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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

La reconquista de Mompracem (20 page)

—¿Contra quién?

—Parece ser que después de nuestra partida toda la población de vuestra capital haya sido presa de una locura guerrera, pues no se habla más que de matanzas.

—¡Serán esos malditos chinos! —dijo el sultán—. Ya sé que intentan minar mi trono y arruinarme. Tendré que arrasar, como hace veinticinco años, el
kampong
de los hombres amarillos y hacer una gran cosecha de cabezas humanas, suficientes hasta para regalárselas a los dayaks del interior. Pero vos, ¿por qué habéis venido aquí?

Un feroz relámpago iluminó los ojos del irascible inglés.

—He venido para matarle, para que no os ocurra a vos lo que le sucedió el sultán de Sarawak. Os digo que acabaréis como James Brooke: perderéis el trono y la vida.

—No corráis tanto, sir —dijo el sultán—. Tengo a mis órdenes una imponente guardia que no teme los ataques de los habitantes de Varauni.

—Tal vez sea así. Pero mientras vos os divertís en la cacería, en el
kampong
chino se conspira contra vos.

—¿Quién os lo ha dicho? —gritó el sultán, poniéndose en pie.

—Lo he sabido.

—¿Quién en el instigador?

—¡El pretendido embajador! —gritó el inglés, con voz áspera.

—¿Qué es lo que quiere, entonces, ese hombre de mí?

—Cavaros un abismo bajo los pies y comprometeros con los ingleses de Labuán y los holandeses de los puertos del sur.

—¿Y por qué, sir?

—Política europea, alteza.

—Si me dejaran vivir tranquilo estos aventureros europeos, de los que siempre he tenido que quejarme, harían mucho mejor. Tenga siempre ante mis ojos el ejemplo de James Brooke y no quiero perder el trono ni la vida en una revolución. ¿Vos me decís, sir, que los chinos se agitan?

—Todos lo saben en Varauni, y creo que bien pocos de vuestros súbditos duermen tranquilos.

—¡Para esos papagayos amarillos tengo mi guardia! —dijo el sultán—. Y, además, no tienen armas de fuego a su disposición.

—Podríais equivocaros, alteza, porque yo he visto con mis propios ojos descargar del yate unas cajas que debían de contener fusiles.

—¿A quién se los entregaban? —gritó el tiranuelo, haciendo un gesto de ira.

—Al jefe del
kampong
chino —respondió John Foster.

—¿Ese hombre viene a traerme la guerra a casa?

—Me asombra, alteza, que no os hayáis dado cuenta antes, porque siempre he oído decir que los bornéanos, en cuestión de astucia, no tienen quien les gane entre todos los malayos.

—¿Qué me aconsejáis hacer? —preguntó el sultán, que se había puesto a pasear por la tienda, manteniendo la diestra cerrada dentro del guardamano de oro de su espléndida cimitarra—. También mis ministros —añadió luego— me habían dicho lo que habéis afirmado.

—¡Eliminadle!

—Vos odiáis a ese hombre porque afirmáis que os ha hundido un vapor. ¿Por qué no le habéis hecho asesinar en Varauni?

—Lo intenté, alteza. Pero recibí la peor parte.

—Todo depende de saber elegir el momento oportuno. Pero si queréis vengaros de ese aventurero sin arriesgar nada, estoy dispuesto a daros los medios.

—¡Vos, alteza! —exclamó John Foster, avanzando dos pasos—. Entonces, ¿no le protegéis?

—Os confieso que ese hombre empieza a darme miedo. Y estaría muy satisfecho si encontrase otro hombre valeroso y decidido que le hiciera desaparecer en estos bosques.

—Pongo a vuestra disposición mi carabina y mi cuchillo de caza, que vale bastante más que vuestros kriss. ¿Dónde está ese milord?

—Está preparando la cacería de un elefante solitario que fue descubierto ayer noche y que con los primeros albores del día irá a apoyarse en su árbol.

—¿Estaremos solos?

—No corráis demasiado, sir —dijo el sultán—. Si continuáis así, acabaréis por pedirme que os desembarace yo mismo de ese individuo que os fastidia tanto.

—¿Va también con su impresionante escolta, formada por hombres tan templados y fuertes como vuestros soldados?

—Estaremos casi solos.

—Entonces, todo irá bien —respondió el capitán.

—Dentro de media hora iremos a sacar de su cueva al animal, en un lugar ya escogido. Cuando le veáis aparecer, en lugar de abatir a la bestia, matad al hombre y todo listo. Nadie podrá decir nada: se trata de un accidente de caza y yo no tendré que responder de la vida de un desconocido que viene a esconderse entre mis batidores sin haber sido invitado. ¿Sois buen tirador?

—Sí, alteza.

—Entonces, milord, dentro de un par de horas ya no estará vivo —dijo el sultán—. De esta manera, vos os habréis vengado y yo quedaré desembarazado de un hombre que empieza a preocuparme.

