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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

La República Romana (11 page)

Por entonces estaba en Cartago un espartano llamado Jantipo. Hacía mucho que habían pasado los tiempos de la grandeza militar de Esparta, pero la vieja tradición sobrevivía en los corazones de muchos espartanos. Jantipo habló audazmente y dijo a los cartagineses que habían sido derrotados no por los romanos, sino por la incompetencia de sus generales.

Tan bien habló y tan convincentes sonaron sus palabras que los enloquecidos cartagineses le dieron el mando. Logró esforzadamente reunir un ejército, al que agregó 4.000 jinetes y 100 elefantes. En 255 a. C. condujo sus tropas contra los romanos, debilitados desde hacía algún tiempo porque una gran parte del ejército había sido llamado a combatir en Sicilia. Régulo podía haberse retirado, pero decidió que el orgullo romano exigía que permaneciese en su puesto y luchara. Luchó, fue derrotado y tomado prisionero. La primera invasión romana de África terminó, así, en un completo fracaso.

El Senado romano, al recibir noticia de esto, envió su flota con refuerzos a África. Esta flota derrotó a los barcos cartagineses que trataron de impedirle el paso, pero luego tuvo que enfrentarse con un enemigo peor. Si los romanos hubiesen tenido mayor experiencia, habrían reconocido los signos de una inminente tormenta, y habrían sabido que hasta los barcos romanos debían buscar refugio ante una tormenta. Llegó la tormenta, la flota romana fue destruida y perecieron ahogados miles de soldados romanos.

Los cartagineses, alentados al enterarse de esto, enviaron refuerzos, y hasta elefantes, a Sicilia. Pero los romanos, reaccionando como poseídos por los demonios, construyeron una nueva flota en tres meses. Esta flota zarpó a Sicilia, donde ayudó a tomar Panormo: luego patrulló la costa africana sin hacer nada importante y, cuando quiso volver a Roma, también fue atrapada por una tormenta y destruida.

La guerra continuó inútilmente en Sicilia, y en 250 antes de Cristo los cartagineses pensaron en la conveniencia de llegar a una paz de compromiso. Enviaron una embajada a Roma para proponerla, y Régulo, el general romano capturado, acompañó a la embajada para apoyar (así lo había prometido) el pedido de paz. Régulo dio su palabra de honor de volver a Cartago si la embajada fracasaba.

Pero cuando la embajada llegó a Roma, Régulo, para sorpresa y horror de los cartagineses, se levantó ante el Senado para decir que no merecía la pena salvar a prisioneros como él, que se habían rendido en vez de morir en la batalla, y que la guerra debía continuar hasta el fin.

Luego volvió a Cartago, donde los encolerizados cartagineses lo torturaron hasta su muerte. (Esta historia puede no ser verdadera. Todo lo que sabemos de los cartagineses es lo que nos han dicho autores griegos y romanos, inveterados enemigos de Cartago. Se complacían en relatar historias de atrocidades, y no han sobrevivido escritos cartagineses de autodefensa o de contraataque.)

En 249 a. C., los romanos construyeron otra flota y la enviaron contra Lilibeo, que aún, después de quince años de guerra, seguía firmemente en manos de los cartagineses. Al mando de esta flota se hallaba Publio Claudio Pulcro («Claudio el Hermoso»), hijo menor del viejo censor y hermano de aquel Apio Claudio que fue el primero en conducir un ejército romano a Sicilia.

En vez de mantener el asedio de Lilibeo, Claudio Pulcro decidió atacar a la flota cartaginesa que estaba en Drepanum, a 32 kilómetros al norte. Como era habitual en aquellos tiempos, los sacerdotes de a bordo esperaron augurios favorables de los pollos. Pero los pollos no comían, lo cual era muy mal augurio. Claudio Pulcro era un romano que desdeñaba tales creencias supersticiosas. Cogió los pollos y los arrojó al mar, diciendo: «Pues si no quieren comer, que beban».

Pero si el almirante no era supersticioso, lo eran los marinos, quienes se desalentaron totalmente ante este sacrilegio.

Más grave aún era que Claudio Pulcro no ocultó sus movimientos y perdió la ventaja de la sorpresa. Los cartagineses lo estaban esperando y lo derrotaron, destruyendo su flota. El jefe romano pronto fue llamado de vuelta, juzgado por alta traición (a los pollos, supongo) y se le impuso una pesada multa. Poco después se suicidó.

Finalmente, los cartagineses hallaron el hombre que necesitaban desde hacía mucho. Se trataba de Amílcar Barca, quien fue hecho jefe de los ejércitos sicilianos en 248 a. C., cuando era todavía muy joven. Si desde un comienzo alguien como él hubiese estado al mando de los cartagineses, éstos habrían ganado. Pero en ese momento ya defendía una causa esencialmente perdida.

No obstante, hizo maravillas. Durante dos años asoló la costa italiana y luego, lanzándose sobre Panormo, se apoderó de ella por sorpresa y continuó realizando incursiones por Sicilia. Los romanos no podían atraparlo ni detenerlo. Y Lilibeo todavía resistía firmemente contra los romanos.

