La España goda y la Francia merovingia.
Una niña huérfana es acogida por los albiones, un pueblo que en el siglo VI habitaba los montes del noroeste de España. Conocida por ellos como Jana, aprenderá los secretos de las artes curativas de la mano del druida Enol y participará activamente en los conflictos territoriales de su época. Su ímpetu la situará en el trono de Albión junto al rey Aster, su gran y único amor. No obstante, pronto descubrirá su ascendencia real y será reclamada y raptada por su verdadero pueblo: los godos.
María Gudín
La reina sin nombre
Trilogía Goda: Parte I
ePUB v1.2
Mística03.07.12
Colabora Ximena30
Título original:
La reina sin nombre
María Gudín, 2006.
Editor original: Mística (v1.0 a v1.2)
ePub base v2.0
Omma vincit amor
Virgilio
BAJO UNA LUNA CELTA
Bajo una luna celta las sombras de los árboles se alargan hacia el valle. Herida y anhelante, rodeada de bosques en penumbra, espero su regreso. Sé que él no volverá. La luna produce claros en la espesura, atravesando las ramas de los robles renegridos. Huele a sangre y madera quemada. El lugar de mi niñez, ahora en ruinas, es un mundo de fantasmas donde la vida se ha esfumado. Tengo miedo y mis sentidos se embotan, pero el viento fresco y húmedo de la madrugada me devuelve a la realidad. Aún hay llamas en el antiguo castro, ya no hay gritos. Ayer los había. Las gentes que lo habitaban gritaban de odio, de miedo y de dolor. Maldecían a Lubbo. Las construcciones de piedra semicirculares, elípticas, cuadrangulares, han sido incendiadas y todavía arden, otras son como yesca de piedra roja. Sólo yo, escondida, custodiando la copa de Enol, me mantengo viva.
Dirijo mis pasos hacia la cañada del arroyo, camino cada vez más deprisa hacia donde el agua viva surge multisecular de la roca y forma un remanso. A lo lejos escucho cascos de caballos, ruidos de armaduras. Ellos posiblemente estarán al otro lado de la colina, y siento miedo, al llegar a la cumbre quizá puedan divisar mis vestiduras blancas, bajo la luna llena de invierno. Si eso ocurre todo habrá acabado.
En lo lejano aúlla un lobo.
Emprendo una carrera atropellada hacia el vado que cubren los robles aún incandescentes, hacia donde la piedra se abrirá salvadora. Las ramas de los árboles ocultan en parte mi figura, me agacho. Una mata de acebo, todavía verde, tiende sus ramas hacia el remanso del río. Me escondo tras ella.
En lo alto de la colina, los guerreros detienen su marcha y olisquean el viento. La luna, llena, alta en el cielo, ilumina con fuerza el valle.
Escondida en el suelo tras el acebo, contengo el aliento y me muevo hacia la roca plana tras la cascada, allí guardaré la copa. Es posible que al moverme, desde lo alto de la colina, los guerreros cuados me descubran, pero nada importa ya. El agua helada hiere mis manos, mis brazos níveos, mi blanca ropa. Tras ejecutar lo que Enol me indicó, muevo con gran esfuerzo la enorme roca e introduzco la copa, cerrando con dificultad la losa. Suspiro ante el esfuerzo, y tiemblo por la humedad fría que me atraviesa las ropas. Tras de mí, cae el agua, su ruido cubre mi respiración jadeante. Lentamente, encorvada, me retiro del manantial. Al fondo del estanque, en el agua ya mansa, la luna destella en mi pelo, trigo dorado, y lo transforma en plata. Ahora la cara que manifiesta el agua está herida, con restos de sangre y arañazos, y me es extraña. Cierro los ojos y escucho solamente el borboteo del agua viva cayendo. Un ruido, y al abrir los ojos, en el remanso se refleja la luz de la luna rebotando en la armadura de un guerrero. Tras de mí oigo un grito bronco y triunfal, y noto el dolor de un guante de hierro que coge mi cintura y me eleva hacia el cielo, por un segundo diviso la luna brillando en el agua, un golpe seco en el cráneo y todo cesa para mí.
