La ciudad de la Magna Grecia que iba a ser más famosa fue llamada Taras por los griegos y Tarentum (Tarento) por los romanos. Fue fundada alrededor del 707 a. C., y estaba situada sobre la costa marina de la parte interior del talón de la bota italiana, allí donde la costa se dobla para formar el empeine.
La isla de Sicilia fue colonizada por los griegos en sus tramos orientales y por los cartagineses en el Oeste. La más grande y famosa de las ciudades griegas de Sicilia fue Siracusa, fundada por el 734 a. C. Estaba ubicada en la costa sudoriental de la isla.
Esta era, pues, la situación a mediados del siglo VIII antes de Cristo. Los etruscos dominaban el centro de Italia y los griegos el sur, mientras los cartagineses estaban sobre el horizonte del sudoeste. Fue por entonces cuando se fundó una pequeña aldea llamada Roma en las márgenes meridionales del río Tíber, en la frontera etrusca.
Roma formaba parte de un distrito italiano llamado el Lacio, que se extiende a lo largo de la costa por unos 150 kilómetros al sudoeste de Etruria. El Lacio, al igual que Etruria, no constituía un gobierno centralizado. En cambio, cada distrito consistía en una serie de ciudades-Estado, pequeñas zonas formadas por una región agrícola más una ciudad central. Cada ciudad-Estado era independiente, pero formaban alianzas con las ciudades vecinas para su defensa contra un enemigo común.
Unas treinta ciudades del Lacio, que tenían una lengua común (el latín) y costumbres similares, se unieron para formar una Liga Latina alrededor del 900 a. C., probablemente para defenderse contra los etruscos, quienes a la sazón estaban empezando a establecerse firmemente en el Noroeste. La ciudad más importante y la dominante de la Liga Latina por aquellos remotos días era Alba Longa, situada a unos 20 kilómetros al sudeste del lugar en el que se levantaría más tarde Roma.
Los detalles concretos de la fundación de Roma y de su historia primitiva están envueltos en una oscuridad que probablemente nunca será disipada.
Pero en años posteriores, cuando Roma llegó a ser la mayor ciudad del mundo, los historiadores romanos tejieron fantasiosos cuentos sobre la fundación de la ciudad y los sucesos que siguieron. Esos cuentos son puros mitos y carecen de todo valor histórico. Pero son tan famosos y conocidos que los repetiré aquí, pero quiero recordar al lector de una vez por todas que se trata de pura mitología.
Cuando los romanos dieron forma final a sus mitos, la civilización griega hacía tiempo que había pasado por su apogeo, pero aún era muy admirada por sus realizaciones pasadas. El mayor suceso de la historia primitiva de Grecia había sido la Guerra de Troya, y los creadores romanos de leyendas se esforzaron por hacer remontar a esa guerra los comienzos de su historia.
En la Guerra de Troya, un ejército griego atravesó el mar Egeo para llegar a la costa noroccidental de Asia Menor, donde se hallaba la ciudad de Troya. Después de un largo asedio, los griegos tomaron la ciudad y la incendiaron.
De la ciudad en llamas (dice la leyenda) escapó uno de los más valientes héroes troyanos: Eneas. Con algunos otros refugiados zarpó en veinte barcos en busca de un lugar donde construir una nueva ciudad que reemplazara a la que habían destruido los griegos.
Después de muchas aventuras, desembarcó en la costa septentrional de África, donde acababa de ser fundada la ciudad de Cartago, bajo la conducción de la reina Dido. Esta se enamoró del bello Eneas, y, por un momento, el troyano pensó en quedarse en África, casarse con Dido y convertirse en rey de Cartago.
Pero, según el relato, los dioses sabían que éste no debía ser su destino. Enviaron un mensajero para ordenarle que partiese, y Eneas (que siempre obedecía a los dioses) se marchó apresuradamente, sin decir nada a Dido. La pobre reina, al verse abandonada, se suicidó presa de la desesperación.
Este fue el momento romántico culminante de la leyenda de Eneas, y a los romanos debe de haberles complacido el modo cómo se relacionaba con las historias primitivas de Roma y Cartago. Siglos después de la época de Dido, Roma y Cartago libraron gigantescas guerras, que Cartago finalmente perdió, por lo que parecía apropiado que el primer gobernante cartaginés muriera de amor por el antepasado del pueblo romano. Cartago perdió en el amor y en la guerra.
Pero es fácil percatarse que nada de esto podía haber ocurrido aunque Dido y Eneas hubiesen sido personas de carne y hueso que hubieran vivido realmente. La Guerra de Troya tuvo lugar alrededor del 1200 a. C., y Cartago no fue fundada hasta cuatro siglos más tarde. Es como si se nos quisiese hacer creer que Colón, en su viaje a través del Atlántico, se detuvo en Inglaterra y se enamoró de la Reina Victoria.
Pero sigamos con la leyenda, de todos modos. Eneas, después de abandonar Cartago, llegó a la costa sudoccidental de Italia, donde gobernaba un rey, llamado Latino, que, supuestamente, dio su nombre a la región, al pueblo y a su lengua.
