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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

La República Romana (10 page)

Pero los romanos, después de enfrentarse con los elefantes y la falange dos veces, idearon una defensa contra ellos. Atacaron en una región montañosa, sin permitir a Pirro formar su falange en terreno llano. Además, antes de atacar hicieron que los arqueros arrojasen flechas bañadas en cera ardiente a los elefantes. Estos, heridos por el fuego, volvieron grupas y rompieron las propias líneas de Pirro. La falange, que trató de formar filas en el desigual terreno, quedó dispersa e inerme. Las legiones romanas atacaron, y la tercera batalla de Pirro terminó en una completa derrota para él.

Volvió a Tarento, renunció amargamente a todo intento ulterior de luchar con los romanos y se marchó a Epiro para lanzarse luego a otras guerras en Grecia. Murió tres años más tarde en las calles de una ciudad griega por una teja que una mujer arrojó sobre su cabeza. Hasta el fin de sus días siguió ganando batallas y perdiendo guerras.

Mientras tanto, en 272 a. C., los romanos tomaron Tarento y destruyeron toda su capacidad para librar guerras, pero le dejaron su autonomía. La última ciudad griega de la Magna Grecia que seguía libre era Reggio, en la punta del pie de la bota italiana. Los romanos la tomaron en 270 a. C.

Luego les tocó el turno a los samnitas. Roma estaba inflexiblemente decidida a castigarlos por la ayuda que brindaron a Pirro. En una sola campaña (a veces llamada la Cuarta Guerra Samnita) fue destruido lo que quedaba de la libertad samnita, en 269 a. C. También Etruria fue liquidada, y en 265 a. C. fue tomada la última ciudad libre que quedaba en ella.

Cartago

Roma dominaba ahora toda Italia al sur de la frontera de la Galia Cisalpina. Esta frontera estaba en las márgenes del pequeño río Rubicón. En siglos posteriores, aunque la marea de la conquista romana se había desbordado mucho más allá de ese límite, el río Rubicón siguió siendo considerado como la frontera de Italia.

No toda la Italia romana era gobernada del mismo modo. De hecho, Roma tenía una variedad de métodos de dominación y los usaba a todos. Algunas regiones eran completamente romanas y sus habitantes tenían plenos derechos de ciudadanía (y hasta podían votar si iban a Roma para hacerlo). En algunas ciudades tenían el poder colonos romanos, hombres de experiencia militar que vivían allí con sus familias. Permanecían como guarniciones en un territorio potencialmente hostil. Otras regiones tenían una alianza con Roma, con mayor o menor grado de autonomía. Y otras zonas en las que había existido considerable enemistad hacia Roma estaban sometidas a un rígido control, con escasa o ninguna autonomía. Las ciudades o regiones podían cambiar de rango, según su conducta, y recibir mayores derechos como recompensa por su lealtad o degradadas como castigo a la deslealtad.

Véase el
Mapa 3
- Inicio de la Primera Guerra Púnica, 264 a. C.

En todos los casos, Roma tenía las riendas y arreglaba las cosas de modo de impedir que diferentes ciudades hiciesen causa común. Al colocar a distintas ciudades en diferentes sistemas de gobierno, hacía más improbable que hallaran una base para una acción común. A través de toda su historia, Roma mantuvo su ascendiente en parte dividiendo las regiones gobernadas y en parte uniendo todo lo posible los intereses de cada una de ellas con Roma, por el temor o por la esperanza. La política de «¡Divide y triunfarás!» se hizo tan famosa que esa frase ha sido familiar para todas las generaciones siguientes, hasta nuestra época.

Roma ejercía ahora su dominación sobre más de ciento treinta mil kilómetros cuadrados, con una población de unos cuatro millones de habitantes. Un siglo después de haber sido arrasada por los galos había llegado a ser una potencia mundial, en pie de igualdad con Cartago y los diversos reinos helenísticos.

Como potencia mundial, y la última y la que más rápidamente había surgido, Roma tenía que despertar la envidia y las aprensiones de las viejas potencias. En particular, fue ahora Cartago la que se sintió alarmada, pues ella y Roma eran las dos grandes potencias del Mediterráneo Occidental, y Cartago pensó (con toda razón, como se vio más tarde) que sólo había lugar para una.

Dejé antes la historia de Cartago en la época de su fundación, con el cuento mítico de Dido y Eneas (véase
La fundación de Roma
en el capítulo 1). Al principio, Cartago sólo fue una de una serie de ciudades coloniales del Mediterráneo Occidental fundadas por los fenicios, aunque ella fue la de mayor éxito. Pero poco después del 600 a. C., Nabucodonosor de Babilonia conquistó Fenicia y destruyó su poder. Esto dejó solas a las colonias fenicias, que se agruparon alrededor de Cartago, cuya flota se convirtió entonces en la más poderosa de Occidente.

Cartago halló sus principales enemigos en los colonos griegos, que a la sazón estaban expandiéndose hacia el Oeste desde hacía dos siglos y medio, desbordándose sobre Italia y Sicilia. A fin de combatir a los griegos, Cartago estaba dispuesta a aliarse con las potencias nativas de la tierra firme italiana. Al principio se aliaron con los etruscos, y en la batalla de Alalia (véase
Italia en los comienzos
en el capítulo 1), por el 550 a. C., la expansión griega fue frenada en forma permanente.

