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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (5 page)

—¿Tenéis leña en casa?

Pregunté algo obvio, porque estaba nerviosa.

—Somos herreros. Si no tenemos nosotros fuego, nadie tiene en el poblado.

—Está bien.

Lesso ayudaba en la fragua desde niño; aunque de pequeña estatura, frisaba los trece años, era de porte fortísimo, y sus músculos se habían desarrollado en el trabajo cotidiano de la fragua. Era de piel cetrina y rechoncho, tenía las cejas juntas y una sonrisa amigable, con quien él quería. No hablaba mucho, pero lo que decía tenía sentido, y solía imponer su voluntad a los otros. A veces se encolerizaba, y las chispas de la fragua de su padre escapaban a través de sus ojos castaños. Hubo un tiempo en que Lesso y sus amigos no me hablaban. Me consideraban una intrusa, ajena a ellos. Sin embargo, le salvé en una ocasión del ataque de
Lone
, el lobo, y desde entonces estaba agradecido. Por él, sus amigos me respetaban.

Lesso era el menor de los hombres de su familia, por debajo de él sólo había mujeres. Los mayores murieron tiempo atrás luchando en el sur; de los hombres de su estirpe solamente quedaba su hermano Tassio. Lesso adoraba a su hermano, uno de los mejores cazadores del poblado, fugado ahora del castro por rebeldía frente a Dingor y a Lubbo.

Yo no conocía bien a la familia de Lesso, sus hermanas huían de mí, quizás aleccionadas por la madre, que temía mis trances. Era ella la que las ocultaba a mi paso. Creía que les podía echar el mal de ojo. Guardaba celosamente a sus hijas para algún día concertarles un buen matrimonio. Eran pequeñas, morenas y asustadizas.

Lesso deseaba con todas sus fuerzas crecer y dirigirse a las montañas del oriente donde se refugiaban los rebeldes y donde moraba su hermano Tassio. Su padre, el herrero, no mencionaba jamás a Tassio, a quien consideraba perdido, y vigilaba estrechamente a Lesso para evitar malograr otro hijo en guerras ajenas a él, que nunca comprendería.

Aún no habían cerrado las puertas cuando llegamos al castro, los guardias me miraron con interés. Se preguntaron, quizá, cuál era el motivo por el que la hija de Enol se introducía en el poblado a esas horas en las que pronto se iban a cerrar las puertas. Dos niños muy pequeños jugaban en el barro cerca de la torre de vigía. Pasamos la segunda guardia, y ascendimos por las estrechas callejas del poblado; a esas horas del atardecer, las gentes se dirigían a sus casas y la aldea estaba llena de vida. Un carro rodó a nuestro lado y nos pegamos a la pared para permitirle el paso y evitar que nos atropellase. Al paso del carro, el contenido de mis alforjas se derramó por el suelo y me detuve a recogerlo. Lesso me ayudó.

Seguimos caminando, llegamos a una especie de patio donde asomaban cinco cabañas de estructura redonda. En aquellas casas vivían familias de buenos tejedores. Aun cuando todas las mujeres del poblado tejían, si alguien quería hacerse un manto especial llevaba la lana a aquellas casas. Allí vivía Fusco. Estaba trasquilando una oveja y era buen amigo de Lesso y mío. Su cara estaba llena de pecas y de sus ojos salía una mirada amable. Tenía el pelo fosco, pelirrojo y siempre enredado.

—¿Adónde vais? —nos preguntó.

—Mi padre está enfermo. No está Enol —explicó escuetamente Lesso— y ella va a curarle.

Yo sonreí halagada por la confianza.

—Voy con vosotros —dijo Fusco.

De la casa salió una voz femenina pero potente:

—Tú no te mueves de aquí, hasta que no estén trasquiladas las ovejas. Ya está bien de pasarte la vida trotando por los montes con esa panda de vagos.

Después, una hembra grande, la madre de Fusco, salió de detrás de la casa y cogió por el pelo al chico, que —con una seña de resignación divertida— se despidió.

Girando a la derecha y dejando atrás las cabañas de la familia de Fusco, rodeamos las altas tapias de la acrópolis del castro. La acrópolis, en aquel tiempo, me parecía un edificio enorme. En aquel lugar, protegidos por las altas paredes y diferenciados de los demás, moraban familias de cazadores y guerreros. Allí vivía el jefe Dingor.

Por vericuetos llenos de barro, y entre animales domésticos dejamos de lado unas cabañas humildes, ocupadas por los servidores de la acrópolis que nos miraron con curiosidad. Una vez pasadas estas casas, más de madera que de piedra, giramos de nuevo hacia la izquierda. En la parte más alta del castro, defendida por un talud montañoso, encontramos la casa del herrero con la fragua al lado. El metalúrgico fabricaba las armas, arados y hachas necesarios para el trabajo del poblado. En la fragua el fuego arde siempre, quizá por ello los hijos del herrero tenían un corazón belicoso que buscaba enardecerse en las batallas.

La casa de Lesso era más espaciosa que el resto de las cabañas, donde apenas cabrían cuatro o cinco personas, era casi tan grande como la casa donde yo vivía con Enol. Tenía cuatro estancias y corrales y estaba rodeada por las cabañas de los tíos de Lesso.

