de su existencia entre rejas, yo fui recompensada con la mejor comida suiza que he probado en el extranjero y una conmovedora melodía de despedida tocada por un gaitero escocés; tal vez sería la única vez que los reclusos iban a oír música semejante dentro de esas paredes. Yo confiaba en que eso estimulara la instauración de programas similares en las superatiborradas cárceles de Estados Unidos, donde no se presta ninguna atención a la curación.

Aunque la gente se reía de esos objetivos, considerándolos poco realistas, sin embargo se daban muchos logros que parecían incluso más imposibles, de no haber sido por el hecho de que muchas personas se habían comprometido a cambiar la sociedad. Tal vez el mejor ejemplo de ello fue el de Sudáfrica, donde el represivo sistema del
Aunque la gente se reía de esos objetivos, considerándolos poco realistas, sin embargo se daban muchos logros que parecían incluso más imposibles, de no haber sido por el hecho de que muchas personas se habían comprometido a cambiar la sociedad. Tal vez el mejor ejemplo de ello fue el de Sudáfrica, donde el represivo sistema del Apartheid
estaba siendo reemplazado por una democracia multirracial.

Durante años había declinado dar seminarios en Sudáfrica a menos que me garantizaran que habría participantes negros y blancos. Por fin, en 1992, dos años después de que Nelson Mándela, el líder del Congreso Nacional, fuera liberado de la cárcel, me prometieron una mezcla racial bajo el mismo techo, y entonces acepté ir. Aunque eso no era seguir exactamente los pasos de Albert Schweitzer, que hacía cincuenta y cinco años me había inspirado la idea de ser médico, de todos modos significó hacer realidad un sueño de toda mi vida.

Ese seminario, que constituyó un gran éxito al establecer una comprensión de la humanidad basada en las similitudes y no en las diferencias entre las personas, me demostró que había conseguido algo importante en mi vida. A mis sesenta y seis años había dirigido seminarios en todos los continentes del mundo. Después participé en Johannesburgo en una manifestación de apoyo a una transición pacífica a un gobierno multirracial. Pero era igual que estuviera en Johannesburgo o en Chicago, porque todo destino lleva por el mismo camino: crecimiento, amor y servicio. Estar ahí simplemente reforzaba mi sensación de haber llegado.

Pero después llegó un suceso triste, una despedida. Manny, que ya había sobrevivido a una operación de
bypass
triple, se sintió muy debilitado cuando comenzó a fallarle el corazón. Temiendo que no pudiera resistir otro duro invierno en Chicago, lo insté a trasladarse a Scottsdale, en Arizona, donde el clima es más templado. Afortunadamente me hizo caso. En octubre se mudó a un apartamento que yo le había alquilado, donde se sintió muy feliz. Habiendo ya superado el rencor que me había producido el modo en que acabó nuestro matrimonio, yo iba a verlo siempre que podía y le llenaba el refrigerador con comidas preparadas por mí. Ciertamente a Manny le encantaban mis platos. Recibió muchísimos cuidados.

No puedo decir lo mismo de las pocas semanas que pasó en el hospital después de que comenzara a fallarle un riñón. Aunque le fallaba la salud, cuando lo llevamos a casa le mejoró el ánimo. El día que resultó ser el último de su vida, yo tenía que volar a Los Ángeles para dar una charla sobre hogares para moribundos. Sabiendo que los moribundos tienen una gran intuición sobre cuánto tiempo les queda de vida, le propuse a Manny permanecer a su lado, pero él me dijo que deseaba pasar unos ratos a solas con otros miembros de la familia.

—Muy bien, iré a Los Ángeles —le dije—, y estaré de vuelta mañana.

Media hora antes de marcharme para el aeropuerto recordé el trato que quería hacer con él para el caso de que muriera mientras yo estaba en California. Si todas mis investigaciones sobre la vida después de la muerte eran correctas, quería que me enviara una señal desde el otro lado. Si no eran correctas, entonces no haría nada y yo continuaría investigando. Manny puso objeciones.

—¿Qué tipo de señal?

—Algo raro, especial. No sé exactamente qué, pero algo que yo sepa que sólo puede ser de ti.

Él estaba cansado y no se sentía con fuerzas para pensar en ello.

—No me voy hasta que no me lo confirmes con un apretón de manos —dije.

En el último minuto aceptó y yo me marché animada. Ésa fue la última vez que lo vi vivo.

Esa tarde Kenneth lo llevó a la tienda de comestibles. Era su primera salida después de estar tres semanas en el hospital. Cuando volvían a casa, Manny quiso pasar por la floristería a comprar una docena de rosas rojas de tallo largo para Barbara, que cumplía años al día siguiente. Después Kenneth lo llevó al apartamento. Allí Manny se acostó a dormir la siesta, y Kenneth guardó las cosas y se fue a su casa.