—¡No pido otra cosa! —exclamó John Foster, dando una palmada en el doble cañón de su carabina inglesa—. El primer tiro que salga de aquí abatirá para siempre a ese hombre.

—Tened presente que él también es un gran tirador.

—Ya me lo han dicho, alteza. Pero yo haré fuego por sorpresa y justamente cuando se me ponga a tiro.

El sultán cogió el frasco de
toddy
que había quedado sobre la mesa y llenó dos tazas, diciendo:

—A vuestra salud y por la muerte de milord. Más tarde sabré recompensaros largamente de todo lo que hacéis por mí.

Los dos bribones vaciaron las tazas sin que les traicionase ni un solo músculo de sus caras. Luego, el sultán, hizo seña al inglés de que se fuera.

—¿Habéis comprendido? —le dijo—. En vez del elefante, será el hombre el que caiga. Buscad un sitio adecuado para un buen acecho.

—¡Cuerpo de Satanás! —rugió John Foster, volteando la carabina—. Vamos a cazar el elefante.

Apenas hubo desaparecido, cuando el sultán golpeó ligeramente la placa de bronce suspendida del armazón de la tienda.

Un instante después, los soldados de la guardia apartaban los dos lienzos de tela de la tienda exterior y Yáñez hacía su entrada, seguido por el fiel cazador indio, que llevaba colgando del hombro dos carabinas de grueso calibre.

La bella holandesa, siempre flemática, sonriente, les había acompañado, armada de su pequeña carabina inglesa, con la que ya había hecho disparos notorios en compañía de su hermano.

El portugués, habituado a desconfiar de todo y de todos, apenas hubo entrado fijó su mirada en las tazas que aún se encontraban al lado del frasco de
toddy,
como si hubiese adivinado que alguien había bebido para brindar por su muerte inminente.

—Milord —dijo el sultán, avanzando hacia Yáñez—. Vos queréis hacerme perder la ocasión de poder cenar esta noche una exquisita cabeza de elefante. El solitario debe de estar ya en camino para llegar a su dormitorio y echar su acostumbrado sueñecito hasta mediodía.

—Tenéis un parque lleno de paquidermos, alteza —respondió el portugués, que lo observaba todo atentamente—. ¿Es que acaso tenéis algún invitado a cenar esta noche?

—¿Por qué me hacéis esa pregunta? —interrogó el sultán, sobresaltándose—. ¿Cómo habéis adivinado que esta noche vendrán unos queridos amigos a los que hace mucho tiempo que les he prometido una cabeza de elefante entera?

—¿Han estado aquí hace poco esos amigos vuestros? —preguntó Yáñez, mirando fijamente al sultán, que se había apresurado a cubrirse los ojos con las manos, como si no pudiese soportar aquella mirada preñada de amenazas.

—Alteza —añadió Yáñez, con su acostumbrada calma, posando las manos en sus pistolas—, yo he viajado mucho por las islas del mar de la Sonda y a lo largo de las costas de Borneo. Y siempre he oído contar que cuando un hombre se cubre los ojos augura a otros su próxima muerte.

—Hasta ahora no tengo motivos para quejarme de vos, aunque me han dicho que los chinos se agitan después de recibir de vos armas de fuego.

—El que os lo ha contado es un loco, alteza. Porque yo sólo he venido a Borneo para hacer un simple crucero. Nada más. Sed franco, alteza. Vos habéis recibido hace poco a ese hombre que se lamenta siempre de la pérdida de su nave.

—En efecto, le he invitado a la caza del elefante —respondió el sultán.

—¿Junto a mí? —preguntó el portugués, sobresaltándose.

—El me ha asegurado que es un gran cazador.

—Ya lo veremos.

—¿Habéis formado la partida?

—Sí, alteza.

—¿Tomará parte vuestra escolta? Todos mis hombres son hábiles tiradores que no se detienen ante un elefante ni ante un rinoceronte. Os digo esto porque, si el elefante solitario advierte la presencia de tantas personas, se irá y no volverá nunca. Vámonos, milord: amanece, como veis, y éste es el momento propicio para sorprender a la gran bestia gris en su dormitorio.

Entraron unos hombres llevando tazas de
toddy.

Luego se adelantó el jefe de los
sikkaris
y dijo:

—Es la hora, señores.

—¡Partamos! —respondió el sultán—. Vamos a conocer a esos elefantes solitarios. Se dice que son terribles.

—Vuestra alteza —dijo sonriendo la bella holandesa—, me regalará la oreja derecha, que es un bocado exquisito.

—Ya había pensado, señora, en haceros ese obsequio —respondió el sultán.

Aferró un pequeño martillo de madera y se puso a batir rápidamente sobre la placa de bronce, produciendo un estrépito infernal.

17. Un trágico duelo

Una luz rosada había ya invadido la selva que se extendía en torno al inmenso campamento, cuando el primer grupo de cazadores se puso en marcha para hacer una visita al dormitorio del elefante.

Estaba formado por el portugués, Kammamuri, la bella holandesa, el jefe de los
sikkaris
y el sultán.