Al llegar, cruzamos la tapia circular que rodeaba la casa y salieron a recibirnos varias mujeres de la familia, que me observaron con sorpresa y desagrado.

Lesso habló.

—El sanador no está. He traído a su hija.

—Más te valiera no haber traído a nadie.

Lesso ni se inmutó. Su casa tenía fama de gentes irascibles. La que había hablado era una matrona bigotuda y de recio aspecto. Serena pero no muy segura contesté:

—Haré lo que pueda, Enol me ha enseñado sus artes.

Ante mis palabras, viendo mi buena voluntad la mujer suavizó su semblante, la conocía hacía tiempo y a pesar de su expresión habitualmente adusta era una buena mujer.

Entré en la cabaña, estaba oscura y el fuego de un hogar barbotaba en el centro. Junto a la pared y cerca de la lumbre, al fondo de la cabaña yacía el padre de Lesso. Deliraba por la fiebre, se quejaba con un lamento lastimero y constante. El enfermo sudaba profusamente, me acerqué y vi sus ojos casi en blanco, elevados. Los dientes le castañeteaban. Me arrodillé junto a él para examinarle. Al despojarme del manto, mi cabello cayó sobre él como un manto dorado, él lo acarició mientras soñaba. Abrí su túnica. El torso velludo, oscurecido por el trabajo de la fragua, mostraba la piel enrojecida y tumefacta sobre el costado derecho, donde se abría una herida profunda y mal cerrada. Palpé la zona delicadamente y él entró en un sueño más liviano y abrió con un quejido los ojos. Debajo de la piel circundante de la herida se acumulaba el pus, que fluía por debajo de la epidermis.

Pedí que hirvieran agua, mientras seguía examinando al enfermo. No parecía haber ninguna otra fuente de infección, ni ningún mal añadido, pero la herida estaba turgente y abultada. La madre de Lesso acercó el agua hirviente, eché en ella las hierbas de Enol y la casa se llenó de un perfume agradable a menta y a tomillo. Aquel aroma hizo que la actitud de las mujeres cambiase. Noté que confiaban más en mí, y se dispusieron a ayudarme.

Entonces mojé la infusión en un paño blanco de lana fina, muy limpio, y repetidamente froté la piel de la herida del herrero. Un quejido salió de su boca al notar el líquido hirviente. Las mujeres me observaban haciendo un semicírculo alrededor del enfermo.

De la faltriquera saqué una daga muy afilada. A mi derecha, Lesso observaba cada uno de mis movimientos. Le pedí que calentara la cuchilla hasta ponerla al rojo vivo en el fuego de la fragua. Mientras Lesso volvía, acaricié la frente del herrero, húmeda por la fiebre y limpié su sudor. La madre de Lesso me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Se pondrá bien?

—No lo sé —dije.

Lesso apareció con el estilete al rojo vivo, agarrando el mango con un paño de lana. Con decisión sajé la herida hasta que manó de ella el humor purulento mezclado con sangre, tenía un olor dulce y putrefacto. El herido se quejó y su gemido fue agudo y lastimero. Convocó en torno a sí a los hombres de la casa. No me asusté ante ellos.

Hablé claro y fuerte:

—Son humores malignos que tiene dentro, se pondrá bien, pero deben dejarme sola con una de las mujeres y con Lesso.

Noté que mi voz salía con autoridad, y también que me obedecían. A mi lado se quedó la madre de Lesso mientras que, junto a la puerta, mi amigo hacía guardia para que no entrase nadie más en la pequeña cabaña.

Con el agua purificada, fui limpiando la herida hasta dejarla en carne viva, retirando el pus suavemente con un lienzo. Mientras tanto el herido se quejaba de dolor; de nuevo calenté agua y confeccioné un caldo de adormidera que le administré. El padre de Lesso entró en un sueño profundo, agarrando fuertemente mi mano sin permitir que me moviese de su lado. Junto al enfermo, Lesso y su madre me miraron con esperanza. Pasó lentamente el tiempo, la noche se hizo densa y se oían a lo lejos los grillos y la lumbre chisporroteando junto al hogar. Cogida por la mano del herrero, sentada en el suelo junto a él, entré en un sueño ligero, despertando a cada momento para vigilarle.

Cuando cantó el gallo y el amanecer del verano asomó precozmente por la entrada del chamizo, miré al hombre, que dormía quedamente y ya no deliraba. Liberé mi mano de la suya, e intenté levantarme. Pero las piernas no me sostenían tras haber transcurrido largo tiempo en la misma postura. Lesso se hallaba a mi lado, e impidió que me cayese. Noté su cara sonriente y aliviada. Salimos fuera, dejando a la madre de Lesso con su esposo.

Fuera, el castro despertaba, se oía el trajín en las cabañas. Expliqué a Lesso lo que debía hacer con su padre, me cubrí el cabello con el manto y me alejé de la casa. Procuré caminar sin hacerme notar, pero algunos de los viandantes se sorprendieron de mi presencia en el castro a horas tan tempranas. Oí que comentaban que había curado al herrero y que lo había hecho bien. Me sentí feliz y satisfecha.