El dolor y el frío me despiertan, soy un fardo cargado en una carreta, la sangre brota de mis manos atadas. Escucho las voces extrañas de un idioma desconocido. En el carro, sacos de bellotas y centeno; el centeno robado del poblado de Arán, de mi casa y de mis gentes.
Al ir recuperando la conciencia, la congoja regresa a mi ser. En el cielo, la luna va descendiendo, y desde mi corazón una plegaria se eleva a la deidad de la noche. Al lado del carro cabalga un guerrero, su casco terminado en una punta que brilla por el rayo de luna, de él salen mechones pardos en la noche. Es un hombre recio y barbudo. Mira al frente, hacia los otros hombres que escoltan al carro pero, de modo repentino, al percibir que le observo, gira la cabeza hacia la dirección donde me oculto. Cierro los ojos, y escucho el estallido de un latigazo y un grito que no puedo entender. Una voz de mando detiene el látigo y de mi captor sale un grito enojado. Se oyen risotadas y aquel rumor de voces extranjeras que me aterra. Me adentro en la inconsciencia y por ella cruzan a menudo las imágenes de un pasado que no ha de volver. No tengo nada, rota por dentro y herida por fuera. Nada aguardo del futuro. Adivino el lugar adonde me conducen los que destruyeron el poblado. En sus cascos brilla plata, el último rayo de luna.
El bamboleo del carro prosigue sin término. Amanece. Un día gris y frío con el cielo surcado por nubes de tormenta. La marcha transcurre lenta. Con los huesos entumecidos, no percibo nada. Intento recordar el pasado pero en gran parte ha huido de mi mente. Corrieron rumores de guerra en el castro. Sin embargo, nada hacía presagiar la barbarie. Los hombres seguían cazando y las mujeres cultivaban la tierra. Aquel mismo día busqué raíces para un preparado con el que curar los dolores de un anciano. Los niños jugaban a la entrada del pueblo. Libres.
Tras muchas horas de camino, de nuevo cae la noche. Mis raptores se detienen junto al cauce de un río. Un sauce inclina las ramas sobre la corriente y una muralla de castaños cobija un claro en el bosque. Con una voz, el carretero detiene el armatoste de madera. Al cesar el vaivén de las ruedas, siento alivio, pero surge de nuevo un temor oscuro. ¿Qué harán de mí aquellos hombres desconocidos?
Mientras acampan, los guardianes parecen olvidarse de la cautiva. No sé quiénes son. A mi lado unos guerreros hablan, sin importarles la existencia de su rehén. Comienzo entonces a entender las palabras del idioma distinto. Su conversación es lenta y pausada, no a gritos como en el camino. Uno de los jefes de la comitiva habla con un subalterno.
Sentí necesidad de amparo. Añoraba a Enol. De niña pensaba que él no moriría jamás. Años atrás, cuando averigüé el destino de los hombres, él me prometió no morir. Y ahora… no sabía si él seguía entre los vivos y yo debía continuar, sola, entre desconocidos; con un destino que podría ser peor que la muerte.
Unos pasos se aproximan al carro donde, atada de pies y manos, intento vanamente ocultarme sin ser vista. Un hombre, de unos cincuenta años, de barba oscura, vestido con pieles y con el casco brillante, con una túnica ceñida por un cinturón de cuero, me suelta las ataduras de los pies. Por su atuendo parece un criado. A empellones me conduce junto al fuego, desata mis manos y me obliga a beber de una bazofia. Después a una señal de sus jefes me sujeta de pie a un árbol y estira mis brazos alrededor del tronco. Siento cómo me crujen las articulaciones. Me rodean varios guerreros que ríen sin compasión. Uno de ellos me levanta la barbilla para verme mejor la cara, le miro desafiante y tuerzo la cabeza con brusquedad. Al girar la cabeza, mi cabello le roza. Él lo coge con la mano y yo intento morderle. El hombre ríe y de forma que pueda entenderle me dice:
—Lubbo te domará.
A la voz de un guerrero con casco, uno de los capitanes, el criado se aleja de mí, todavía riendo.
Los hombres visten cortas túnicas, con ásperas capas negras que recogen con una fíbula en el hombro. Portan escudos ligeros y cubren sus piernas con bandas de lana. Algunos llevan en sus cabezas cascos de bronce; los jefes, cimeras plateadas.
