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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

La rueda de la vida (34 page)

BOOK: La rueda de la vida
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Respuesta: Porque yo vivo aquí, y aquí es donde trabajo.

Pregunta: ¿Por qué no se quedó donde estaba?

Ya era cerca de la medianoche cuando acabó la reunión. ¿Sentido? Ninguno. ¿Resultado? Mucha frustración y rabia. Me odiaban. Mis ayudantes, los oradores invitados y yo fuimos escoltados hasta la salida de la iglesia por varios policías, que después nos siguieron hasta mi granja.

—No tenía idea de que los policías fueran tan amables y atentos —le comenté a un amigo.

—No seas tonta —dijo él moviendo la cabeza incrédulo—, no es que sean atentos. Quieren asegurarse de que esta noche no va a ocurrir ningún linchamiento.

Después de eso fui un blanco fácil. Cuando iba de compras a la ciudad me gritaban «
nigger lover
» (amante de los negros). Diariamente recibía llamadas telefónicas amenazadoras. «Vas a morir igual que los bebés con sida que amas.» El Ku Klux Klan quemó cruces en mi césped. Otros disparaban balas a través de mis ventanas. Todo eso lo podía soportar; lo que más me fastidiaba era que me pincharan los neumáticos cada vez que salía en coche fuera de mi propiedad. Vivir en el quinto pino, ése era el verdadero problema. Era evidente que alguien saboteaba mi camioneta.

Finalmente, una noche me escondí en la alquería y desde allí vigilé la puerta principal, que era donde desinflaban los neumáticos de mi camioneta. Alrededor de las dos de la madrugada vi seis camionetas que pasaban lentamente junto a la puerta lanzando trozos de vidrio y clavos. Decidí ser más lista que ellos y al día siguiente cavé un hoyo al final del camino de entrada y lo cubrí con una rejilla metálica, a fin de que los clavos y vidrios cayeran dentro de él. Eso puso fin al desinflamiento de neumáticos. Pero no hizo nada por mi popularidad, o falta de ella, en Head Waters. Un día pasó una camioneta cuando yo estaba fuera trabajando; el conductor aminoró la marcha, me gritó una cosa horrible y aceleró. Yo alcancé a ver una pegatina que llevaba en el parachoque de atrás; decía: «Jesús es el Camino.» Ciertamente no se trata de ese camino, pensé, y, frustrada, no pude evitar gritarle: «¿Cuáles son los verdaderos cristianos aquí?»

Un año después renuncié a la lucha. Eran demasiadas las fuerzas que se oponían a mí. No sólo tenía en contra a la opinión popular; la administración del condado se negaba a aprobar las necesarias licencias de obras. Aparte de vender la granja, cosa que no iba a hacer, no se me ocurría qué decisión tomar y se me habían acabado los recursos y las energías. Una de las cosas más dolorosas que hice fue entrar en el dormitorio que había preparado para los niños llenándolo de animales de peluche, muñecas, edredones y jerseys tejidos a mano; parecía una tienda para niños. Lo único que pude hacer fue sentarme en una cama y llorar.

Pero pronto se me ocurrió un nuevo plan. En vista de que no podía adoptar niños seropositivos, buscaría a otras personas que pudieran hacerlo sin tantas dificultades. Para encontrarlas empleé mis considerables recursos, entre ellos los veinticinco mil suscriptores a mi hoja informativa Shanti Nilaya, repartidos por todo el mundo. Muy pronto mi oficina pareció una especie de agencia de adopción. Una familia de Massachusetts adoptó nada menos que a siete niños. Finalmente encontraría a trescientas cincuenta personas humanitarias y amorosas de todo el país que adoptarían niños infectados por el sida.

Además, supe de personas que no podían adoptar niños pero que deseaban colaborar de alguna manera. Una anciana halló una nueva finalidad para su vida: comenzó a reparar muñecas viejas que recogía en los mercadillos de trastos y me las enviaba para que las regalara en Navidad. Un abogado de Florida me ofreció asesoría jurídica gratis. Una familia suiza envió 10.000 francos. Una mujer me contó con orgullo que una vez por semana preparaba comidas para un enfermo de sida al que conoció en uno de mis seminarios. Y otra mujer me escribió contándome que había superado su miedo y abrazado a un joven que estaba muriendo de sida. Le resultaba difícil saber cuál de los dos se había beneficiado más de ese acto, me decía.

La época estaba caracterizada por la violencia y el odio, y el sida se consideraba una de las peores maldiciones de nuestro tiempo. Pero yo también veía que constituía un inmenso bien. Sí, un bien. Cada uno de los miles de pacientes con quienes comenté sus experiencias de muerte clínica temporal recordaba haber entrado en la luz y oído la pregunta: «¿Cuánto amor has sido capaz de dar y recibir? ¿Cuánto servicio has prestado?» Es decir, se les preguntaba cómo habían asimilado la lección más difícil de toda la vida: el amor incondicional.