Bajo su primer líder militar enérgico, Magón, Cartago extendió su influencia sobre la gran isla de Cerdeña, situada al oeste de Italia, y sobre las Islas Baleares, más pequeñas y situadas a 360 kilómetros al oeste de Cerdeña. Se supone que en la más oriental de estas islas fundó una ciudad que en tiempos antiguos era llamada Portus Magonis y que aún hoy se llama Mahón.

Cartago estableció puestos comerciales en las costas del Mediterráneo Occidental y también efectuó exploraciones más allá del Mediterráneo. Hay oscuros relatos de expediciones al Atlántico que llegaron hasta las Islas Británicas y de otras que exploraron la costa occidental de África y que hasta quizá hayan circunnavegado este continente.

El principal y duradero conflicto de Cartago en los siglos de su grandeza fue con los griegos de Sicilia. Los griegos habían ocupado los dos tercios orientales de la isla, pero los cartagineses tenían el tercio occidental, que incluía Panormo, la moderna Palermo, sobre la costa septentrional, y Lilibeo en el extremo occidental.

Los avatares de la guerra en Sicilia variaban sin que se llegase nunca a una victoria completa de una parte u otra. Cuando los cartagineses tenían generales capaces se adueñaban de toda la isla, excepto de Siracusa. Nunca pudieron capturar esta ciudad. Cuando los griegos combatían bajo un jefe enérgico, como Dionisio, Agatocles o Pirro, se apoderaban de toda la isla, excepto Lilibeo, ciudad que nunca lograron capturar.

Pirro también fracasó en Lilibeo, y cuando abandonó Sicilia, en una clarividente profecía dijo: «¡Qué campo de batalla dejo para los romanos y los cartagineses!»

Hasta entonces, Cartago y Roma habían sido amigas desde hacía dos siglos y medio, pues tenían un enemigo común en los griegos. Ya en 509 a. C., cuando Roma se hallaba aún bajo los Tarquines, Cartago había firmado un tratado comercial con ella. En 348 a. C. este tratado fue renovado y todavía en 277 a. C. Cartago y Roma formaron una alianza contra Pirro.

Pero ahora Pirro se había marchado y las ciudades griegas de Italia habían sido tomadas por Roma.

Pero a Cartago le quedaba el viejo campo de batalla de Sicilia. Siracusa aún era fuerte y, después de la partida de Pirro, su general Hierón era el griego más destacado de Occidente. Había combatido bien bajo Pirro y era un hombre valiente y capaz.

La primera hazaña bélica de Hierón fue contra los mamertinos, a quienes Pirro había acorralado en Messana, en el extremo noreste de la isla (véase
Pirro
en este mismo capítulo). Ahora estaban surgiendo de nuevo y haciendo estragos. Hierón marchó contra ellos, los derrotó en 270 a. C. y los confinó nuevamente a Messana. Los agradecidos siracusanos lo hicieron rey, con el nombre de Hierón II.

Después de asegurar su dominación, Hierón decidió volver a Messana, en 265 a. C., y, en alianza con Cartago, arrasar para siempre la fortaleza mamertina. Bien podía haberlo hecho, pero los mamertinos, reflexionando en el hecho de que a fin de cuentas eran soldados italianos, pidieron ayuda a la potencia mundial italiana: Roma.

Roma siempre respondía a tales llamadas, y un ejército encabezado por Apio Claudio Caudex (un hijo del viejo censor) pasó a Sicilia y derrotó fácilmente a las fuerzas de Hierón, en 263 a. C.

Hierón no esperó una segunda derrota. Vio bien dónde estaba el futuro; se retiró a Siracusa y firmó una paz separada con Roma. Hasta el fin de su largo reinado (gobernó durante cincuenta y cinco años y murió en 215 antes de Cristo, cuando tenía más de noventa años de edad) fue un fiel aliado de Roma. Por ello, Roma dejó en paz a Siracusa y en el pleno goce de su autonomía. Fue el medio siglo más pacífico y próspero que tuvo nunca Siracusa, y mientras en otras partes se producía el ocaso del poder griego, Siracusa pasó por una Edad de Oro.

Pero la guerra entre Roma y Cartago continuó. Para Roma, los cartagineses eran «poeni» (su versión de «Fenicia», la tierra de la que provenían los cartagineses). Por ello esa primera guerra con Cartago es llamada la Primera Guerra Púnica.

Los romanos en el mar

Quizá los romanos esperaban una guerra breve y fácil. Después de todo, los griegos habían logrado derrotar varias veces a los cartagineses. Sólo quince años antes, Pirro los había derrotado hábilmente, y Roma a su vez había derrotado a Pirro.