Eneas se casó con la hija de Latino (había perdido su primera mujer en Troya), y después de una breve guerra con ciudades vecinas se impuso como gobernante del Lacio. El hijo de Eneas, Ascanio, fundó Alba Longa treinta años más tarde, y sus descendientes la gobernaron en calidad de reyes.
La leyenda no se detiene aquí. Se dice que un rey posterior de Alba Longa fue arrojado del trono por su hermano menor. La hija del verdadero rey dio a luz a dos hermanos gemelos, a quienes el usurpador ordenó matar para que no le disputasen el gobierno de la ciudad cuando crecieran. Por ello, los niños fueron colocados en una cesta, que fue lanzada al río Tíber. El usurpador supuso que morirían sin que él tuviese que matarlos realmente.
Pero la cesta encalló en la costa, a unos 20 kilómetros de la desembocadura del río, al pie del que más tarde sería llamado el Monte Palatino. Allí los encontró una loba, que se hizo cargo de ellos. (Esta es una de las partes más ridículas de la leyenda, pero también una de las más populares. A los romanos posteriores les agradaba, porque demostraba, para ellos, que sus antepasados habían absorbido el coraje y la bravura del lobo cuando aún eran niños.)
Algún tiempo más tarde, un pastor halló a los gemelos, se los quitó a la loba, se los llevó a su hogar y los crió como hijos suyos, llamándolos Rómulo y Remo.
Ya crecidos, los gemelos condujeron una revuelta que expulsó al usurpador del trono y restableció a su abuelo, el rey legítimo, como gobernante de Alba Longa. Los gemelos entonces decidieron construir una ciudad propia en las márgenes del Tíber. Rómulo quería establecerla en el Monte Palatino, donde habían sido hallados por la loba. Remo propuso el Monte Aventino, a unos 800 metros al sur.
Decidieron consultar a los dioses. Por la noche, cada uno se plantó en la colina que había elegido y esperó los presagios que traería el alba. Tan pronto como el amanecer iluminó el cielo, Remo vio pasar volando seis águilas (o buitres). Pero a la puesta del sol, Rómulo vio doce.
Remo sostuvo que había ganado porque sus aves habían aparecido primero; pero Rómulo señaló que sus aves eran más numerosas. En la lucha que sobrevino, Rómulo mató a Remo, y luego comenzó a construir en el Palatino las murallas de su nueva ciudad, sobre la cual iba a gobernar y que llamó Roma en su propio honor. (Por supuesto, el nombre «Rómulo» sencillamente puede haber sido inventado posteriormente para simbolizar la fundación de la ciudad, pues «Rómulo» significa «pequeña Roma».)
La fecha tradicional de la fundación de Roma era el 753 a. C., y aquí nos detendremos un momento para considerar esta cuestión de las fechas.
En los tiempos antiguos no había ningún sistema para numerar los años. Cada región tenía sus propias costumbres al respecto. A veces el año era identificado simplemente mediante el nombre del gobernante: «en el año que Cirenio fue gobernador» o «en el décimo año del reinado de Darío».
Con el tiempo, las naciones más importantes hallaron conveniente tomar alguna fecha importante de su historia primitiva y contar los años a partir de ella. Los romanos eligieron la fecha de la fundación de su ciudad y numeraron los años a partir de ella. Decían de un año determinado, por ejemplo, doscientos cinco años «Ab Urbe Condita», que significa «desde la fundación de la ciudad». Escribiremos tal fecha en la forma «205 A. U. C.» (los romanos la escribían «CCV A. U. C.»).
Otras ciudades y naciones usaron otros sistemas de cronología, lo cual crea gran confusión cuando se trata de fechar sucesos de tiempos antiguos. Pero cuando algún suceso particular es registrado en los anales de dos regiones diferentes en dos sistemas distintos de fechas, podemos relacionar ambos sistemas.
Hoy, el mundo civilizado cuenta los años desde el nacimiento de Jesucristo, y cuando hablamos del año 1863 d. C., por ejemplo, «d. C.» significa «después de Cristo» (en los países anglosajones se usa la forma latina «Anno Domini», abreviada «A. D.», que significa «en el año del Señor»).
Alrededor del 535 d. C., un sabio sirio, Dionisio Exiguo, argumentó que Jesús había nacido en el año 753 A. U. C. (o 753 años después de la fundación de Roma). Sabemos ahora que esta fecha es demasiado tardía, al menos en cuatro años, pues Jesús nació cuando Herodes era rey de Judea, y Herodes murió en el 749 A. U. C. Sin embargo, se ha conservado la fecha de Dionisio.
Decimos ahora que Jesús nació en el 753 A. U. C., y a este año lo llamamos el año 1 d. C. Esto significa que Roma fue fundada 753 años «antes de Cristo», o 753 a. C. Todas las otras fechas anteriores al nacimiento de Jesús son escritas de este modo, entre ellas las fechas que aparecen en este libro
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. Lo que es menester recordar de estas fechas es que van hacia atrás. Esto es, cuanto menor es el número, tanto más tardío es el año. Así, el 752 a. C. es un año
después
del 753 antes de Cristo, y el 200 a. C. es un siglo
posterior
al 300 a. C.