La epidemia del sida planteaba la misma pregunta. Generó ejemplos de personas que aprendían a ayudar y amar a otras personas. El número de hogares para moribundos se multiplicó. Supe de un niñito que iba con su madre a llevarles comida a dos vecinos homosexuales que no podían salir de su casa. Uno de los más hermosos monumentos a la humanidad que ha creado este país y el mundo fue aquel edredón de retazos que se confeccionó con los nombres de seres queridos muertos del sida. ¿Cuándo se habían oído tantas historias como ésta? ¿O visto tantos ejemplos?

En uno de mis seminarios, el ordenanza de un hospital contó la historia de un joven que se estaba muriendo del sida en su habitación. Se pasaba todo el día en la oscuridad, esperando, consciente de que se le acababa el tiempo, y deseando que su padre, que lo había echado de casa, le hiciera una visita antes de que fuera demasiado tarde.

Una noche el ordenanza vio a un anciano que vagaba sin rumbo por los pasillos, nervioso y con aspecto afligido. El ordenanza conocía a todas las personas que visitaban a sus pacientes, pero nunca había visto a ese hombre. Su intuición le dijo que ése era el padre del joven, de modo que cuando pasó junto a la habitación, le dijo:

—Su hijo está ahí.

—Mi hijo no —contestó el hombre.

Amable y comprensivo, el ordenanza entreabrió la puerta, y repitió:

—Ahí está su hijo.

En ese momento el anciano no pudo evitar asomarse y echar una rápida mirada al enfermo esquelético que yacía en la oscuridad.

—No, imposible, ése no es mi hijo —exclamó, retirando la cabeza de la puerta.

Pero entonces el enfermo, a pesar de su debilidad, logró decir:

—Sí, papá, soy yo. Tu hijo.

El ordenanza abrió la puerta y el padre entró lentamente en la habitación. Estuvo de pie un momento y después se sentó en la cama y abrazó a su hijo.

Esa misma noche, más tarde, murió el joven, pero murió en paz y no antes de que su padre aprendiera la lección más importante de todas.

No me cabía duda de que algún día la ciencia médica descubriría una cura para esta horrible enfermedad, pero esperaba que nos diera tiempo a que el sida hubiera erradicado aquello que aqueja el alma y el corazón de los seres humanos.

36. La médica rural

Mi trabajo consistía en ayudar a las personas a llevar una vida más tranquila y apacible, pero por lo visto en la mía no había nada de serenidad. La intensa batalla por adoptar bebés seropositivos me había afectado más de lo que imaginaba. Después llegó un invierno muy duro, acompañado de lluvias e inundaciones que causaron daños en la propiedad. Luego hubo una sequía que nos arruinó una buena cosecha cuando tanto la necesitábamos. Y por si eso fuera poco, yo continuaba con mi programa de conferencias, seminarios, actividades para reunir fondos, visitas domiciliarias y a los hospitales.

No hice caso de las advertencias de mis amigos de que iba a arruinar mi salud si aceptaba una gira de seminarios intensivos y charlas por Europa. Pero al final de la gira me gratifiqué tomándome dos días libres para visitar a mi hermana Eva en Suiza. Llegué allí totalmente extenuada. Tenía un aspecto horroroso, necesitaba descanso y ella me rogó que cancelara mi viaje a Montreal y me quedara más tiempo.

Aunque eso era imposible, decidí aprovechar lo mejor posible mi corta visita disfrutando de la cena familiar que había organizado Eva en un excelente restaurante. Puesto que una reunión familiar era un acontecimiento excepcional, fue una verdadera fiesta, agradable y alegre.

—Esto es lo que deberían hacer las familias —comenté—. Celebrar mientras todos están vivos.

—Estoy de acuerdo —dijo ella.

—Tal vez las futuras generaciones celebrarán el que alguien pase al otro lado y no se lamentarán de un modo tan absurdo ante la muerte —continué—. En todo caso, la gente debería llorar cuando alguien nace, porque eso significa tener que comenzar de nuevo toda la tontería de vivir.

Veinticuatro horas más tarde, mientras me preparaba para irme a la cama, le dije a mi hermana que no hacía falta que se levantara por mí a la mañana, pues yo tomaría mi café, me fumaría un cigarrillo y me iría al aeropuerto. Cuando sonó mi despertador, bajé y vi que Eva no sólo no me había hecho caso sino que había sacado su elegante mantel blanco y había puesto un hermoso centro de mesa con flores frescas. Me senté a tomar café y me disponía a reprenderla por haberse molestado tanto cuando ocurrió lo que todo el mundo temía que ocurriera.

Todo el estrés y las cosas desagradables, el viaje, el café, los cigarrillos y el chocolate, en fin, todo el conjunto, de pronto acabó conmigo. Me invadió la extraña sensación de estar hundiéndome. Me sentí muy débil y el mundo comenzó a girar a mi alrededor. Dejé de ver a mi hermana y no podía moverme; sin embargo, sabía exactamente qué me estaba ocurriendo.

Me estaba muriendo.