Una hora después volvió Kenneth a preparar la cena y encontró a Manny muerto en la cama. Había muerto mientras dormía la siesta.

Esa noche, cuando volví al hotel, ya muy tarde, vi la luz intermitente en el teléfono, señal de que había un mensaje. Kenneth había tratado de contarme lo de Manny mucho más temprano, pero sólo pudimos hablar a medianoche. Mientras tanto él había llamado a Barbara a Seattle, y le dio la noticia cuando ella volvió del trabajo; se habían pasado horas charlando. Al día siguiente, después de telefonear al resto de la familia, Barbara decidió sacar a pasear a su perro. Cuando volvió a casa se encontró ante la puerta la docena de rosas enviadas por Manny, enterradas bajo la nieve que había estado cayendo toda la mañana.

Yo me enteré de lo de las rosas el día del funeral de Manny en Chicago. Había hecho las paces con él y me alegraba de que ya no tuviera que sufrir más. Cuando estábamos alrededor de la tumba comenzó a nevar copiosamente. Vi muchas flores desparramadas alrededor de la tumba y me dio lástima que se quedaran allí desperdiciadas, de modo que recogí las preciosas rosas y las fui repartiendo a los amigos de Manny, a las personas que estaban auténticamente emocionadas y afligidas. A cada una le entregué una rosa. La última se la di a Barbara, porque era la niña de los ojos de su padre.

Recordé la conversación que tuvimos con Manny cuando Barbara tenía diez años. Habíamos estado enzarzados en una de esas discusiones sobre mis teorías de la vida después de la muerte, y él se volvió hacia ella y le dijo:

—De acuerdo, si es cierto lo que dice tu madre, entonces en la primera nieve que caiga después de mi muerte habrá rosas florecidas.

Con el tiempo esa apuesta se había convertido en una especie de chiste familiar, pero en esos momentos era realidad.

Me sentí henchida de alegría y mi sonrisa lo demostró. Levanté la vista al cielo gris y los remolinos de copos de nieve me parecieron confetis de celebración. Manny estaba allí arriba; sí, allí estaban mis dos más grandes escépticos, riendo juntos. Yo también me eché a reír.

—Gracias —dije, levantando los ojos hacia Manny—, gracias por confirmarlo.

39. La mariposa

En calidad de experta en enfrentarme a la pérdida de un ser querido, no sólo sabía las diferentes fases que atraviesa una persona al pasar por ese trance, sino que también las había definido: rabia, negación, regateo, depresión y aceptación. Esa escalofriante noche de octubre de 1994, cuando al volver de Baltimore me encontré con mi amada casa en llamas, pasé por cada una de esas fases. Me sorprendió la rapidez con que lo acepté. «¿Qué otra cosa puedo hacer?», le comenté a Kenneth.

Doce horas después, la casa seguía ardiendo con la misma intensidad con que ardía cuando la noche anterior llegué al camino de entrada con el letrero «Heahng Waters» y vi el cielo negro iluminado por un espectral fulgor naranja. Pasado ese tiempo ya había considerado todo lo bueno que se me había otorgado, entre lo cual estaba la suerte de no haber tenido alojados allí a veinte bebés seropositivos. Yo estaba ilesa. La pérdida de posesiones era otra historia, eran cosas de mi vida, pero no mi vida. Se habían destruido los álbumes de fotos y diarios que había guardado mi padre, también todos mis muebles, electrodomésticos, objetos y ropa. Perdidos estaban el diario que guardaba de mi viaje a Polonia, que había cambiado mi vida; las fotos que tomé en Maidanek; los veinticinco diarios donde había registrado meticulosamente las conversaciones que tuviera con Salem y Pedro, más los centenares de miles de páginas de documentos, notas e investigaciones. Todas las fotos que había tomado a mis guías estaban destruidas, así como los innumerables álbumes de fotografías y cartas. Todo estaba convertido en cenizas.

Ese día, más tarde, tomé conciencia del desastre y me sentí conmocionada. Había perdido todo lo mío. Hasta la hora de acostarme permanecí sentada fumando, incapaz de hacer otra cosa. Al día siguiente salí del abismo. Desperté mucho mejor, sobria y realista. ¿Qué se puede hacer? ¿Renunciar? No. «Ésta es una oportunidad para crecer espiritualmente —pensé—. Uno no crece si todo es perfecto. Pero el sufrimiento es un regalo que tiene una finalidad.»

¿Cuál era la finalidad? ¿Una oportunidad para reconstruir la casa? Después de revisar los daños, le dije a Kenneth que ése era mi plan. Iba a reconstruirla, ahí mismo, encima de las cenizas.

—Es una bendición —afirmé—, ya no tendré que hacer maletas. Soy libre. Una vez que la reconstruya, puedo pasar la mitad del año en África y la otra mitad aquí.

A él no le cupo duda de que yo había perdido el juicio.

—No vas a reconstruirla —me dijo en tono perentorio—. La próxima vez te matarán de un balazo.