Caminé deprisa por las callejas húmedas aún por el rocío de la noche, llenas de verdín entre las piedras, procurando no resbalar. Al atravesar la muralla, me pareció sentir los rostros de los guardias sonriendo. Todo había salido bien, y tenía el íntimo convencimiento de que el padre de Lesso sanaría. El sol se había elevado algo sobre el horizonte cuando ascendí la cuesta que conducía a la casa de Enol. Marforia no estaba, a aquellas horas ya habría sacado el ganado a pastar e ido a por agua.

Entré en la estancia de Enol, donde guardé la daga, y dejé las hierbas sobrantes en su sitio. Enol solía guardar la daga en un cofrecillo de madera. Allí permanecían muchos de los tesoros de Enol. Cerca del lugar donde se guardaba habitualmente la daga, había una pequeña caja de marfil labrado. Yo conocía su contenido. No me pude resistir y la abrí una vez más. En el interior de la caja, Enol guardaba la única ligazón con los de mi sangre. De la caja salió un hermoso mechón de pelo dorado. Era de mi madre.

Enol amaba a mi madre. Lo averigüé años atrás cuando descubrí aquel mechón dorado. Al preguntar de quién era, Enol acercó el cabello de la caja de plata al mío propio, y dijo «Igual que el tuyo…» y prosiguió lentamente «es de tu madre».

Nunca me explicó quién era ella y por qué poseía él aquel cabello, pero por algunas expresiones veladas pude deducir que muchas lunas atrás, Enol había sido servidor suyo y que había venido con ella desde un lejano lugar en el norte, hasta el sur, a las tierras de la meseta. Enol había conocido a mi madre en las Galias, la que ahora es la tierra de los francos, y había sido designado por alguien importante para acompañar a mi madre hacia las luminosas tierras del sur. Pero Enol no era mi padre, y aunque cara al poblado yo era su hija, nunca permitió que le llamase padre, siempre le nombré como Enol, el nombre que le pusieron los habitantes del castro de Arán al establecerse allí.

No. Enol no era mi padre, pero durante los años que viví con él fue más que un padre o una madre para mí. Enol conocía las letras y un saber antiguo, que desde niña me fue transmitiendo. Le gustaban la noche y las estrellas. ¡Cuántas noches nos subíamos a lo alto de un cerro cercano y me enseñaba sus nombres y sus círculos! Los ojos de Enol se volvían brillantes viendo titilar a lo lejos las estrellas, y sobre todo cuando relataba las antiguas leyendas en torno a ellas.

Con Enol aprendí a leer los caracteres rúnicos, retorcidos y complicados, y las letras latinas y griegas. Solía instruirme a la luz del fogón, cuando Marforia ya se había acostado y él gozaba advirtiendo mis progresos.

Cuando yo era niña, Enol prácticamente no se ausentaba de casa, pero en las últimas estaciones transcurrían muchas lunas sin verle. Entonces, cuando él comenzó a ausentarse, y me dejaba sola con Marforia o con el siervo, yo solía levantarme cuando todos se habían ya acostado y leía los pergaminos a la luz de las brasas del hogar. Pergaminos de tiempos remotos, que hablaban de la historia de los hombres, de los lejanos tiempos de Roma, de los sabios griegos, de lugares ignotos. A veces en los pergaminos encontraba mapas y me abismaba en la visión de lugares distantes, que quizá yo nunca vería.

A su vuelta, el druida comprobaba que yo había tocado sus pergaminos, fingía enfadarse pero yo conocía bien que mi curiosidad le agradaba.

Sí. Enol fue más que un padre para mí, y cuando surgía el mal sagrado que solía dominarme y yo perdía el sentido, o me asustaba ante mis visiones, Enol sabía calmarme. En algún momento, me indicó que el mal cesaría en mi mocedad, cuando llegase a ser madre. Él afirmaba que durante los trances un dios se hacía presente y que no debía tenerle miedo. Después, me pedía que le contase las visiones, que solían ser las mismas: una mujer de cabello dorado que huía a un lugar extraño, casas muy altas de piedra, mucho más elevadas que cualquiera de las cabañas del poblado, y un templo de airosas columnas.

Enol decía que —en mis trances— el pasado volvía a mi mente. Nunca me explicaba nada del pasado. Pero otras veces, yo veía el futuro y Enol era incapaz de interpretar mis sueños. Fue en aquellos sueños cuando vi la aldea ardiendo y después quemada, tal y como está ahora, cuando vi los pergaminos robados y la copa escondida.

Guardé el mechón en su caja de marfil. Procuré dejarlo todo en el cuarto de Enol igual que lo había encontrado, y subí al desván de la casa, donde solía dormir entre sacas de bellotas y haces de leña, en un lecho de paja.

En mis visiones de entonces se mezclaba el herido del bosque con el padre de Lesso, distinguía una mujer rubia y hermosa que huía por un bosque desconocido. Después, el tiempo transcurrió y soñé de nuevo con la mujer. Ahora era perseguida por unos gritos… y ella me llamaba.

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