Lo supe al instante. Después de haber asistido a tantas personas en sus últimos momentos, por fin mi muerte había accedido a llegar. Los comentarios que había hecho a mi hermana esa noche en el restaurante me parecieron profetices. Al menos me iba a marchar con una celebración. También pensé en la granja, en los campos llenos de hortalizas que necesitarían ser envasadas, en las vacas, cerdos y ovejas y los animalitos recién nacidos. Entonces miré a Eva, que estaba sentada frente a mí. Ella me había ayudado tanto en mi trabajo en Europa y en la granja que deseé regalarle algo antes de morir.

Me pareció que no habría manera de hacer eso, ya que no sabía de qué me estaba muriendo; por ejemplo, si era la coronaria, podría irme en un instante. Entonces se me ocurrió una idea.

—Eva, me estoy muriendo —le dije—, y quiero hacerte un regalo de despedida. Te voy a explicar cómo es morir, desde el punto de vista del enfermo. Este es el mejor regalo que puedo hacerte, porque nadie habla jamás mientras lo experimenta.

No esperé su reacción (la verdad es que ni siquiera observé si tenía alguna) y me lancé a un detallado comentario de lo que me estaba sucediendo.

—Está comenzando en los dedos de los pies. Los siento como si los tuviera en agua caliente. Es adormecedor, agradable. —A mí mi voz me sonaba como si estuviera hablando a la velocidad de un comentarista de carreras de caballos—. Me va subiendo por el cuerpo, las piernas, ahora me sube por la cintura. No tengo miedo; es tal como me lo imaginaba. Es un placer. Es una sensación francamente placentera.

Salí de mi cuerpo para mantener el ritmo.

—Estoy fuera de mi cuerpo —continué—. No lamento nada. Despídeme de Kenneth y Barbara. Sólo amor.

En ese momento me quedaban uno o dos segundos. Me sentí como si estuviera en lo alto de una pista de esquí preparándome para saltar por el borde. Delante de mí estaba la luz brillante. Extendí los brazos en un ángulo que me permitiera volar directamente hacia la luz. Recordé que para tomar impulso debía agacharme. Estaba totalmente consciente de que había llegado el glorioso momento final y disfrutaba de cada segundo de revelación:

—Voy a pasar al otro lado —le dije a mi hermana. Entonces miré la luz, sentí que me atraía y abrí los brazos—. ¡Allá voy! —grité.

Cuando desperté estaba tendida en la mesa de la cocina de Eva. El elegante mantel blanco estaba cubierto de salpicaduras de café. Las hermosas flores del centro de mesa estaban esparcidas por todas partes. Eva estaba peor aún, con los nervios de punta. Loca de terror, me sujetaba tratando de pensar qué podía hacer. Me pidió disculpas por no haber llamado a una ambulancia.

—No seas pesada —le dije—. No hay por qué llamarlos. Es evidente que no despegué. Sigo clavada aquí.

Eva insistía en hacer algo, así que hice que me llevara al aeropuerto, aunque eso iba en contra de lo que ella consideraba juicioso

—Al demonio con lo juicioso —me burlé yo.

Durante el trayecto, sin embargo, le pregunté qué le había parecido mi regalo, la explicación de cómo es morir. Ella me dirigió una mirada extrañada; por su expresión deduje que dudaba de si yo todavía seguía en la tierra. Lo único que me oyó decir fue «Me estoy muriendo», y después «¡Allá voy!» De lo que dije entre medio no oyó nada, aparte del ruido que hicieron los platos al salir volando cuando yo caí sobre la mesa.

Tres días después diagnostiqué que mi problema era una leve fibrilación cardíaca, tal vez algo más, pero nada grave. Me declaré sana. Pero no estaba bien. El seco verano de 1988 fue duro. Durante la época de más calor supervisé la terminación de las casas redondas del centro, hice un corto viaje a Europa y celebré mi sexagésimo segundo cumpleaños con una fiesta para las familias que habían adoptado bebés infectados por el sida. A finales de julio me sentía más cansada que de costumbre.

No hice caso de la fatiga. El 6 de agosto de ese año iba conduciendo cuesta abajo por una escarpada colina de la granja acompañada por Ann, una amiga médica de Australia que estaba de visita, y mi ex ayudante Charlotte, enfermera, cuando de pronto sentí una contracción en la cabeza, una dolorosa punzada que me recorrió como una corriente eléctrica el lado derecho del cuerpo. Me cogí la cabeza con la mano izquierda y frené en seco. Poco a poco sentí que una gran laxitud invadía mi cuerpo, hasta que quedó completamente entumecido.

—Acabo de tener una embolia cerebral —le dije tranquilamente a Ann, que iba sentada a mi lado.

Ninguna de las tres sabía qué pensar en ese momento. ¿Estábamos asustadas? ¿Estábamos aterradas? No. Habría sido difícil encontrar a tres mujeres más capaces y tranquilas. No sé muy bien cómo me las arreglé para llevar la camioneta de vuelta a la alquería y frenar.

—¿Cómo te sientes, Elisabeth? —me preguntaron.

La verdad es que yo no lo sabía. Ya no era capaz de hablar con claridad, no podía mover bien la lengua, tenía la boca paralizada como si sus partes se hubieran cansado, y el brazo derecho ya no obedecía ninguna orden.

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