El optimismo de los romanos pareció más justificado aún después de lograr una gran victoria sobre Cartago en Agrigento, sobre la costa meridional de Sicilia, en 262 antes de Cristo. Pero a lo largo de toda su historia, cuando mejor luchaban los cartagineses era cuando estaban con la espalda contra la pared. Obligaron a los romanos a luchar desesperadamente a cada paso, y su lejano baluarte occidental de Lilibeo parecía inexpugnable.

Ningún griego había logrado tomar Lilibeo, y los romanos pensaron que a ellos no les iría mejor. Tampoco podían poner sitio a Lilibeo para rendirla por hambre mientras la flota cartaginesa pudiera llevar cómodamente alimentos y suministros al puerto.

Los romanos, entonces, tomaron una osada decisión. Combatirían y derrotarían a los cartagineses en el mar.

Parecía una decisión insensata, pues Cartago tenía una larga historia de habilidad marina. Poseía la mayor flota del Mediterráneo Occidental y una tradición centenaria de comercio y guerra en el mar. En cuanto a los romanos, todas sus victorias las habían obtenido en tierra. Tenían barcos, claro está, pero pequeños; ninguno que pudiese osar aproximarse a los barcos de guerra cartagineses. Los romanos ni siquiera sabían construir grandes barcos. ¿Cómo, pues, podían abrigar la esperanza de poder combatir en el mar?

Afortunadamente para Roma, un quinquerreme (un barco con cinco hileras de remos, en vez de las tres que tenían los trirremes romanos, mucho más pequeños) cartaginés naufragó y fue arrojado a la costa en la punta de la bota italiana. Los romanos lo estudiaron y aprendieron cómo construir un quinquerreme. Indudablemente recibieron ayuda de sus súbditos griegos (pues también los griegos tenían una larga tradición naval).

Los romanos procedieron a construir una cantidad de quinquerremes, y mientras lo hacían entrenaron a las tripulaciones en tierra.

Esto no fue tan difícil como podría parecer, ya que los romanos no tenían ninguna intención de superar a los hábiles capitanes marinos cartagineses, pues ciertamente habrían fracasado. En cambio, equiparon a sus barcos con garfios. Su intención era ir directamente en busca del enemigo, adherirse firmemente a los barcos cartagineses mediante los garfios y luego hacer pasar sus hombres a ellos. Los romanos pretendían crear condiciones que les permitieran librar algo equivalente a una batalla terrestre, que tendría lugar en las cubiertas de los barcos.

En 260 a. C. los romanos estuvieron listos. Un pequeño contingente de su flota fue capturado por los cartagineses, lo que debe de haber inspirado a éstos un exceso de confianza. El cuerpo principal de la flota romana, recién salida de los bosques italianos, zarpó bajo el mando de Cayo Duilio Nepote. Era él quien había diseñado los garfios. Eran vigas con largas púas fijadas por debajo. Se las levantaba cuando el barco romano se aproximaba y se las dejaba caer pesadamente cuando estaba junto al barco enemigo. Los pinchos se clavaban profundamente en la cubierta enemiga y los dos barcos permanecían unidos.

La flota romana encontró a la cartaginesa frente a Milas, puesto marino situado a 24 kilómetros al oeste de Messana. Los barcos se aproximaron, cayeron las vigas, se clavaron las púas y los soldados romanos se abalanzaron sobre los sorprendidos cartagineses, a los que derrotaron casi sin lucha. Catorce barcos cartagineses fueron hundidos y treinta y uno tomados. La reina de los mares fue derrotada por un recién llegado. Duilio Nepote obtuvo el primer triunfo naval de la historia romana.

Pero la voluntad de lucha de los cartagineses se mantuvo. Su fortaleza de Sicilia Occidental permanecía firme, y los cartagineses tenían suficientes barcos y suficiente habilidad como para mantenerla aprovisionada.

Los romanos, entonces, decidieron tomar otra medida e imitar a Agatocles, es decir, atacar a Cartago en su propio terreno, como había hecho aquél (véase
El Samnio y más allá de él
en el capítulo 3). En 256 a. C. se equipó una enorme flota de 330 trirremes y se la puso bajo el mando de Marco Atilio Régulo, quien era cónsul a la sazón.

La flota bordeó la parte oriental de Italia, su talón, y navegó a lo largo de la costa meridional. A mitad de camino, frente a un lugar llamado Ecnomo, se encontró con una flota cartaginesa aún mayor. Se libró una segunda batalla naval, la mayor de todas las libradas hasta entonces, y nuevamente los romanos obtuvieron la victoria. Abatida temporalmente la potencia marítima cartaginesa, el camino quedaba despejado y los romanos enfilaron hacia la costa cartaginesa.

Se repitió exactamente la misma situación que en tiempo de Agatocles. Los cartagineses no habían aprendido la lección: que su tierra no era inmune a la guerra. Aún estaba desarmada y sin defensa, y Régulo no halló dificultad alguna para derrotar a los ejércitos cartagineses apresuradamente reclutados y en dominar la región. Finalmente, apareció ante los muros de Cartago, y cuando ésta, atemorizada hasta la locura, se mostró dispuesta a hacer la paz, Régulo planteó exigencias tan extremas que el gobierno cartaginés decidió luchar. Era preferible sucumbir combatiendo.

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