Después del incendio de la aldea, pensé que no volverían, pero regresaron porque buscaban algo entre las ruinas de las casas, y así me encontraron junto al manantial. Quizá lo que perseguían era a mí misma.
Comen alrededor de un fuego un potaje de bellota, y comienzan a beber una bebida fermentada de la que no puedo conocer su origen. Suena una gaita primitiva, el sonido de una flauta y el tambor. Una melodía rítmica y salvaje. Risotadas y palabras fuertes. Dos hombres pelean. El guerrero del casco con punta les detiene y ellos, quizá para distraer al capitán, dirigen sus miradas hacia mí bromeando. Todos ríen y apuestan sobre mí.
Miro a la luna y una plegaria a la diosa madre sale de mi corazón. Mi respiración se hace cada vez más fatigosa por el miedo. Cuando están ya cerca, a menos de unos pasos, entro en trance como en tantas otras ocasiones muchos años atrás. El druida hubiera cogido mi cabeza suavemente, acariciándome las sienes y calmando mi turbación. Pero estoy sola y el trance prosigue. Veo una gran luz, como un fogonazo blanco que todo lo envuelve, la luz se transforma en figuras geométricas y por último aparece la amada figura de un hombre de barba gris. Comienzo a notar cómo un trance se apodera de mí, entonces me muevo convulsa, giro la cabeza en dirección a la luna, elevando el brazo izquierdo que con la fuerza del trance rompe ataduras y señala al astro de la noche. Antes de perder por completo el sentido, veo el rostro de los bárbaros que muestra horror y asombro.
Cuando recupero la conciencia, mis miembros se encuentran doloridos y descoyuntados. Las manos, ya libres de ataduras, han caído al suelo. Al incorporarme, los guerreros me rodean a una distancia prudente, y forman un gran círculo alrededor del árbol. Una risa nerviosa remueve mis miembros, mientras un silencio tenso llena el claro del bosque. La luna brilla en lo alto, partida por una fina nube oscura. Los hombres tienen miedo de mí y de la luna. Todavía temblando me levanto del suelo, una brisa fina hace que mis ropas blancas ondeen al viento. Los guerreros cuados se alejan atemorizados.
Tras el trance, el cautiverio se hace menos duro. Los hombres me temen. Vigilada por dos soldados a caballo pero con las manos libres monto sobre un mulo de carga. Comienzo a comprender alguna de sus palabras. Durante el trance, mi madre la luna se hizo presente, y ellos empezaron a llamarme «hija de luna». Me llaman Jana, como Aster lo hizo meses atrás. Creen que soy una ninfa del bosque encontrada junto al arroyo.
Nos alejamos de la aldea de mi infancia y caminamos hacia el occidente, bordeando el mar. Atravesamos senderos entre bosques inmensos de robles. A veces veo acebos, el árbol de Enol, otras veces castaños y robles, adivino el muérdago colgando sobre sus ramas. Entre las voces de los guerreros escucho el nombre de Albión una y otra vez. Mis recuerdos me llevan atrás, al día en que encontramos al guerrero huido.
Han transcurrido ya muchas lunas y en aquella época yo había cumplido los quince años. Una mañana, Enol y yo, mientras recogíamos plantas en el bosque, encontramos un guerrero en la espesura. Un hombre herido y solo, oculto entre los árboles.
Recuerdo aquel día como si fuese hoy: habíamos salido de la casa de piedra muy de mañana en la hora en la que todavía el aire es fresco. Dejando la casa atrás, giramos a la izquierda, hacia el arroyo que circulaba con escaso caudal entre las piedras. El sol, no muy alto en el horizonte, introducía sus brazos de luz entre las ramas del roble, el castaño y el pino albar. Aquel camino de piedras y polvo aún serpentea hoy entre los bosques. Seguimos fatigosamente la ancha senda y después tomamos un camino lateral poco transitado y amurallado por rocas. El sendero se introducía en el bosque, a lo lejos se mostraba desierto; sólo en algunas épocas del año, en otoño y primavera, los leñadores del poblado recorrían aquella senda.