Aclarado esto, examinemos más detenidamente el 753 antes de Cristo y veamos cómo era el mundo en el que había nacido Roma.
A 2.000 kilómetros al Sudoeste, el Reino de Israel florecía bajo el rey Jeroboam II, pero aún más al Este, el Reino de Asiria se fortalecía y pronto crearía un poderoso imperio sobre gran parte del Asia Occidental. Egipto pasaba por un período de gobiernos débiles y en menos de un siglo caería bajo la dominación de Asiria.
Los griegos acababan de emerger de un período oscuro que había seguido a las invasiones bárbaras del 1000 a. C. Los Juegos Olímpicos se establecieron (según relatos posteriores) sólo veintitrés años antes de la fundación de Roma, y Grecia estaba comenzando a expandirse y a colonizar las costas del mar Mediterráneo, incluyendo Sicilia y el sur de Italia.
Los israelitas, los egipcios y los griegos no tuvieron la menor noticia de la fundación de una diminuta aldea sobre una oscura colina en Italia. Sin embargo, esa aldea estaba destinada a crear un imperio mucho más poderoso que el de los asirios y a gobernar durante muchos siglos a los descendientes de esos israelitas, egipcios y griegos.
Rómulo, según las antiguas leyendas romanas, gobernó hasta el 716 a. C. Luego desapareció en una tormenta, y se suponía que había sido llevado al cielo para convertirse en el dios de la guerra Quirino. Por la época de su muerte, la ciudad de Roma se había expandido desde el Palatino hasta el Monte Capitolino y el Monte Quirinal, al norte
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.
La leyenda más conocida sobre el reinado de Rómulo se refiere al problema de los primeros colonos, quienes se hallaron ante el hecho de que los hombres afluían a la nueva ciudad, pero no las mujeres. Por ello, los hombres decidieron apoderarse de las mujeres de los sabinos, grupo de pueblos que vivía al este de Roma. Lo hicieron mediante una mezcla de engaño y violencia. Naturalmente, los sabinos consideraron esto motivo de guerra, y Roma se encontró empeñada en la primera de la que sería una larga serie de batallas en su historia.
Los sabinos pusieron sitio al Monte Capitolino, y entrevieron la posibilidad de la victoria gracias a Tarpeya, la hija del jefe romano, que dirigía la resistencia contra ellos.
Los sabinos lograron persuadir a Tarpeya a que les abriera las puertas a cambio de lo que ellos llevaban en sus brazos izquierdos. (La condición de Tarpeya aludía a los brazaletes de oro que ellos usaban.) Una noche ella abrió secretamente las puertas, y los primeros sabinos que entraron arrojaron sobre ella sus escudos, pues también los llevaban en el brazo izquierdo. De este modo, los sabinos, quienes (como la mayoría de la gente) estaban dispuestos a utilizar traidores, pero les desagradaban, mantuvieron su compromiso matando a Tarpeya.
En lo sucesivo se llamó Roca Tarpeya a un peñasco que formaba parte del Monte Capitolino. En memoria de la traición de Tarpeya se lo usó como lugar de ejecución, desde donde se arrojaba a los criminales hasta que morían.
Después de la pérdida del Monte Capitolino, la lucha entre sabinos y romanos siguió muy equilibrada. Finalmente, las mujeres sabinas, quienes entre tanto habían llegado a amar a sus maridos romanos (según la leyenda), se abalanzaron entre los ejércitos e impusieron una paz negociada.
Los romanos y los sabinos convinieron en gobernar juntos en Roma y en unir sus tierras. Después de morir el rey sabino, Rómulo gobernó sobre romanos y sabinos.
Sin duda, esto refleja el oscuro recuerdo del hecho de que Roma no nació como dicen los románticos relatos sobre Rómulo y Remo. Es probable que ya hubiese aldeas en las siete colinas y que, con el tiempo, varias aldeas vecinas se unieron para dar origen a Roma. Quizá la ciudad nació por la unión de tres de esas aldeas, cada una de las cuales aportó una tribu: una de latinos, otra de sabinos y otra de etruscos. La misma palabra «tribu» proviene de otra palabra latina que significa «tres».
Después de la muerte de Rómulo fue elevado al trono un sabino llamado Numa Pompilio, quien gobernó durante más de cuarenta años, hasta el 673 a. C.
Se suponía que Numa Pompilio había sido el fundador de la religión romana, aunque buena parte de ella debe de haber sido tomada de los etruscos y de los sabinos. Quirino, por ejemplo (que fue luego convertido en Rómulo deificado), fue originalmente un dios de la guerra sabino, que era el equivalente del dios latino de la guerra, Marte.
En años posteriores, los romanos, por su admiración hacia los sofisticados griegos, identificaron sus dioses con los dioses de los mitos griegos. Así, el Júpiter romano fue considerado el equivalente del Zeus griego; Juno, el de Hera; Marte, el de Ares; Minerva, el de Atenea; Venus, el de Afrodita; Vulcano, el de Hefesto, etc.