Pero en aquellos años la salvación de los romanos estuvo sencillamente en que jamás cedieron. En 242 a. C., construyeron otra flota y derrotaron a la flota cartaginesa frente a la costa occidental de Sicilia. Esto puso fin a toda posibilidad de enviar refuerzos y suministros al audaz Amílcar.

Con renuencia, Amílcar decidió que no había más remedio que hacer la paz, en los términos que fueran. La nación cartaginesa había quedado tan desquiciada por la prolongada guerra que estaba al borde del desastre absoluto. En 241 a. C., Amílcar hizo la paz, con la cual terminó la Primera Guerra Púnica veintitrés años después de ser iniciada.

Era una clara derrota de los cartagineses. Estos fueron expulsados de Sicilia, que desde entonces fue completamente romana, excepto la parte más oriental, gobernada por Hierón II de Siracusa, fiel aliado de Roma. Además, Cartago tuvo que pagar una pesada indemnización. Aun así, Cartago se salvó con suerte. Si Roma no hubiese estado agotada por sus esfuerzos, habría llevado la guerra más adelante.

Las primeras provincias

Sicilia fue el primer territorio fuera de los límites de Italia propiamente dicha que cayó en manos romanas. Su mayor distancia y su separación por el mar hicieron que pareciera diferente al gobierno romano. Las tierras de Italia estaban llegando a ser consideradas como una «confederación italiana», como una patria cada vez más unificada; pero Sicilia era una tierra extraña, en la que había griegos, cartagineses y tribus nativas que habían sido sojuzgadas durante siglos y tenían poco en común con los italianos.

Por ello, Roma consideró a Sicilia como una propiedad conquistada que no podía formar parte integrante del complejo sistema gubernamental impuesto a Italia. Se envió a Sicilia un magistrado cuya gama de funciones («provincia») incluía el gobierno total del territorio. Sus edictos eran las leyes de éste, y era su tarea recoger tributos del territorio y hacer de su propiedad y administración algo provechoso para Roma.

El término «provincia» llegó a aplicarse al territorio mismo, y Sicilia fue la primera
provincia
de Roma, organizada como tal en 241 a. C. Naturalmente, cuando un magistrado era enviado a gobernar una provincia, habitualmente cuidaba de que no todo el dinero que recaudaba fuese enviado a Roma. Una parte quedaba en sus manos. Se daba por sentado que un funcionario gubernamental romano a quien se asignaba una provincia debía enriquecerse. De esto se sigue que, en general, las provincias eran mal gobernadas (no siempre, por supuesto, ya que hasta en los peores tiempos hay algunos funcionarios honestos).

Sicilia no fue por mucho tiempo la única provincia de Roma.

La larga guerra que llevó a Cartago al borde de la ruina había paralizado su comercio e introducido el caos en sus asuntos comerciales. Había llevado a cabo sus guerras principalmente con tropas mercenarias, y ahora carecía de dinero para pagarles. Los mercenarios pronto se rebelaron y trataron de cobrarse (con creces) saqueando la ciudad.

Amílcar, el único cartaginés que podía resistir con indomable espíritu los desastres que se abatían sobre Cartago, tomó el mando de las tropas leales que pudo hallar y, después de una desesperada lucha de tres años, destruyó a los mercenarios en 237 a. C.

Roma observaba, sin intervenir directamente, totalmente dispuesta a dejar que Cartago se desgarrase. En 239 antes de Cristo, mercenarios de la isla de Cerdeña, que aún era cartaginesa, ofrecieron a Roma entregarle la isla, pues corrían el peligro de ser destruidos por Amílcar. Roma aceptó prestamente y envió una fuerza de ocupación en 238 a. C.

Cartago protestó con todo derecho, afirmando que eso era una ruptura del tratado de paz. Roma le declaró la guerra, desdeñosamente, y ofreció a Cartago anular la declaración de guerra sólo si Cartago no sólo cedía Cerdeña, sino también Córcega (isla que está inmediatamente al norte de Cerdeña). Cartago, impotente, tuvo que aceptar, y Cerdeña y Córcega se convirtieron en territorio romano.

Los romanos tardaron varios años en aplastar la resistencia de las tribus nativas de las islas, pero en 231 a. C. estaban suficientemente pacificadas como para ser organizadas en una segunda provincia.

Tal era la situación entonces que Roma, al observar hacia el exterior, halló todo en un estado de profunda paz. Por primera vez desde el reinado de Numa Pompilio, quinientos años antes, el templo de Jano fue cerrado.

Pero los éxitos de Roma la cargaron con nuevas responsabilidades. Ahora que era una gran potencia naval tenía que preocuparse por el problema de la piratería en alta mar.

En tiempos de la Primera Guerra Púnica, esa piratería se centraba en la costa oriental del mar Adriático, región conocida como Iliria. Bajo los poderosos reyes macedónicos Filipo II y Alejandro Magno, los ilirios se hallaban bajo una firme dominación. Durante los desórdenes que siguieron a la muerte de Alejandro, las tribus ilíricas reconquistaron su independencia y libertad de acción, lo cual significaba piratería.