—Sí, probablemente lo harán. Pero eso será problema de ellos.

Mi hijo lo consideraba problema suyo también. Durante los tres días siguientes, que pasamos refugiados en la alquería, me escuchó pacientemente hablar del futuro. Una tarde fue a la ciudad diciendo que iba a comprarme algunas cosas esenciales, algo de ropa interior, calcetines y téjanos. Pero volvió cargado de alarmas de incendio, un detector de humo, extintores y aparatos de segundad, de todo lo necesario para cualquier posible caso de emergencia. Pero eso no le calmó la inquietud que sentía por mí. Kenneth no quería que continuara viviendo sola allí, y punto.

Yo no tenía idea de que se proponía engañarme cuando me llevó a la ciudad para obsequiarme con una cena a base de langosta, una de las pocas cosas que yo jamás rechazaría. Pero en lugar de ir a un restaurante, acabamos en un avión rumbo a Phoenix. Kenneth se había trasladado a Scottsdale para estar más cerca de su padre, y ahora lo seguía yo.

—Te compraremos una casa en la ciudad —me dijo.

Yo no protesté demasiado, no tenía nada que trasladar, ni ropa, ni muebles, ni libros ni cuadros. Había perdido mi casa. En realidad, no me quedaba nada que me retuviera en Virginia. ¿Por qué no trasladarme?

Simplemente dije sí al dolor y éste desapareció.

En el río de lágrimas haz del tiempo tu amigo
.

Varios meses después, un hombre de Monterrey comentaría en un bar que «se había librado de la señora del sida». En todo caso, las autoridades locales rehusaron hacer ninguna acusación. Los policías del condado de Highland me dijeron que no tenían pruebas suficientes. Yo no estaba dispuesta a luchar. ¿Y la granja? A pesar del dinero y sudores que había puesto en ella, sencillamente cedí el centro con el terreno de ciento veinte hectáreas a un grupo que trabajaba con adolescentes maltratados.

Eso es lo fabuloso de las propiedades. Yo tuve mi oportunidad allí. Había llegado la hora de que otros también intentaran sacarle provecho a la tierra.

Me trasladé a Scottsdale y encontré una casa de adobe en medio del desierto. Allí no había nada a mi alrededor. Por la noche me sentaba en la bañera llena de agua caliente, escuchaba los aullidos de los coyotes y contemplaba los millones de estrellas de nuestra galaxia. Allí se siente la infinitud del tiempo. Por las mañanas se tenía esa misma sensación, de engañoso silencio y quietud. En las rocas se escondían serpientes y conejos, y los pájaros hacían sus nidos en los elevados cactus. El desierto puede ser sereno y peligroso a la vez.

La noche del 13 de mayo de 1995, víspera del Día de la Madre, le comenté a mi editor alemán, que estaba alojado en mi casa, que estaba disfrutando de la oportunidad de reflexionar que me ofrecía el desierto. A la mañana siguiente oí sonar el teléfono, abrí un ojo y vi que eran sólo las siete. Ninguno de mis conocidos me habría despertado a esa hora, por lo tanto supuse que sería una llamada de Europa para mi editor. Cuando traté de incorporarme para coger el teléfono, me di cuenta de que algo iba mal. No pude moverme, mi cuerpo se negaba a moverse. El teléfono continuó sonando. Mi cerebro enviaba la orden de movimiento, pero mi cuerpo no obedecía. Entonces comprendí cuál era el problema. «Tienes otra embolia —me dije—, y esta vez es grave.»

Cuando el teléfono dejó de sonar sin que nadie contestara, deduje que mi editor había salido a dar un paseo, con lo cual yo estaba sola en casa. Por lo que logré discernir, la embolia me había producido parálisis, aunque sólo en el lado izquierdo del cuerpo. Aunque no tenía fuerzas, todavía podía mover el brazo y la pierna derechos. Decidí levantarme y salir al corredor, desde donde podría pedir auxilio. Tardé una hora en conseguir poner los pies en el suelo; mi cuerpo era como un trozo de queso que se fuera derritiendo lentamente. Lo único que me preocupaba era no caerme, ya que no quería quebrarme la cadera, lo que habría sido demasiado añadido a la embolia.

Cuando por fin estuve en el suelo, me llevó otra hora arrastrarme hasta la puerta, pero no la podía abrir, porque el pomo estaba demasiado alto. Después de otro largo rato logré entreabrirla, forcejeando con la nariz y el mentón, y me asomé al corredor. Desde allí oí que mi editor estaba en el jardín, demasiado lejos para que le llegara el débil sonido de mi voz pidiendo auxilio. Transcurridos tal vez otros treinta minutos, entró en la casa, oyó mis llamadas y me condujo a casa de Kenneth. Allí mi hijo y yo discutimos sobre si me llevaba o no al hospital. Yo no quería ir.

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