Los numerosos batidores habían abierto sus filas, cercando el gran trozo de bosque donde suponían que se encontraba el terrible solitario.

El pequeño grupo avanzaba por el bosque para alcanzar el refugio del paquidermo. Los
sikkaris,
a gran distancia para no asustarle, proseguían el cerco, guardándose muy bien de mostrarse.

—Milord —dijo la bella holandesa a Yáñez, que le hacía compañía—, ¿qué decís de esta cacería? Yo he aceptado tomar parte en ella, pero sin ningún entusiasmo.

—Será una cacería como otra cualquiera —respondió el portugués—, pero más peligrosa. No dejéis que se os acerque "cabeza gris", porque un golpe de trompa se recibe fácilmente. Y pobre del que le toca.

—Yo no pensaba en este momento en el terrible elefante solitario —respondió la joven—. Al contrario, pensaba en el sultán.

—¿Y por qué, señora?

—No le he hallado esta mañana del humor que acostumbra y no querría que esta caza os trajese desgracia.

—¿A mí? —exclamó Yáñez.

—Sin embargo, apostaría cualquier cosa a que se ha tramado algo ayer noche en la tienda del sultán.

—Es una suposición vuestra.

—Puede ser —respondió la bella holandesa, que se mantenía constantemente al lado de Yáñez, vigilando las zonas tupidas del bosque, como si temiese ver aparecer de repente una banda de soldados o de dayaks.

—El hecho es que no parecéis muy tranquila, señora —respondió el portugués—. ¿Habéis notado en el campamento del sultán algo fuera de lo corriente?

—No: solamente he observado que ese hombre estaba bastante confuso cuando vos entrasteis en su tienda, milord.

—Tranquilizaos, señora: cada vez que nos ha recibido ha observado frente a mí una conducta ambigua. Se diría que me cree un enemigo tan formidable como para ser despenado desde los montes de Cristal.

—Razón de más, milord, para redoblar la vigilancia. ¿Dónde habéis dejado vuestra escolta?

—Está junto a los
sikkaris.
Y no dudéis que, a la primera señal, acudirá como un solo hombre, dispuesta a medirse con la guardia india del sultán. Nosotros caminamos y no les vemos, pero ellos también van andando y no nos pierden de vista ni un solo instante. ¿Queréis una prueba?

Se habían detenido en ese momento en el borde de una arboleda muy tupida, compuesta casi exclusivamente por bananeros, en cuyos frutos hacían los monos verdaderos estragos.

—Permanecer atenta, señora —dijo Yáñez—. ¿Oís algún ruido?

—No, reina un silencio absoluto bajo estas enormes hojas.

—Sin embargo, mi escolta camina, en este momento, a brevísima distancia de nosotros.

Hizo pabellón con las manos y gritó tres veces, con voz sonora:

—¡Mati!

Un instante después, se echaba ágilmente a tierra, desde un manojo de
gomutl,
el patrón del yate, gritando:

—¿
Aru
?


¡Aru!
—había respondido el portugués, que significaba "avanzad"—. ¿Cómo va la batida, mi valiente amigo?

—Hasta ahora, señor, los
slkkarls
actúan lejos de nosotros y no puedo controlar sus movimientos —respondió Mati.

—¿Has observado entre los batidores algunos soldados de la guardia del sultán?

—Hay más de los que creéis, señor Yáñez —respondió el patrón, que parecía algo turbado.

—¿Sabrías decirme lo que hacen esos hombres entre la guardia?

—Me imagino que querrán tomar parte en la cacería, señor Yáñez.

—¿Temes alguna sorpresa?

—No sé, pero no estoy tranquilo. Esos indios podían haberse quedado guardando la tienda del sultán.

—¿Tienes siempre a mano a tus hombres? —preguntó Yáñez.

—Cuando demos la señal convenida, les veréis aparecer.

—¿Y por dónde andan ahora? Ni se les ve, ni se les oye —dijo la bella holandesa—. ¿Son monos o seres humanos?

—Son cuadrumanos cuando quieren atravesar una selva sin llamar la atención de sus enemigos. Y hombres cuando se trata de combatir… ¡Oh! ¡Allí…! Mirad a "cabeza gris", que viene a ocupar su dormitorio. Preparad todas vuestras armas o seremos despedazados en una carga espantosa de la que nadie se salvará.

El grupo había llegado a la orilla de un pequeño estanque, cerca del cual se alzaba un majestuoso
pombo
que los batidores debían de haber serrado en parte.

Una enorme masa grisácea, dotada de formidables patas, había irrumpido de repente entre la niebla que los primeros rayos del sol estaban barriendo. El solitario avanzaba tranquilo, sin barritar, seguro de su fuerza desmesurada.

Era un magnífico paquidermo, de gran talla, frente ancha y patas anteriores altísimas, como los elefantes indios, qué son los más bellos de todos los que habitan en las islas del mar de la Sonda y en Siam, tan famoso por sus elefantes blancos.

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