La costa (que actualmente pertenece a Yugoslavia) es accidentada, con muchas islas, y los nativos podían hacer del filibusterismo un provechoso negocio. Sus barcos ligeros podían salir y atacar rápidamente, para luego perderse entre las islas si eran perseguidos por barcos de guerra. Los griegos, que estaban al sur de Iliria, sufrieron enormemente a causa de esas incursiones piratas.

Macedonia, situada al este de Iliria, parecía la potencia apropiada para pedir ayuda. En 272 a. C., después de la muerte del belicoso e inquieto Pirro, se hallaba bajo la mano firme de Antígono II, nieto de uno de los generales de Alejandro Magno. Sus descendientes, los «antigónidas», conservaron el gobierno durante un siglo.

Por desgracia, Macedonia estaba continuamente enredada en las eternas querellas políticas de Grecia y en guerras con el Egipto Tolemaico, y, al parecer, no tenía tiempo ni ganas de ocuparse de la piratería ilírica. Por ello, los griegos se volvieron a la nueva potencia, Roma, como alternativa natural. Acababa de demostrar su fuerza en el mar y su vigor en general; además, estaba justo frente a Iliria, del otro lado del Adriático.

Roma, siempre bien dispuesta, envió embajadores para advertir a la reina iliria de las consecuencias que podría tener el contrariar a los romanos. La reina inmediatamente los hizo matar. Roma envió entonces doscientos barcos que ajustaron las cuentas a los ilirios en 229 a. C. Una segunda campaña llevada en 219 a. C. contra el sucesor de la reina puso fin a la piratería iliria.

Como consecuencia de la Guerra Ilírica, Roma se adueñó de la isla griega de Corcira, que había sido una posesión iliria durante medio siglo. Está frente al extremo meridional de la costa ilírica y a ochenta kilómetros al sudeste del talón de la bota italiana.

Los griegos se regocijaron en sumo grado de ver el fin de los piratas ilirios y trataron a los romanos con toda muestra de respeto. Hasta les permitieron participar en algunas de sus fiestas religiosas, signo de que consideraban a los romanos como un pueblo civilizado a la par de los mismos griegos.

Mientras los romanos aplastaban a los ilirios, un peligro mayor apareció en el Norte. Los galos, reforzados con contingentes de sus parientes del otro lado de los Alpes, repentinamente lanzaron una nueva invasión sobre el Sur, en 225 a. C. Hicieron correrías por Etruria y llegaron a Clusium, la vieja ciudad de Lars Porsena. Allí se detuvieron, al parecer perdieron ánimo y se retiraron.

Los romanos los siguieron bajo el mando de su cónsul Cayo Flaminio. Este era excepcional entre los líderes romanos por tener lo que hoy llamaríamos ideas democráticas. Cuando fue tribuno, en 232 a. C., logró imponer una distribución de tierras entre los plebeyos, pese a la oposición de los aristócratas del Senado y, en particular, contra la decidida oposición de su propio padre. Flaminio estimuló la creación de juegos para los plebeyos y trató de desalentar la dedicación al comercio de los senadores (donde podían usar su poder político para enriquecerse). No cabe sorprenderse, pues, de que fuese popular entre el pueblo romano e impopular entre los senadores.

Desgraciadamente, Flaminio no era muy buen general. Habitualmente atacaba sin examinar cuidadosamente la situación. En su primera batalla con los galos fue derrotado, y sólo consiguió a su vez derrotarlos después de recibir grandes refuerzos. Pero después de una segunda victoria obtenida en 222 a. C., la Galia Cisalpina quedó totalmente bajo el dominio romano.

Flaminio trató de asegurar esta victoria construyendo un camino que condujese hacia el Norte desde Roma. Comenzó la tarea en 220 a. C., cuando fue censor, y por la época en que la terminó, la Vía Flaminia fue extendida a través de los Apeninos hasta las costas del Adriático, sobre las fronteras de la Galia Cisalpina. En caso de rebelión de los galos, las tropas romanas podían acudir allí rápidamente.

Con las colonias romanas establecidas en la Galia Cisalpina, el poder romano se extendió hasta los Alpes. Roma dominaba ahora un territorio de unos 310.000 kilómetros cuadrados. Dominaba toda la región que constituye la moderna República Italiana (que incluye Sicilia y Cerdeña) y, además, Córcega y Corcira.

5. Aníbal
De España a Italia

Quienquiera que considerase el siglo y medio de constantes victorias de Roma sobre los samnitas, los galos, los griegos y los cartagineses, y su expansión desde ser una pequeña mancha en el centro de Italia hasta el dominio de toda la Península y de los mares que la rodean, jamás habría adivinado que estaba al borde del desastre. Sin embargo, lo estaba, pues tenía un implacable enemigo, un solo hombre, el general cartaginés Amílcar Barca.

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